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Todo esto Gisors lo sabía. «Y, sin embargo, si Kyo entrase y me dijese, como Chen hace poco: “yo he sido quien ha matado a Tang-Yen-Ta”; si lo dijese, yo pensaría que “ya lo sabía”. Todo cuanto hay de posible en él resuena en mí con tanta fuerza, que cualquier cosa que me dijese, yo pensaría que “ya lo sabía… ”» Contempló por la ventana la noche inmóvil e indiferente. «Pero, si verdaderamente lo supiera, y no de esta manera incierta y pavorosa, lo salvaría…» Dolorosa afirmación, en la que él no creía, en absoluto. ¿Qué confianza tenía en su pensamiento?

Desde la partida de Kyo, no había servido más que para justificar la acción de su hijo, aquella acción entonces íntima, que comenzaba en cualquier parte (con frecuencia, durante tres meses, no sabía siquiera dónde), en la China central o en las provincias del Sur. Si los estudiantes, inquietos, comprendían que aquella inteligencia acudía en su ayuda con tanto calor y con tanta penetración, no era, como creían entonces los idiotas de Pekín, porque se distrajese en jugar con la procuración de las vidas, de las que le separaba su edad; era porque, en todos aquellos dramas semejantes, encontraba el de su hijo. Cuando enseñaba a sus estudiantes, casi todos modestos burgueses, que estaban obligados a unirse a los jefes militares o al proletariado; cuando decía a aquellos a quienes había elegido: «El marxismo no es una doctrina; es una voluntad; es, para el proletariado y los suyos, vosotros, la voluntad de conocerse, de sentirse como tales, de vencer como tales; no debéis ser marxistas para tener razón, sino para vencer sin traicionaros», hablaba para Kyo, lo defendía. Y, si sabía que no era el alma rigurosa de Kyo la que le respondía, cuando al final del curso encontraba, según la costumbre china, su habitación abarrotada de flores blancas por los estudiantes, al menos sabía que aquellas manos que se preparaban para matar, al llevarle unas camelias, estrecharían mañana las de su hijo, que tendría necesidad de ellas. Porque la fuerza del carácter le atraía hasta aquel punto, se había interesado por Chen. Pero, cuando se amistó con él, ¿previo aquella noche lluviosa en la que el joven, hablando de la sangre apenas coagulada, iría a decirle: «No tengo solamente horror…»?

Se levantó, abrió el cajón de la mesa baja donde guardaba su platillo de opio, encima de una colección de pequeños cactos. Debajo del platillo, una foto: Kyo. La sacó, la contempló, sin pensar en nada preciso, sumido ásperamente en la certidumbre de que, allí, donde estaba, nadie conocía ya a nadie, y de que la presencia del mismo Kyo, que tanto había anhelado hacía poco, no habría cambiado nada; sólo habría tornado más desesperada su separación, como la de los amigos a quienes se abraza en sueños y que murieron hace años. Contemplaba la foto entre sus dedos: estaba tibia, como una mano. La dejó caer de nuevo dentro del cajón, sacó el platillo, apagó la luz eléctrica y encendió la lámpara.

Dos pipas. En otro tiempo, cuando su avidez comenzaba a saciarse, miraba a los seres con benevolencia y consideraba al mundo como una infinidad de posibilidades. Ahora, en lo más profundo de sí mismo, las posibilidades no encontraban cabida: tenía sesenta años, y sus recuerdos estaban llenos de tumbas. Su sentido tan puro del arte chino, de aquellas pinturas azuladas que apenas iluminaba la lámpara, de toda la civilización de sugestión de que la China le rodeaba y que, treinta años antes, había sabido tan finamente aprovechar son sens du bonheur, no era más que una delgada cubierta bajo la cual despertaban, como perros ansiosos que se agitaran al final del sueño, la angustia y la obsesión de la muerte.

Su pensamiento vagaba, sin embargo, en torno al mundo y en torno a los hombres con una áspera pasión y que la edad no había extinguido. Que en todo ser, y en él, desde luego, había un paranoico, hacía mucho tiempo que estaba seguro de ello. Había creído, en otro tiempo -tiempo pasado… -, que se soñaba héroe. No. Aquella fuerza, aquella furiosa imaginación subterránea que llevaba en sí mismo (me volvería loco -había pensado- y sólo ella quedaría de mí…) se hallaba dispuesta a adoptar todas las formas, como también la luz. Como Kyo, y casi por las mismas razones, pensó en los discos de que éste le había hablado, y casi de la misma manera, porque las modalidades del pensamiento de Kyo habían nacido de las suyas. Del mismo modo que Kyo no había reconocido su propia voz porque la había oído con la garganta, así la conciencia que él, Gisors, tenía de sí mismo, era, sin duda, irreducible a la que él pudiera adquirir de otro ser, porque no era adquirida por los mismos medios. No debía nada a los sentidos. Se sentía penetrar, con su conciencia intrusa, en un dominio que le pertenecía más que cualquier otro y poseer con angustia una soledad vedada, donde nadie vendría nunca a unírsele. Durante un segundo, experimentó la sensación de que era aquello lo que debía escapar a la muerte… Sus manos, que preparaban una nueva bolita, temblaban ligeramente. Aquella soledad total y aun el amor que tenía a Kyo, no le libraban. Pero si no sabía refugiarse en otro ser, sabía liberarse: tenía opio.

Cinco bolitas. Desde hacia algunos años, se limitaba a ellas, no sin pena; no sin dolor, a veces. Raspó la cabeza de su pipa; la sombra de su mano pasó de la pared al techo. Apartó la lámpara algunos centímetros; los contornos de la sombra se perdieron. Los objetos también se perdían: sin cambiar de forma, dejaban de ser claros para él, le unían al fondo de un mundo familiar en que una benevolente indiferencia confundía todas las cosas -un mundo más verdadero que el otro, por ser más constante, más semejante a sí mismo; seguro como una amistad, siempre indulgente y siempre recuperado: formas, recuerdos, ideas-. Todo se sumergía con lentitud hacia un universo liberado. Se acordó de una tarde de septiembre en que el gris perfecto del cielo tornaba lechosa el agua de un lago, en los claros de vastos campos de nenúfares; desde los cuernos carcomidos de un pabellón abandonado hasta el horizonte magnífico y sombrío, no le llegaba ya más que un mundo penetrado de una melancolía solemne. Sin agitar su campanilla, un bonzo se había acodado en la rampa del pabellón, abandonando su santuario al polvo, al perfume de las maderas olorosas que ardían; los campesinos pasaban en barcas recogiendo los granos de nenúfar sin producir el menor ruido; cerca de las últimas flores, nacieron del timón dos prolongados pliegues, y fueron a perderse en el agua gris, con una extrema indolencia. Se perdían ahora en él mismo, recogiendo en su abanico todo el agobio del mundo, pero un agobio sin amargura, llevado por el opio a una pureza suprema. Con los ojos cerrados, transportados por las grandes alas inmóviles, Gisors contemplaba su soledad: una desolación que se unía a lo divino, al mismo tiempo que se ensanchaba hasta lo infinito aquella estela de serenidad que recubría suavemente las profundidades de la muerte.

4 y media de la mañana

Vestidos ya como soldados del gobierno, con los capotes sobre las espaldas, los hombres descendían, uno a uno, al vapor, balanceados por los remolinos del río.

– Dos de los marinos son del partido. Habrá que interrogarlos: deben de saber dónde están las armas -dijo Kyo a Katow.

Con excepción de las botas, el uniforme modificaba poco el aspecto de Katow. Su blusa militar aparecía tan mal abrochada como la otra; pero la gorra, que era nueva y a la cual no estaba acostumbrado, dignamente colocada sobre el cráneo, le daba un aspecto idiota. «¡Sorprendente conjunto, el de una gorra de oficial chino y una nariz semejante!», pensó Kyo. Era de noche…

– Ponte el capuchón del capote -dijo, no obstante.

El vapor se separó del muelle, tomó finalmente impulso en la noche. Bien pronto desapareció, detrás de un junco. De los cruceros, los haces de proyectores dirigidos en bandada desde el cielo sobre el puerto confuso, se entrecruzaban como sables.