Se le escapaba por completo. Y, a causa de ello, quizá, la llamada rabiosa de un contacto intenso con ella le cegaba; cualquiera que fuese; espanto, gritos, golpes. Se levantó, se acercó a ella. Sabía que se hallaba en un estado de crisis; que al día siguiente, tal vez, ya no comprendería nada de cuanto experimentaba; pero estaba frente a ella como ante una agonía; y, como hacia una agonía, el instinto le impulsaba hacia ella: tocar, palpar, retener a los que nos abandonan, aferrarse a ellos… ¡Con qué angustia le contemplaba ella, detenido a dos pasos!… La revelación de lo que quería cayó, por fin, sobre él; acostarse con ella; refugiarse allí, contra aquel vértigo, en el cual la perdía toda entera; no tenían que conocerse cuando empleaban todas sus fuerzas en apretar sus brazos sobre sus cuerpos.
Ella se volvió de pronto: acababan de llamar. Demasiado pronto para Katow. ¿Estaría descubierta la insurrección? Lo que habían dicho, sentido, amado, odiado, zozobraba brutalmente. Llamaron de nuevo. Kyo extrajo su revólver de debajo de la almohada, atravesó el jardín y fue a abrir, en pijama. No era Katow; era Clappique que continuaba vestido de smoking. Se quedaron en el jardín.
– ¿Qué hay?
– Ante todo le devuelvo su documento: aquí está. Todo marcha bien. El barco ha salido. Va a anclar a la altura del consulado de Francia. Casi al otro lado del río.
– ¿Dificultades?
– Ni una palabra. Antigua confianza; si no, se pregunta cómo hay que hacerlo. En estos asuntos, joven, la confianza es tanto mayor cuanto menos razón de ser tiene…
– ¿Alusión?
Clappique encendió un cigarrillo. Kyo no vio más que la mancha del cuadro de seda negra sobre el rostro confuso. Fue a buscar la cartera -May esperaba-, volvió, pagó la comisión convenida. El barón se guardó los billetes en el bolsillo, arrugados, sin contarlos.
– La bondad da felicidad -dijo-. Amigo mío, la historia de mi noche es una no-ta-ble historia moraclass="underline" ha comenzado por la limosna y acaba con la fortuna. ¡Ni una palabra!
Con el índice levantado, se inclinó hacia el oído de Kyo.
– ¡Fantomas le saluda!
Dio media vuelta y salió. Como si Kyo sintiese temor de entrarse, le contemplaba irse, con el smoking agitándose a lo largo del muro blanco. «Mucho se parece a Fantomas, en efecto, con ese traje. ¿Habrá adivinado, o supuesto, o…?» Tregua de lo pintoresco: Kyo oyó una tos, y la reconoció tanto más pronto cuanto que la esperaba: Katow. Todos se apresuraban, esa noche.
Tal vez para hacerse menos visible, caminaba por en medio de la calzada. Kyo adivinaba su blusa, más que verla, en alguna parte, arriba, en la sombra, una nariz saliente… Sobre todo, apreciaba el balanceo de sus manos. Salió a su encuentro.
– ¿Qué hay? -le preguntó, como había preguntado a Clappique.
– Todo va bien. ¿Y el barco?
– Frente al consulado de Francia. Lejos del muelle. Dentro de media hora.
– El vapor y los hombres están a cuatrocientos metros de allí. ¿Vamos?
– ¿Y los trajes?
– No se necesitan. Los tipos están completamente listos.
Volvió a entrar y se vistió en un instante: pantalón y tricota. Alpargatas (quizá hubiera que trepar). Estaba listo. May le tendió los labios. El espíritu de Kyo quería besarla; su boca, no -como si, independiente, ella le guardase rencor-. La besó, por fin, mal. Ella le miró con tristeza, con los párpados abatidos; sus ojos plenos de sombra, se tornaban poderosamente expresivos, puesto que la expresión procedía de los músculos. Kyo salió.
Caminaba al lado de Katow, una vez más. No podía, sin embargo, librarse de ella. «Ahora mismo, me parecía una loca o una ciega. No la conozco. No la conozco. No la conozco más que en la medida en que la amo, en el sentido en que la amo. No se posesiona uno de un ser, sino de lo que cambia en él, dice mi padre… ¿Y después?» Se sumergía en sí mismo, como en aquella callejuela, cada vez más oscura, donde hasta los aisladores del telégrafo no brillaban ya sobre el cielo. Volvía a experimentar angustia y se acordó de los discos. «Se oye la voz de los demás con los oídos; la de uno mismo, con la garganta.»
Sí. La vida de uno también se oye con la garganta. ¿Y la de los demás?… En primer término, allí había soledad; soledad inmutable, tras la multitud mortal, como la gran noche primitiva detrás de aquella noche densa y pesada, bajo la cual acechaba la ciudad desierta, llena de desesperación y de odio. «Pero yo, para mí, por la garganta, ¿qué soy? Una especie de afirmación absoluta, de afirmación de loco: una intensidad más grande que la de todo el resto. Para los demás, yo soy lo que he hecho.» Sólo para May no era lo que había hecho; sólo para él, ella era otra cosa completamente distinta de su biografía. El abrazo, mediante el cual el amor mantiene a los seres unidos el uno al otro contra la soledad, no era al hombre al que proporcionaba su ayuda; era al loco, al monstruo incomparable, preferible a todo, que todo ser es para sí mismo y al que elige en su corazón. Desde que su madre había muerto, May era el único ser para quien él no era Kyo Gisors, sino la más estricta complicidad. «Una complicidad consentida, conquistada, elegida», pensó, extraordinariamente de acuerdo con la noche, como si su pensamiento ya no estuviese hecho para la luz. «Los hombres no son mis semejantes; son los que me ven y me juzgan; mis semejantes son aquellos que me aman y no me miran; los que me aman contra todo; los que me aman contra la decadencia, contra la bajeza, contra la traición; a mí, y no lo que yo haya hecho o haga; quienes me amen tanto como yo me amo a mí mismo; hasta el suicidio, incluso… Sólo con ella tengo en común este amor, desgarrado o no, como otros, juntos, tienen hijos enfermos y que pueden morir…» Aquello no era, por cierto, la felicidad; era algo primitivo que concordaba con las tinieblas y hacía subir hasta él un calor que acababa en una opresión inmóvil, como de una mejilla contra otra mejilla -la única cosa en él que era fuerte como la muerte.
Sobre los tejados, ya había sombras en su puesto.
4 de la mañana
El viejo Gisors arrugó el trozo de papel mal cortado en que Chen había escrito su nombre con lápiz, y se lo guardó en el bolsillo. Estaba impaciente por volver a ver a su antiguo alumno. Su mirada se dirigió de nuevo a su interlocutor presente, un chino muy viejo, con la cabeza de mandarín de la Compañía de las Indias, vestido con túnica; se dirigía hacia la puerta, con menudos pasos y con el índice levantado, y hablaba inglés: «Es bueno que existan la sumisión absoluta de la mujer, el concubinato y la institución de las cortesanas. Continuaré la publicación de mis artículos. Porque nuestros antepasados pensaron así, es por lo que existen esas bellas pinturas -mostraba con la mirada el fénix azul, sin mover el rostro, como si le hubiese guiñado el ojo-, de las que usted está orgulloso, y yo también. La mujer está sometida al hombre, como el hombre está sometido al Estado; y servir al hombre es menos duro que servir al Estado. ¿Vivimos para nosotros? No somos nada. Vivimos para el Estado, en el presente; para el orden de los muertos, a través de la duración de los siglos…»
¿Se iría por fin? Aquel hombre, aferrado a su pasado, aun hoy (las sirenas de los navíos de guerra no bastaban para llenar la noche…), frente a la China roída por la sangre como sus bronces de los sacrificios, adquiría la poesía de algunos locos. ¡El orden! Multitudes de esqueletos con túnicas bordadas, perdidos hacia el fondo del tiempo en asambleas inmóviles: enfrente, Chen, los doscientos mil obreros de las hilanderías, la multitud aplastante de los coolies. ¿La sumisión de las mujeres? Todas las noches, May refería los suicidios de las novias… El viejo salió, con el índice levantado; «¡El orden, señor Gisors!…» Después, un postrer saludo, brincándole la cabeza y los hombros.
En cuanto oyó que se había vuelto a cerrar la puerta, Gisors llamó a Chen y volvió con él al salón de los fénix.