– Gracias -dijo Chen.
Se inclinó ante él, con todo el busto, a la usanza china (lo que no hacía nunca), como si prefiriese no tocarle, y salió.
Gisors volvió a sentarse y comenzó de nuevo a darle vueltas a su cigarrillo. Por primera vez, se encontraba, no frente al combate, sino ante la sangre. Y, como siempre, pensaba en Kyo. Kyo habría encontrado irrespirable aquel universo en que se movía Chen… ¿Estaba muy seguro de ello? Chen también detestaba la caza; Chen también tenía horror a la sangre -antes-. En esa profundidad, ¿qué sabía él de su hijo? Cuando su amor no podía desempeñar ningún papel; cuando no podía referirse a muchos recuerdos, sabía muy bien que dejaba de conocer a Kyo. Un intenso deseo de volver a verle le invadió -el que se siente por volver a ver a los familiares muertos-. Sabía que se había ido.
¿Adónde? La presencia de Chen animaba aún la habitación. Aquél se había arrojado en el mundo del crimen, y ya no saldría de éclass="underline" con su encarnizamiento, entraba en la vida terrorista como en una cárcel. Antes de diez años, a lo sumo, sería apresado y torturado o muerto; hasta entonces, viviría como un obseso decidido, en el mundo de la decisión y de la muerte. Sus ideas le hacían vivir; ahora, iban a matarle.
Y precisamente por eso era por lo que Gisors sufría. Que Kyo impulsara a matar, estaba en su papel. Y si no, poco importaba: lo que hacía Kyo estaba bien hecho. Pero se hallaba espantado ante aquella sensación súbita, ante aquella certidumbre de la fatalidad del crimen, de una intoxicación, tan terrible, que la suya apenas lo era. Comprendía qué mal había prestado a Chen la ayuda que éste le pedía, cuan solitario es el crimen -y cuánto, con aquella angustia, Kyo se alejaba de él-. Por primera vez, la frase que había repetido con tanta frecuencia: «No existe conocimiento de los seres», se aferró en su imaginación al semblante de su hijo.
¿A Chen lo conocía? Apenas creía que los recuerdos permitiesen comprender a los hombres. Conocía la primera educación de Chen, que había sido religiosa; cuando había comenzado a interesarse por aquel adolescente huérfano -los padres habían muerto en el saqueo de Kalgan-, silenciosamente insolente. Chen procedía del colegio tísico, llegado tarde al pastorado, que se esforzaba con paciencia, a los cincuenta años, por vencer, mediante la caridad, una inquietud religiosa intensa. Obsesionado por la vergüenza del cuerpo, que atormentaba a san Agustín; del cuerpo caído en el cual hay que vivir con el Cristo -por el horror de la civilización ritual de la China que le rodeaba y le hacía más imperiosa aún la llamada de la verdadera vida religiosa-, aquel pastor había elaborado con su angustia la imagen de Lutero, del que a veces hablaba a Gisors: «No hay vida más que en Dios; porque el hombre, a causa del pecado, ha caído hasta tal punto; se ha manchado tan irremediablemente, que llegar hasta Dios es una especie de sacrilegio. De aquí el Cristo; de aquí su crucifixión eterna.» Quedaba la Gracia, es decir, el amor ilimitado o el terror, según la fuerza o la debilidad de la esperanza; y este terror era un nuevo pecado. Quedaba también la caridad; pero la caridad no siempre basta para agotar la angustia.
El pastor había tomado cariño a Chen. No sospechaba que el tío de éste, que se había encargado de él, sólo lo había enviado con los misioneros para que aprendiese el inglés y el francés, y le había puesto en guardia contra su enseñanza, contra la idea del infierno, sobre todo, de que desconfiaba aquel confucionista. El niño, que reconocía a Cristo, y no a Satanás ni a Dios -la experiencia del pastor le había enseñado que los hombres no se convierten nunca más que a los mediadores-, se abandonaba al amor con el rigor que ponía en todo. Pero experimentaba bastante respeto hacia el maestro -la única cosa que China le había inculcado con fuerza-, para que a pesar del amor aprendido volviese a encontrar la angustia del pastor, y le pareciese un infierno más terrible y más convincente que aquel contra el cual se había intentado prevenirle.
Llegó el tío. Espantado ante la clase de sobrino que encontraba, manifestó una delicada satisfacción y envió unos arbolillos de jade y de cristal al director, al pastor y a algunos otros. Al cabo de ocho días, llamaba a Chen a su casa, y a la semana siguiente lo enviaba a la Universidad de Pekín.
Gisors, dando vueltas, como siempre, a su cigarrillo entre las rodillas, con la boca entreabierta y absorto ante lo que reflexionaba, se esforzaba por recordar al adolescente de entonces. Pero, ¿cómo separarlo, cómo aislarlo de aquel en el cual se había convertido? «Pienso en su espíritu religioso, porque Kyo jamás lo tuvo, y porque, en este momento, toda diferencia profunda entre ambos me libera… ¿Por qué tendré la impresión de conocerle mejor que a mi hijo?» Era que veía mucho mejor en qué lo había modificado; esta modificación capital, obra suya, era precisa, limitable, y no conocía nada, en los demás seres, mejor que lo que él le había suministrado. Desde que había observado a Chen, había comprendido que aquel adolescente no podría vivir de una ideología que no se transformase inmediatamente en actos. Privado de caridad, no podría ser conducido, por la vida religiosa, más que a la contemplación o a la vida interior; pero odiaba la contemplación, y no había soñado más que con un apostolado al que le impulsaba precisamente su ausencia de caridad. Para vivir, era preciso, pues, en primer término, que se sustrajese a su cristianismo. (Por semiconfidencias, parecía que el trato con las prostitutas y los estudiantes había hecho desaparecer el único pecado, siempre más fuerte que la voluntad de Chen: la masturbación; y, con él, un sentimiento ininterrumpido de angustia y de caída.) En cuanto al cristianismo, su nuevo maestro había opuesto, no argumentos, sino otras formas de grandeza; la fe se le había desvanecido entre los dedos a Chen, poco a poco, sin crisis, como si fuese arena. Apartado por ella de la China; acostumbrado por ella a separarse del mundo, en lugar de someterse a él, había comprendido, a través de Gisors, que todo había pasado como si aquel período de su vida no hubiese sido más que una iniciación en el sentido heroico: ¿qué hacer de un alma, no existiendo ni Dios ni Cristo?
Aquí Gisors volvía a encontrar a su hijo, indiferente al cristianismo, pero a quien la educación japonesa (Kyo había vivido en el Japón desde los ocho hasta los diecisiete años) había impuesto también la convicción de que las ideas no debían ser pensadas, sino vividas. Kyo había elegido la acción de una manera grave y premeditada, como otros eligen las armas o el mar: había abandonado a su padre, y vivido en Cantón y en Tientsin la vida de las maniobras y de la excitación de los coolies para organizar los sindicatos. Chen -habiendo sido apresado su tío en rehenes, y no habiendo podido pagar su rescate, por lo que fue ejecutado en la toma de Swteu- se había encontrado sin dinero y provisto de unos diplomas sin valor, ante sus veinticuatro años y en la China, chófer de camión, mientras las pistas del Norte habían sido peligrosas; luego, ayudante de químico; luego, nada. Todo le precipitaba hacia la acción política: la esperanza de un mundo diferente; la posibilidad de comer, aunque fuera miserablemente (era naturalmente austero, quizá por orgullo); la satisfacción de sus odios, de sus ideas y de su carácter. Daba un sentido a su soledad. En cambio, en Kyo todo era más simple. El sentido heroico le había dado como una disciplina, no como una justificación de la vida. No era inquieto. Su vida tenía un sentido, y él lo conocía: poner a cada uno de aquellos hombres, a quienes el hambre, en aquel mismo momento, hacía morir como una peste lenta, en posesión de su propia dignidad. Él era uno de ellos: tenían los mismos enemigos. Mestizo, fuera de casta, desdeñado por los blancos, y más aún por las blancas, Kyo no había intentado seducirlas: había buscado a los suyos, y los había encontrado. «No hay dignidad posible ni vida real para un hombre que trabaja doce horas al día, sin saber para qué trabaja.» Era preciso que aquel trabajo adquiriese un sentido, se convirtiese en una patria. Las cuestiones individuales no existían para Kyo más que en su vida privada.