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Chen comenzó a pasear. Cada vez que pasaba por delante de él, que era con frecuencia, Gisors, sentado en uno de los divanes, recordaba a un gavilán de bronce egipcio cuya fotografía había conservado Kyo por simpatía hacia Chen, «a causa de su parecido». Era verdad, a pesar de que los gruesos labios aparentaban expresar bondad. «En definitiva, un gavilán convertido por Francisco de Asís», pensó.

Chen se detuvo delante de él.

– Yo he sido quien ha matado a Tang-Yen-Ta -dijo.

Había visto en la mirada de Gisors algo casi afectuoso. Despreciaba los afectos, y los temía. Su cabeza, empotrada entre los hombros, y que la marcha inclinaba hacia adelante, con la arista corta de la nariz, acentuaba el parecido con el gavilán, a pesar de su cuerpo rechoncho; y hasta sus ojos pequeños, casi sin pestañas, hacían pensar en un pájaro.

– ¿Era de eso de lo que querías hablarme?

– Sí.

Gisors reflexionaba. Puesto que no quería responder por medio de prejuicios, no podía hacer otra cosa que aprobarlo. Le costaba, no obstante, algún trabajo hacerlo. «He envejecido», pensó.

Chen renunció a caminar.

– Estoy extraordinariamente solo -dijo, mirando por fin, de frente a Gisors.

Éste estaba turbado. Que Chen recurriese a él, no le extrañaba: había sido, durante algunos años, su maestro, en el sentido chino de la palabra -un poco menos que su padre, más que su madre; desde que ambos habían muerto, Gisors era, sin duda, el único hombre del que tenía necesidad Chen-. Lo que no comprendía era que Chen, que sin duda había vuelto a ver a los terroristas aquella noche, puesto que él acababa de ver a Kyo, pareciese tan lejos de ellos.

– ¿Y los demás? -preguntó.

Chen volvió a verlos, en la trastienda del vendedor de discos, hundiéndolos en la sombra o sacándolos de ella el balanceo de la lámpara, mientras cantaba el grillo.

– No saben.

– ¿Que has sido tú?

– Eso, lo saben: no tiene importancia.

Calló de nuevo. Gisors se guardaba de volver a preguntar.

Chen prosiguió, al fin.

– … Que es la primera vez.

Gisors experimentó, de pronto, la impresión de comprender. Chen lo notó.

– No. Usted no comprende.

Hablaba el francés con una acentuación de garganta sobre las palabras de una sola sílaba nasal, cuya mezcla con ciertos idiotismos que había aprendido de Kyo sorprendía. Su brazo derecho, instintivamente, había caído a lo largo de la cadera: sentía de nuevo el cuerpo herido que el colchón elástico rechazaba contra el cuchillo. Aquello no significaba nada. Se encontraba dispuesto a repetirlo. Pero, sin embargo, anhelaba un refugio. Aquella afección profunda, que no tenía necesidad de explicar nada, Gisors no la atribuía más que a Kyo. Chen lo sabía. ¿Cómo explicarse?

– Usted nunca ha matado a nadie, ¿verdad?

– Demasiado lo sabes.

Aquello le parecía evidente a Chen; pero, a la sazón, desconfiaba de tales evidencias. Sin embargo, le pareció, de pronto, que algo le faltaba a Gisors. Alzó los ojos. Aquél le contemplaba de arriba abajo, pareciendo más largos sus cabellos blancos a causa del movimiento de su cabeza hacia atrás, intrigado por su ausencia de ademanes. Ésta procedía de su herida, de la que Chen no le había dicho nada; no porque le doliese (un compañero enfermero se la había desinfectado y vendado), pero le molestaba. Como siempre cuando reflexionaba, Gisors daba vueltas entre sus dedos a un invisible cigarrillo.

– Quizá…

Se detuvo, con los claros ojos fijos en su máscara de templario afeitado. Chen esperaba. Gisors prosiguió, casi brutalmente:

– No creo que sea bastante el recuerdo de un crimen para que te alteres así.

«Se ve que no sabe de qué habla», intentó pensar Chen. Pero Gisors había acertado en lo justo. Chen se sentó y miró los pies.

– No -dijo-; yo no creo, tampoco, que el recuerdo baste. Hay otra cosa, esencial. Quisiera saber qué.

¿Era para saber eso, para lo que había ido?

– ¿La primera mujer con quien te acostaste fue una prostituta, como es natural? -preguntó Gisors.

– Soy chino -respondió Chen con rencor.

No -pensó Gisors-. Salvo por sexualidad, quizá, Chen no era chino. Los emigrados de todos los países, de que rebosaba Shanghai, habían enseñado a Gisors hasta qué punto el hombre se separa de su nación, de una manera nacional; pero Chen no pertenecía ya a China, ni aun por la manera como la había abandonado: una libertad total le entregaba totalmente a su idea.

– ¿Qué experimentaste después? -preguntó Gisors.

Chen crispó los dedos.

– Orgullo.

– ¿De ser un hombre?

– De no ser una mujer.

Su voz ya no expresaba rencor, sino un desprecio completo.

– Me parece que quiere usted decir -prosiguió- que he debido sentirme… separado.

Gisors se guardaba de responder.

– … Sí. Terriblemente. Y tiene usted razón para hablar de mujeres. Quizá se desprecia mucho a aquel a quien se mata. Pero menos que a los otros.

– ¿Que a los que no matan?

– Que a los que no matan: los vírgenes.

Caminaba de nuevo. Las dos últimas palabras habían caído como una carga arrojada al suelo, y el silencio se ensanchaba alrededor de ambos. Gisors comenzaba a experimentar, no sin tristeza, la separación de que Chen hablaba. Recordó, de pronto, que Chen le había dicho tener horror a la caza.

– ¿No has sentido horror ante la sangre?

– Sí; pero no solamente horror.

Pronunció aquella frase mientras se alejaba de Gisors. Se volvió, de pronto, y, contemplando el fénix, aunque tan directamente como si hubiese mirado a Gisors a los ojos, preguntó:

– ¿Entonces? Yo sé lo que se hace con las mujeres, cuando quieren continuar poseyéndonos: se vive con ellas. ¿Y la muerte, entonces?

Y más amargamente aún, pero sin cesar de contemplar al fénix:

– ¿Un concubinato?

La pendiente de la inteligencia de Gisors le inclinaba siempre a acudir en ayuda de sus interlocutores; sentía afecto hacia Chen. Pero comenzaba a ver claro: la acción en los grupos de encuentro ya no bastaba al joven; el terrorismo constituía para él una fascinación. Sin dejar de dar vueltas a su cigarrillo imaginario; con la cabeza tan inclinada hacia adelante, como si contemplase la alfombra; con la afilada nariz batida por su mechón blanco, dijo, esforzándose por dar a su voz una entonación de despego:

– Crees que ya no saldrás de eso…

Pero, ganado por los nervios, terminó tartamudeando:

– … y es contra esa… angustia, contra lo que vienes a… defenderte junto a mí.

Silencio.

– Una angustia, no -dijo, por fin, Chen entre dientes-. ¿Una fatalidad?

Nuevo silencio. Gisors comprendía que ningún gesto era posible; que no podía tomarle la mano, como hacía en otro tiempo. Se decidió, a su vez, y dijo, con desfallecimiento, como si hubiese adquirido, de pronto, el hábito de la angustia:

– Entonces, hay que pensar en ella y llevarla al extremo. Y, si quieres vivir con ella…

– Pronto me matarán.

«¿No es eso, sobre todo, lo que quiere? -se preguntó Gisors-. No aspira a ninguna gloria, a ninguna felicidad. Capaz de vencer, pero no de vivir en su victoria, ¿qué puede desear, sino la muerte? Sin duda, pretende darle el sentido que otros dan a la vida. Morir lo más alto posible. ¿Alma de ambicioso, lo bastante lúcida, lo bastante separada de los hombres o lo bastante para despreciar todos los objetos de su ambición y hasta su ambición misma?»

– Si quieres vivir con esa… fatalidad, no hay más que un recurso: transmitirla.

– ¿Quién sería digno de ella? -preguntó Chen, también entre dientes.

El aire se hacía cada vez más pesado, como si todo lo que aquellas frases evocaban de muerte violenta estuviese allí. Gisors ya no podía decir nada: cada palabra habría tenido un sonido falso, frívolo, imbécil.