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Mientras avanzaban, Katow no apartaba la vista del Shang-Tung, que parecía aproximarse poco a poco. Al mismo tiempo que le invadía el olor del agua corrompida, del pescado y del humo del puerto (estaba casi a ras del agua) que sustituía poco a poco el del carbón del desembarcadero, el recuerdo que acudía a él al aproximarse cada combate tomaba posesión una vez más de su espíritu. Sobre el frente de Lituania, su batallón había sido apresado por los blancos. Los hombres desarmados estaban alineados en la inmensa llanura de nieve, apenas visible al ras del alba verdosa. «¡Que los comunistas salgan de las filas!» La muerte; lo sabían. Los dos tercios del batallón habían avanzado. «Quitaos las túnicas.» «Cavad la fosa.» La habían cavado. Con lentitud, porque estaba helado el suelo. Los guardias blancos, con un revólver en cada mano (las palas podían convertirse en armas), inquietos e impacientes, esperaban, a derecha e izquierda -el centro vacío a causa de que las ametralladoras estaban dirigidas hacia los prisioneros-. El silencio no tenía límites; tan vasto como aquella nieve, que se perdía de vista. Sólo los trozos de tierra helada caían produciendo un ruido seco, cada vez más precipitado: a pesar de la muerte, los hombres se daban prisa para entrar en calor. Varios habían comenzado a estornudar. «Bueno. ¡Alto!» Se habían vuelto. Detrás de ellos, más allá de sus camaradas, mujeres, niños, viejos de la aldea estaban amontonados, a medio vestir, envueltos en unas mantas, movilizados para que presenciaran aquel ejemplo, agitando las cabezas como si se sintiesen obligados a no mirar, pero fascinados por la angustia. «¡Quitaos los pantalones!» Porque eran escasos los uniformes. Los condenados vacilaban, a causa de las mujeres. «¡Quitaos los pantalones!» Las heridas habían aparecido, una a una, vendadas con harapos: las ametralladoras habían disparado muy hacia abajo, y casi todos estaban heridos en las piernas. Muchos doblaban los pantalones, aunque habían arrojado el capote. Se habían alineado de nuevo, al borde de la fosa esta vez, frente a las ametralladoras, destacados sobre la nieve: carne y camisas. Invadidos por el frío, estornudaban sin cesar, unos después de otros, y aquellos estornudos eran tan intensamente humanos, en aquel amanecer de ejecución, que los ametralladores, en lugar de disparar, habían esperado -esperado a que la vida fuese menos indiscreta-. Por fin, se habían decidido. Al día siguiente por la tarde, los rojos recuperaban la aldea: diecisiete, mal ametrallados, entre ellos Katow, fueron salvados. Aquellas sombras, claras sobre la nieve verdosa del alba, transparentes, sacudidas por los estornudos convulsos frente a las ametralladoras, estaban allí, en la lluvia y en la noche china, frente a la sombra del Shang-Tung.

El vapor continuaba avanzando: el vaivén era lo bastante fuerte para que la silueta, baja y turbia, del barco pareciese balancearse lentamente sobre el río; apenas iluminada, sólo se distinguía como una masa más sombría sobre el cielo cubierto. Sin duda alguna, el Shang-Tung estaba guardado. El proyector de un crucero alcanzó al vapor, lo observó por un instante y lo abandonó. Había descrito una curva profunda y se dirigía hacia el barco por la popa, derivando ligeramente hacia la derecha, como si fuese hacia el barco vecino. Todos los hombres llevaban el capote de los marinos, con el capuchón bajado sobre el uniforme. Por orden de la dirección del puerto, las escalas de saltillo de todos los barcos estaban echadas; Katow contempló la del Shang-Tung, a través de sus gemelos, ocultos bajo su capote: se detenía a un metro del agua, apenas iluminada por tres luces. Si el capitán pedía el dinero, que ellos no tenían, antes de autorizarlos para subir a bordo, los hombres deberían saltar uno a uno del vapor; sería difícil detenerlos bajo la escala de saltillo. Todo dependería, pues, de aquella pequeña pasarela oblicua. Si desde el barco intentaban recogerla, podría disparar sobre los que manejaban el cordaje: bajo las poleas nada los protegía. Pero el barco se pondría en estado de defensa.

El vapor viró 90 grados, llegó sobre el Shang-Tung. La corriente, poderosa a aquella hora, le cogía de través; el vapor, muy alto (estaba al pie de él), parecía partir a toda velocidad en la noche, como un buque fantasma. El maquinista impulsó al motor toda su fuerza: el Shang-Tung pareció aminorar la marcha, inmovilizarse, retroceder. Se acercaron a la escala de saltillo. Katow la agarró al pasar; de un salto, se encontró sobre la escalera.

– ¿El documento? -preguntó el hombre del saltillo.

Katow se lo entregó. El hombre lo transmitió y permaneció en su puesto, con el revólver empuñado. Era preciso, pues, que el capitán reconociese su propio documento; era probable que lo hubiese hecho, cuando Clappique se lo había comunicado. Sin embargo… Bajo el saltillo, el vapor, sombrío, subía y bajaba con el movimiento del río.

Volvió el mensajero. «Puede usted subir.» Katow no se movió; uno de sus hombres, que llevaba galones de teniente (el único que hablaba inglés), abandonó el vapor subió y siguió al marinero mensajero, que le condujo adonde estaba el capitán.

Éste, un noruego rapado, de mejillas barrosas, le esperaba en su camarote, detrás de su pupitre. El mensajero salió.

– Venimos a recoger las armas -dijo el teniente en inglés.

El capitán le miró sin responder, estupefacto. Los generales habían pagado siempre las armas; la venta de éstas había sido negociada clandestinamente, hasta el envío del intermediario Tang-Yen-Ta por el agregado de su consulado, contra una justa retribución. Si no cumplían ya sus compromisos respecto de los importadores clandestinos, ¿quiénes los iban a abastecer? Pero, puesto que no había negocio más que en el gobierno de Shanghai, podía tratarse de salvar las armas.

– Well! Aquí está la llave.

Se registró el bolsillo interior de la americana, tranquilamente, sacó, de pronto, su revólver y lo asestó a la altura del pecho del teniente, del que no le separaba más que la mesa. En el mismo instante, oyó detrás de éclass="underline" «¡Arriba las manos!» Katow, por la ventana abierta que daba al callejón de combate, le apuntaba. El capitán ya no comprendía nada, porque aquél era un blanco: pero, por lo pronto, no había que insistir. Las cajas de armas no valían lo que su vida. «Un viaje que habrá de pasar a pérdidas y ganancias.» Vería lo que podía intentar con su equipo. Dejó su revólver, que recogió el teniente.

Katow entró y lo registró: no tenía otra arma.

– No valía la pena, absolutamente, tener tantos revólveres a bordo para no llevar más que uno solo consigo -dijo, en inglés. Seis hombres de los suyos entraban detrás de él, uno a uno, en silencio. El andar pesado, el aspecto recio, la nariz al aire de Katow y sus cabellos, de un rubio claro, eran los de un ruso. ¿Escocés? Pero aquel acento…

– Usted no es del gobierno, ¿verdad?

– No te ocupes de eso.

Llevaban al segundo, debidamente atado por la cabeza y por los pies, sorprendido durante su sueño. Los hombres ataron fuertemente al capitán. Dos de ellos se quedaron para vigilarle. Los otros descendieron con Katow. Los hombres del equipo que eran del partido les enseñaron dónde estaban escondidas las armas; la única precaución de los importadores de Macao había consistido en escribir sobre las cajas: «Piezas sueltas.» Empezaron a trasladarlas. Con la escala de saltillo echada, se hizo con facilidad, pues las cajas eran pequeñas. Cuando estuvo la última caja en el vapor, Katow fue a destruir el puesto de T.S.H.; luego pasó adonde estaba el capitán.

– Si tiene usted demasiada prisa por bajar a tierra, le prevengo que lo bajaremos del todo al volver la primera esquina de una calle. ¡Buenas noches!