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Sacudida por su angustia, la noche bullía como una enorme humareda negra, llena de chispas; al ritmo de su respiración, cada vez menos anhelante, se inmovilizó, y, en el desgarrón de las nubes, aparecieron las estrellas, con su movimiento eterno, que le invadió, con el aire más fresco de fuera. Una sirena se elevó y luego se perdió en aquella serenidad punzante.

Abajo, muy abajo, las luces de medianoche, reflejadas a través de una bruma amarilla por el macadam mojado, por las pálidas rayas de los rieles, palpitaban con la vida de los hombres que no matan. Eran millones de vidas, y todas ahora rechazaban a la suya; pero, ¿qué significaba su condenación miserable, al lado de la muerte que se retiraba de él, que parecía deslizarse fuera de su cuerpo a grandes oleadas, como la sangre del otro? Toda aquella sombra, inmóvil o centelleante, era la vida, como el río, como el mar, invisible a lo lejos -el mar… -. Respirando, por fin, hasta lo más profundo de su pecho, le pareció unirse a aquella vida con un agradecimiento sin límite, al borde del llanto, tan trastornado como antes. «Hay que escapar…» Permaneció contemplando el movimiento de los autos y de los transeúntes, que corrían bajo sus pies por la calle iluminada, como un ciego curado mira, como un hambriento come. Ávidamente, insaciable de vida, hubiese querido tocar aquellos cuerpos. Una sirena llenó todo el horizonte, más allá del río: el relevo de los obreros de noche, en el arsenal. ¡Que los imbéciles obreros fuesen a fabricar las armas destinadas a matar a quienes combatían por ellos! ¿Aquella ciudad iluminada continuaría poseída como un campo por su dictador militar, vendida hasta la muerte, como un rebaño, a los jefes de guerra y a los comercios de Occidente? Su gesto criminal tenía el mismo valor que un prolongado trabajo de los arsenales de China: la insurrección inminente que pretendía entregar Shanghai a las tropas revolucionarias no poseía doscientos fusiles. Si poseyese las pistolas -unas trescientas- cuya venta con el gobierno acababa de negociar aquel intermediario -el muerto-, los rebeldes, cuyo primer acto debía consistir en desarmar a la policía para armar sus tropas, duplicarían sus posibilidades. Pero, desde hacía diez minutos, Chen no había pensado en ello ni siquiera una sola vez.

Y todavía no había cogido el papel por el cual había matado a aquel hombre. Entró de nuevo, como si hubiera entrado en la cárcel. Las ropas estaban colgadas al pie de la cama, bajo el mosquitero. Buscó en los bolsillos: pañuelos, cigarrillos… No tenía cartera. La habitación seguía siendo la misma: mosquitero, paredes blancas, nítido rectángulo de luz… El crimen, pues, no había cambiado nada… Metió la mano debajo de la almohada, cerrando los ojos. Tocó la cartera, muy pequeña, como un portamonedas. Por vergüenza o angustia, porque el ligero peso de la cabeza atravesada en la almohada se hacía más inquietante cada vez, volvió a abrir los ojos: no había sangre en la almohada, y el hombre no parecía muerto. ¿Debería, pues, matarle de nuevo? Pero ya su mirada, que volvía a encontrar los ojos en blanco y la sangre sobre las sábanas, lo liberaba. Para registrar la cartera, retrocedió hacia la luz: era ésta la de un restaurante, lleno de jugadores. Encontró el documento, se guardó la cartera, atravesó la habitación casi corriendo, cerró con doble vuelta de llave y se guardó ésta en el bolsillo. En el extremo del corredor del hotel -se esforzaba por caminar despacio-, no estaba el ascensor. ¿Llamaría?… Descendió. En el piso inferior, el del dancing, el bar y los billares, unas diez personas esperaban el ascensor, que ya llegaba. Las siguió. «La dancing-girl roja está estupenda, maravillosa», le dijo, en inglés, su vecino, birmano o siamés, un poco borracho. Le dieron ganas, a la vez, de abofetearle para hacerle callar, y de abrazarlo, porque estaba vivo. Rezongó, en lugar de responder. El otro le golpeó en el hombro, con aire de cómplice. «Cree que yo estoy borracho también…» Pero el interlocutor abría de nuevo la boca. «Ignoro las lenguas extranjeras», dijo Chen, en pequinés. El otro se calló, miró, intrigado, a aquel hombre joven, sin cuello, aunque con una tricota de magnífica lana. Chen estaba frente a la luna interior del ascensor. El crimen no dejaba ninguna huella en su rostro… Sus facciones, más mongólicas que chinas -pómulos salientes y nariz muy aplastada, aunque con la arista ligeramente marcada, como un pico-, no habían cambiado: no expresaban más que fatiga. Hasta en sus sólidos hombros y en sus gruesos labios, de buen muchacho, parecía no pesar nada extraño. Sólo el brazo, pegajoso cuando lo doblaba, caliente… El ascensor se detuvo. Salió con el grupo.

Una de la mañana

Compró una botella de agua mineral y llamó a un taxi -un coche cerrado- donde se lavó el brazo y se lo vendó con un pañuelo. Los rieles desiertos y los charcos de los aguaceros de la tarde relucían débilmente. El cielo luminoso se reflejaba en ellos. Sin saber por qué, Chen lo contempló. ¡Cuánto más cerca de él había estado antes, cuando había descubierto las estrellas! Se alejaba de él, a medida que su angustia se debilitaba y volvía a encontrar a los hombres… En el extremo de la calle, las autoametralladoras, tan grises como los charcos, y los trazos claros de las bayonetas, llevadas por sombras silenciosas; el puesto, el final de la concesión francesa. El taxi no podía ir más lejos. Chen mostró su pasaporte falso, de electricista empleado en la concesión. El funcionario examinó el papel con indiferencia («Decididamente lo que acabo de hacer no se nota») y lo dejó pasar. Delante de él, perpendicular, la avenida de las Dos Repúblicas, frontera de la ciudad china.

Abandono y silencio. Cargadas con todos los ruidos de la mayor ciudad de China, las ondas zumbadoras se perdían allí, como en el fondo de un pozo los sonidos procedentes de las profundidades de la tierra: todos los de la guerra, y las últimas sacudidas nerviosas de una multitud que no quiere dormir. Pero era lejos donde vivían los hombres; allí, nada quedaba del mundo, como no fuese una noche, en la cual Chen se ponía de acuerdo con su instinto, como adquiriendo una amistad súbita: aquel mundo nocturno, inquieto, no se oponía a su crimen. Mundo en que los hombres habían desaparecido; mundo eterno. ¿Volvería el día, acaso, sobre aquellas tejas podridas, sobre todas aquellas callejuelas, en el fondo de las cuales una linterna iluminaba un muro sin ventanas o un nido de hilos telegráficos? Existía un mundo del crimen, y él se hallaba en ese mundo, como en el calor. Ninguna vida; ninguna presencia; ningún ruido próximo. Ni siquiera los gritos de los modernos comerciantes; ni siquiera los ladridos de los perros abandonados…

Por fin, una tienda mugrienta: Lu-Yu-Shuen y Hemmelrich, Fonos. Había que volver entre los hombres… Esperó algunos minutos, sin entregarse por completo, y por fin golpeó un postigo. La puerta se abrió casi inmediatamente: era una tienda llena de discos alineados con cuidado, con un vago aspecto de biblioteca pobre; luego, la trastienda, grande, desnuda, y cuatro camaradas en mangas de camisa.

Al cerrarse de nuevo, la puerta hizo que oscilase la lámpara. Los semblantes desaparecieron y volvieron a aparecer. A la izquierda, muy orondo, Lu-Yu-Shuen y la cabeza de boxeador inutilizado de Hemmelrich, rapado, con la nariz rota y los hombros hundidos. Detrás, en la sombra, Katow. A la derecha Kyo Gisors; al pasar por encima de su cabeza, la lámpara marcó exageradamente las comisuras caídas de su boca de estampa japonesa; al alejarse, apartó la sombra, y aquel rostro mestizo casi pareció europeo. Las oscilaciones de la lámpara se fueron haciendo cada vez más cortas. Los dos semblantes de Kyo fueron apareciendo alternativamente, cada vez menos diferentes el uno del otro.