– Cinco millones no es una cifra importante, señores -dijo el ministro-. ¿Debo hacer otro llamamiento, de una manera más apremiante, a la abnegación de que han hablado ustedes? Sé que tienden ustedes, que sus Consejos tienden a evitar el control de los bancos por el Estado ¿Creen que la caída de negocios como el Consorcio no impulsa a la opinión pública a exigir ese control de una manera que podría tornarse imperiosa, y quizá urgente?
«Cada vez más chinos -pensaba Ferral-. Esto quiere decir, únicamente: “Cesad de proponerme cinco millones ridículos.” El control de los bancos supone una amenaza absurda, cuando está hecho por un gobierno cuya política es opuesta a medidas de este género. Y el ministro no desea ya recurrir a ella realmente, como los representantes que tiene en juego la agencia Havas no desean emprender una campaña de prensa contra el ministro. El Estado no puede ya actuar en serio contra los bancos, ni éstos contra él. Todas las complicidades: personal común, intereses, psicología. Lucha entre los jefes de servicio de una misma casa, y de la que la casa vive, además.» Aunque mal. Como antes en el Astor, Ferral no se salvaba más que por la necesidad de no debilitar ni manifestar ninguna cólera. Pero estaba abatido: habiendo hecho de la eficacia su valor esencial, nada compensaba que se encontrase frente a aquellos hombres, cuya personalidad y cuyos métodos había despreciado siempre, en aquella posición humillada. Era más débil que ellos, y, por eso, en su sistema mismo, todo lo que pensaba era vano.
– Señor ministro -dijo el delegado de más edad-, queremos demostrar una vez más al Estado nuestra buena voluntad; pero si no hay garantías, no podemos, respecto de nuestros accionistas, afrontar un crédito consorcial más elevado que el total de los depósitos de reembolso, y garantizado por el reintegro que haríamos con los beneficios líquidos del grupo. Dios sabe que no contamos para nada con ese reintegro; que lo haremos por respeto al interés superior del Estado…
«Este personaje -pensaba Ferral- es verdaderamente inaudito, con su aspecto de profesor jubilado convertido en Edipo griego. ¡Y todos los brutos, y Francia misma, que viene a pedir consejos a sus directores de agencias y a quienes se les entregan los fondos del Estado en piel de zapa, cuando hay que construir ferrocarriles estratégicos en Rusia, en Polonia o en el Polo Norte! Desde la guerra, aquella broqueta, sentada sobre el canapé, había costado al ahorro francés, sólo en fondos del Estado, dieciocho mil millones. Muy bien: como decía él hace diez años: “Todo hombre que pide consejos para colocar su fortuna a una persona a la que no conoce íntimamente, queda justamente arruinado.” Dieciocho mil millones. Sin hablar de los cuarenta mil millones de negocios comerciales. Ni de mí.»
– ¿El señor Damiral? -pronunció el ministro.
– No puedo hacer más que asociarme, señor ministro, a las palabras que acaba usted de oír. Como el señor de Morelles, no puedo comprometer al Establecimiento que represento sin las garantías de que ha hablado. No podría hacerlo sin faltar a los principios y a las tradiciones, que han hecho de este Establecimiento uno de los más poderosos de Europa, principios y tradiciones atacados con frecuencia, pero que le permiten poner su abnegación al servicio del Estado, cuando éste recurre a él, como lo hizo hace cinco meses, como lo hace hoy, y como lo hará, quizá, mañana. La frecuencia de estos llamamientos, señor ministro, y la resolución que hemos adoptado de atenderlos me obligan a solicitar las garantías que tales principios y tradiciones exigen para que aseguremos a nuestros depositarios, y gracias a los cuales -me permito decírselo, señor ministro- estamos a su disposición. Sin duda, podremos disponer de veinte millones.
Los representantes se miraban con consternación: los depósitos serían reembolsados. Ferral comprendía ahora lo que había pretendido el ministro: dar satisfacción a su hermano sin comprometerse; hacer que se reembolsasen los depósitos; conseguir que pagasen los Establecimientos, aunque lo menos posible; poder redactar un comunicado satisfactorio. El regateo continuaba. El Consorcio sería destruido; pero poco importaba su aniquilamiento, si los depósitos eran reembolsados. Los Establecimientos adquirirían las garantías que habían solicitado (perderían, sin embargo, aunque poco). Algunos negocios, mantenidos, se convertirían en filiales de los Establecimientos; en cuanto a lo demás… Todos los acontecimientos de Shanghai iban a disolverse allí, en un contrasentido total. Hubiera preferido sentirse despojado; ver viva, fuera de sus manos, su obra conquistada o robada. Pero el ministro no vería más que el miedo que tenía a la Cámara; no desgarraría ningún chaquet, ahora. En su lugar, Ferral hubiera comenzado por inhibirse de un Consorcio saneado que después hubiera mantenido a toda costa. En cuanto a los Establecimientos, siempre había afirmado su incurable avaricia. Recordó, con orgullo, la frase de uno de sus adversarios: «Quiere que un banco sea una casa de juego.»
Sonó el teléfono, muy cerca. Entró uno de los agregados.
– Señor ministro, el señor presidente del Consejo llama por la línea especial.
– Dígale que las cosas se arreglan muy bien… No; voy yo.
Salió, volvió al cabo de un instante e interrogó con la mirada al delegado del principal banco de negocios francés, el único que estaba representado allí. Bigotes erguidos, paralelos a sus lentes, calvicie y cansancio. Aún no había dicho una palabra.
– El mantenimiento del Consorcio no nos interesa en manera alguna -dijo con lentitud-. La participación en la construcción de los ferrocarriles está asegurada en Francia por los tratados. Si el Consorcio cae, otro negocio se formará o se desarrollará y constituirá su sucesión.
– Y esa nueva sociedad -dijo Ferral-, en lugar de haber industrializado la Indochina, distribuirá dividendos. Pero como no habrán hecho nada por Chiang Kaishek, se encontrará en la situación en que se encontrarían ustedes hoy si nunca hubieran hecho nada por el Estado: y los tratados serán modificados por cualquier sociedad americana o británica, con el amparo francés, evidentemente. A la que prestarán ustedes, además, el dinero que a mí me niegan. Nosotros creamos el Consorcio, porque los bancos franceses de Asia hacían tal política de garantías, que hubieran acabado por prestar a los ingleses, para no prestar a los chinos. Hemos soportado una política del riesgo; está…
– Yo no me atrevía a decirlo.
– … claro. Es normal que toquemos las consecuencias. El ahorro será protegido -sonrió con un solo lado de la boca- hasta cincuenta y ocho mil millones de pérdida, y no cincuenta y ocho mil millones y algunas centenas de millones. Vean, pues, a grandes rasgos, cómo el Consorcio dejará de existir.
Kobe
En plena luz de la primavera, May, demasiado pobre para alquilar un coche, ascendía hacia la casa de Kama. Si el equipaje de Gisors era pesado, habría que pedir prestado algún dinero al anciano pintor para llegar hasta el barco. Al abandonar Shanghai, Gisors le había dicho que se refugiaba en casa de Kama; al llegar, le había enviado su dirección. Luego, nada. Ni siquiera cuando ella le había hecho saber que había sido nombrado profesor en el instituto Sun-Yat-Sen, de Moscú. ¿Por temor a la policía japonesa?
Mientras caminaba, leía una carta de Pei, que le había sido entregada a la llegada del barco a Kobe, cuando había ido a que le visasen su pasaporte.
… y todos los que han podido huir de Shanghai les esperan. He recibido los folletos…
Había publicado, anónimamente, dos relatos de la muerte de Chen; uno de ellos, de acuerdo con su corazón: «El asesinato del dictador constituye el deber del individuo ante sí mismo, y debe ser separado de la acción política determinada por las fuerzas colectivas.» El otro, para los tradicionalistas: «Del mismo modo que el deber final -la influencia que ejercen sobre nosotros nuestros antepasados- nos obliga a buscar nuestra vida más noble, así exige de cada uno el asesinato del usurpador.» Las imprentas clandestinas reimprimían ya aquellos folletos.