– Es preciso que te diga una cosa que acaso te moleste un poco…
Apoyado en el codo, él la interrogó con la mirada. May era inteligente y valiente; pero, con frecuencia, torpe.
– Acabé por acostarme con Langlen, esta tarde.
Kyo se encogió de hombros, como para decir: «¡Allá tú!» Pero su gesto y la expresión violenta de su rostro se compaginaban mal con aquella indiferencia. Ella le contemplaba, extenuada, con los pómulos acentuados por la luz vertical. También él contemplaba sus ojos sin mirada, sumidos en la sombra, y no decía nada. Se preguntaba si la expresión de sensualidad de su semblante vendría de lo que aquellos ojos ahogados y la ligera hinchazón de sus labios acentuaban con violencia por, contraste con sus facciones, con su feminidad… Ella se sentó en la cama y luego le tomó una mano. A él le faltó poco para retirarla, pero la dejó. May notó, sin embargo, su movimiento.
– ¿Te disgusto?
– Ya te he dicho que eres libre… No pido demasiado -añadió, con amargura.
El perrito saltó sobre el lecho. Él retiró su mano para acariciarlo quizá.
– Eres libre -repitió-. Lo demás, poco importa.
– En fin, yo debía decírtelo. Hasta por mí.
– Sí.
Que ella debiera decírselo, no hacía al caso, ni para el uno ni para el otro. Kyo quiso, de pronto, levantarse: así acostado, y ella sentada sobre el lecho, como un enfermo cuidado por ella… Pero, ¿para qué? Todo era igualmente inútil. Continuaba, sin embargo, contemplándola, para darle a entender que ella podía hacerle sufrir, pero que, desde hacía unos meses, la contemplase o no, ya no la veía; algunas expresiones, a veces… Aquel amor, frecuentemente crispado, que los unía como un niño enfermo; aquel sentido común de su vida y de su muerte; aquella correspondencia camal entre ambos, nada de todo aquello existía frente a la fatalidad que decolora las formas de que están saturadas nuestras miradas. «¿La amaré menos de lo que creo?», pensó. No. Hasta en aquel momento estaba seguro de que, si ella muriese, él no serviría ya a su causa con esperanza, sino con desesperación, como un muerto. Nada, no obstante, prevalecía contra la decoloración de aquel rostro sepultado en el fondo de su vida común como en la bruma, como en la tierra. Se acordó de un amigo que había visto morir la inteligencia de la mujer que amaba, paralizada durante unos meses; le parecía ver morir a May así; ver desaparecer absurdamente, como una nube que se reabsorbe en el cielo gris, la forma de su felicidad. Como si hubiese muerto dos veces: por efecto del tiempo y de lo que le decía.
May se levantó y fue hasta la ventana. Andaba con soltura, a pesar de su cansancio. Decidiendo, por temor y pudor sentimental mezclados, no volver a hablar de lo que acababa de decir puesto que él callaba; deseando huir de aquella conversación, a la que ella, no obstante, comprendía que no escaparía, trató de expresar su ternura diciendo cualquier cosa, y recurrió, por instinto, a un animismo que a él le agradaba: frente a la ventana, uno de los árboles de Marte se había cubierto de brotes durante la noche; la luz de la habitación iluminaba sus hojas, todavía abarquilladas, de un verde tierno sobre el fondo oscuro.
– Ha ocultado sus hojas en el tronco durante el día -dijo-, y las descubre esta noche, mientras no se le ve.
Parecía hablar para sí misma; pero, ¿cómo Kyo habría podido sustraerse al tono de su voz?
– Hubieras podido elegir otro día -pronunció, no obstante, entre dientes.
También él se veía en el espejo, apoyado sobre el codo; con máscara tan japonesa entre sus sábanas blancas. «Si yo no fuese mestizo…» Hacía un esfuerzo intenso para rechazar los pensamientos odiosos o bajos, listos para justificar y alimentar su cólera. Y la miraba; la miraba, como si aquel semblante hubiera debido volver a encontrar, por el sufrimiento que infligía, toda la vida que él había perdido.
– Pero, Kyo, precisamente era hoy cuando eso no tenía importancia… y…
Iba a añadir: «él lo deseaba tanto». Frente a la muerte, aquello suponía tan poco… Pero solamente dijo:
– … yo también, mañana, puedo morir…
Tanto mejor. Kyo sufría con el dolor más humillante: el que se desprecia experimentar. Realmente, ella era libre para acostarse con quien quisiese. ¿De dónde procedía, pues, aquel sufrimiento sobre el cual no se reconocía ningún derecho y que se reconocía tantos derechos sobre él?
– Cuando tú comprendiste que yo… contaba contigo, Kyo, me preguntaste un día, no en serio (un poco, no obstante), si yo creía que iría contigo a la cárcel, y yo te respondí que no sabía nada; que lo difícil, sin duda, era permanecer en ella. Sin embargo, tú pensaste que sí, puesto que me poseíste a mí también. ¿Por qué no creerlo ahora?
– Siempre son los mismos los que van a la cárcel. Katow iría, aunque no me quisiera profundamente. Iría por la idea que tiene de la vida y de sí mismo. No es por alguien por lo que se va a la cárcel.
– Kyo, cómo son de hombre esas ideas…
Él pensaba.
– Y, sin embargo -dijo-, amar a los que son capaces de hacer eso y ser amado por ellos, quizá, ¿qué más esperar del amor? ¡Qué rabia que le pregunten a uno semejantes cosas!… Hasta si lo hacen por su… moral.
– No es por moral -dijo ella, con lentitud-. Por moral seguramente yo no sería capaz de ello.
– Pero -él también hablaba con lentitud- ese amor no te impediría el acostarte con un tipo, cuando tú pensabas (acabas de decirlo) que eso… me molestaría…
– Kyo, voy a decirte algo singular, y que es verdadero, sin embargo… Hasta hace cinco minutos, creí que te sería igual. Quizá eso me hacía creerlo… Hay llamadas, sobre todo cuando se está tan cerca de la muerte (es de las otras de las que yo tengo costumbre, Kyo…) que no tienen nada que ver con el amor…
Sin embargo los celos existían, tanto más turbios cuanto que el deseo sexual que ella le inspiraba descansaba sobre la ternura. Con los ojos cerrados, todavía apoyado sobre el codo, trataba -triste oficio- de comprender. No oía más que la respiración oprimida de May y el roce de las patas del perrito. Su herida venía en primer lugar (luego las consecuencias, ¡ay!, las sentía emboscadas en él, como sus camaradas detrás de las puertas, aún cerradas) de que atribuía al hombre que acababa de acostarse con May (¡sin embargo, no puedo llamarle su amante!) desprecio hacia ella. Era uno de los antiguos camaradas de May; apenas él lo conocía. Pero conocía la misoginia fundamental de casi todos los hombres. «La idea de que, habiéndose acostado con ella, porque se ha acostado con ella, pueda pensar: “Esta gallinita”, me dan ganas de pegarle. ¿No se estará siempre celoso, sino de lo que se supone que supone el otro? Triste humanidad…» Para May, la sexualidad no comprometía a nada. Era preciso que aquel tipo lo supiese. Que se acostase con ella, bueno; pero que no se imaginara que la poseía. «Estoy hecho una calamidad…» Pero no podía hacer nada, y aquello no era lo esenciaclass="underline" lo sabía. Lo esencial; lo que le trastornaba hasta producirle angustia, era que, de pronto, se había separado de ella, no por odio -aun cuando existiese el odio en él-; no por los celos (¿o es que, precisamente, aquello eran celos?), sino por un sentimiento sin nombre, tan destructor como el tiempo o la muerte: no acertaba con ello. Había vuelto a abrir los ojos. ¿Qué ser humano era ese cuerpo deportivo y familiar, ese perfil perdido: un ojo amplio, que comenzaba en la sien, hundido entre la frente despejada y el pómulo?… ¿La que acababa de copular?… Pero, ¿no era, también, la que soportaba sus debilidades, sus dolores, sus irritaciones; la que había cuidado con él a sus camaradas heridos, velado con él a sus amigos muertos?… La suavidad de su voz todavía en el aire… No se olvida lo que se quiere. Sin embargo, aquel cuerpo recobraba el misterio punzante del ser conocido, transformado de pronto -o mudo o ciego o loco-. Y era una mujer. No una especie de hombre. Otra cosa…