Silencio, de nuevo. Prolongado silencio.
Ferral reflexionaba acerca de las razones por las cuales el ministro no intervenía. Todos, y él mismo, hablaban en lenguaje convencional y adornado, como los lenguajes rituales de Asia: por otra parte, no había motivo para que todo aquello no fuese pasablemente chino. Que las garantías del Consorcio fuesen insuficientes, era muy evidente; si no, ¿se habría encontrado él allí? Desde la guerra, las pérdidas experimentadas por el ahorro francés («como dicen los periódicos chantajistas» -pensaba-: la indignación le proporcionaba inspiración), que había suscrito las acciones u obligaciones de los negocios comerciales recomendados por los establecimientos y por los grandes bancos de negocios, ascendían a unos 40 000 millones -sensiblemente más que el tratado de Francfort-. Un mal negocio pagaba una comisión mayor que otro bueno, y eso era todo. Pero todavía era preciso que este mal negocio fuese presentado a los establecimientos por uno de los suyos. No pagarían, salvo en el caso en que el ministro interviniera formalmente, porque Ferral no era de los suyos. No estaba casado: historias de mujeres conocidas. Sospechoso de fumar opio. Había desdeñado la Legión de Honor. Demasiado orgulloso para ser, ya un conformista, ya un hipócrita. Acaso el gran individualismo no pudiese desenvolverse plenamente sino en un pudridero de hipocresía: Borgia no fue papa por casualidad… No era a fines del siglo xviii, entre los revolucionarios franceses, ebrios de virtud, cuando se paseaban los grandes individualistas, sino en el Renacimiento, en una estructura social que correspondía evidentemente al cristianismo…
– Señor ministro -dijo el delegado de más edad, comiéndose, a la vez, algunas sílabas y su recortado bigote, blanco como sus cabellos ondulados-, que estamos dispuestos a acudir en ayuda del Estado, por supuesto. De acuerdo. Usted lo sabe.
Se quitó los lentes, y los movimientos de sus manos, de dedos ligeramente separados, se convirtieron en tanteo de ciego.
– Pero, en definitiva, no obstante, habría que saber en qué medida. No digo que cada uno de nosotros no pueda intervenir con cinco millones. Bueno.
El ministro se encogió levemente de hombros.
– Pero no es de eso de lo que se trata, puesto que el Consorcio debe reembolsar, como mínimo, 250 millones de depósitos. ¿Entonces, qué? Si el Estado piensa que un crac de esa importancia es enojoso, puede encontrar él mismo los fondos; para salvar a los depositarios franceses y a los depositarios annamitas, el Banco de Francia y el Gobierno general de la Indochina están más indicados, sin embargo, que nosotros, que tenemos también nuestros depositarios y nuestros accionistas. Cada uno de nosotros está aquí en nombre de su Establecimiento…
(«Bien entendido -pensaba Ferral- que si el ministro diese claramente a entender que exige que el Consorcio sea puesto a flote, ya no habría ni depositarios ni accionistas.»)
– … ¿Quién de nosotros puede afirmar que sus accionistas aprobarían un empréstito que sólo está destinado a mantener un establecimiento vacilante? Lo que piensan esos accionistas, señor ministro (y no ellos, solamente) lo sabemos muy bien: que el mercado debe ser saneado; que los negocios que no son viables deben cesar; que mantenerlos artificialmente es el peor servicio que se puede hacer a todos. ¿En qué se convierte la eficacia de la competencia, que es la vida del comercio francés, si los negocios condenados son automáticamente mantenidos?
(«Amigo mío -pensó Ferral-, tu Establecimiento exigió del Estado, el mes pasado, una rebaja de tarifas aduaneras del 32 %, para facilitar, sin duda, la libre competencia.»)
– … ¿Entonces? Nuestro oficio consiste en prestar dinero con garantías, como se ha dicho muy certeramente. Las garantías que nos propone el señor Ferral… Ya ha oído usted al mismo señor Ferral. ¿El Estado quiere sustituir aquí al señor Ferral y damos garantías, a cambio de las cuales concederemos al Consorcio los fondos que le sean necesarios? En una palabra: ¿el Estado hace, sin compensación, un llamamiento a nuestra abnegación, o nos pide (él y no el señor Ferral) que facilitemos una operación de tesorería, aunque sea a largo plazo? En el primer caso, ¿verdad?, nuestra abnegación la tiene concedida, aunque, en definitiva, hay que tener en cuenta a nuestros accionistas. En el segundo caso, ¿qué garantías nos ofrece?
«Lenguaje cifrado completo -pensaba Ferral-. Si sólo estuviésemos dispuestos a representar una comedia, el ministro respondería: Saboreo lo cómico de la palabra abnegación. Lo esencial de vuestros sacrificios procede de vuestras relaciones con el Estado. Vivís de comisiones, función de la importancia de vuestro Establecimiento, y no de un trabajo ni de una eficacia. El Estado os ha dado este año cien millones, bajo una forma o bajo otra; os retira veinte, bendecid su nombre y romped con él. Pero ello no encierra ningún peligro.» El ministro sacó del cajón de su mesa una caja de caramelos y los fue ofreciendo a todos. Cada uno tomó uno, salvo Ferral. Ahora sabía lo que querían los delegados de los Establecimientos: pagar, puesto que era imposible abandonar aquel despacho sin conceder algo al ministro; pero pagar lo menos posible. En cuanto a éste… Ferral esperaba, seguro de que se hallaba propicio a pensar: «¿Qué hubiera aparentado hacer Choiseul, en mi puesto?» Aparentado: el ministro no pedía a los grandes del reino lecciones de voluntad, sino de aplomo o de ironía.
– El señor director adjunto del Movimiento General de Fondos -dijo, golpeando la mesa ligeramente con el lápiz- les dirá a- ustedes cómo no puedo concederles esas garantías sin un voto del Parlamento. Les he reunido a ustedes, señores, porque la cuestión que debatimos interesa al prestigio de Francia; ¿creen ustedes que sea una manera de defenderla llevar esta cuestión ante la opinión pública?
– Sin duda, sin duda; pero, permita usted, señor ministro…
Silencio; los representantes, masticando sus caramelos, rehuían, en actitud meditativa, el acento auvernés de que se sentían amenazados, de pronto, si abrían la boca. El ministro les contemplaba sin sonreír, a uno después de otro, y Ferral, que le veía de perfil, por el lado de su ojo de vidrio, le veía como un gran guacamayo blanco, inmóvil y amargado, entre unos pájaros.
– Veo, pues, señores -continuó el ministro-, que estamos de acuerdo en ese punto. De cualquier manera que afrontemos el problema, es necesario que sean reembolsados los depósitos. El Gobierno General de la Indochina participaría en la restauración del Consorcio con un quinto. ¿Cuál podría ser la parte de ustedes?
Ahora cada uno se refugiaba en su caramelo. «Breve placer -se dijo Ferral-. Tienen ganas de distraerse; pero el resultado hubiera sido el mismo sin caramelos…» Conocía el valor del argumento anticipado por el ministro. Había sido su hermano, quien había respondido a los que pedían al Movimiento General de Fondos una conversión sin votación del Parlamento: «¿Por qué no dar después, porque me da la gana, doscientos millones a mi amiguita?»
Silencio. Más largo aún que los precedentes. Los representantes cuchicheaban entre ellos.
– Señor ministro -dijo Ferral-, si los negocios sanos del Consorcio son, de una manera o de otra, recuperados; si los depósitos, de cualquier modo, deben ser reembolsados, ¿no cree usted que hay que desear un esfuerzo mayor, del que la conservación del Consorcio no quede excluida? La existencia de un organismo francés tan extenso, ¿no tiene, ante los ojos del Estado, una importancia igual a la de algunas centenas de millones de depósito?