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Cincuenta sirenas a la vez invadieron el aire: aquel día era víspera de fiesta, y el trabajo cesaba. Antes que hubiera cambio alguno en el puerto, unos hombres minúsculos alcanzaron, como exploradores, la carretera recta que conducía a la ciudad, y bien pronto la cubrió la multitud, lejana y negra, en una barahúnda de claxons: patronos y obreros abandonaban juntos el trabajo. Venían como al asalto, con ese gran movimiento inquieto de toda multitud contemplada a distancia. Gisors había visto la huida de los animales hacia los arroyos, a la caída de la tarde: uno, algunos, todos precipitados hacia el agua por una fuerza que descendía con las tinieblas; en su recuerdo, el opio daba a aquella marcha cósmica una armonía salvaje, y los hombres, perdidos en la lejana barahúnda de sus zuecos, parecíanle todos locos, separados del universo cuyo corazón, latiendo en alguna parte, allá arriba, en la luz palpitante los acogía y volvía a arrojarlos a la soledad, como granos de una mies desconocida. Ligeras, muy elevadas, las nubes pasaban por encima de los pisos sombríos y se reabsorbían poco a poco en el cielo; y le pareció que uno de sus grupos, aquél precisamente, expresaba a los hombres a quienes había conocido o amado y que habían muerto. La humanidad era espesa y pesada; pesada de carne, de sangre, de sufrimiento, eternamente adherida a sí misma, como todo lo que muere; pero, aun la sangre, aun la carne, aun el dolor, aun la muerte se reabsorbían allá arriba en la luz, como la música en la noche silenciosa; pensó en la de Kama, y el dolor humano le pareció ascender y perderse como el canto mismo de la tierra; sobre la paz estremecida y oculta en él, como su corazón, el dolor poseído volvía a cerrar con lentitud sus brazos inhumanos.

– ¿Fuma usted mucho? -repitió May.

Se lo había preguntado ya, pero él no la había oído. Su mirada volvió a la habitación.

– ¿Cree usted que no adivino lo que piensa, y que no lo sé mejor que usted? ¿Cree usted, además, que no me sería fácil preguntarle con qué derecho se permite juzgarme?

La miró.

– ¿No tiene usted ningún deseo de un hijo?

May no respondió: aquel deseo, siempre apasionado, le parecía entonces una traición. Pero contemplaba con espanto aquel rostro sereno. Gisors volvía, en verdad, del fondo de la fosa común. En la represión abatida sobre la China agotada; en la angustia o la esperanza de la multitud, la acción de Kyo continuaba incrustada, como las inscripciones de los imperios primitivos en las gargantas de los ríos. Pero hasta la vieja China, a la que aquellos hombres habían arrojado, sin remisión, a las tinieblas, con un gruñido de avalancha, no estaba más borrada del mundo que el sentido de la vida de Kyo del rostro de su padre. Continuó:

– La única cosa que amaba me ha sido arrancada, ¿no es cierto?, y quiere usted que continúe siendo el mismo. ¿Cree que mi amor no ha valido tanto como el suyo, el de usted, cuya vida ni siquiera ha cambiado?

– Como no cambia el cuerpo de un vivo que se convierte en muerto…

Gisors le cogió una mano.

– Ya conoce usted la frase: «Se necesitan nueve meses para hacer un hombre, y un solo día para matarlo.» Lo hemos sabido tanto como puede saberse, el uno y el otro… May, escúcheme: ¡no se necesitan nueve meses; se necesitan cincuenta años para hacer un hombre; cincuenta años de sacrificio, de voluntad, de… tantas cosas! Y, cuando ese hombre está hecho; cuando ya no queda en él nada de la infancia ni de la adolescencia; cuando, verdaderamente, es un hombre, no sirve más que para morir.

Ella le miraba, aterrada; él contemplaba las nubes.

– He querido a Kyo como pocos hombres quieren a sus hijos: usted lo sabe…

Retenía la mano de May; la atrajo hacia él y la tomó entre las suyas.

– Escúcheme: hay que amar a los vivos, y no a los muertos.

– No voy a Moscú para amar.

Gisors contemplaba la bahía magnífica, saturada de sol. Ella había retirado su mano.

– En el camino de la venganza, mi buena May, se encuentra la vida…

– No es una razón para llamarla.

Se levantó y le dio la mano, en señal de despedida. Pero él le tomó el rostro entre las manos y lo besó. Kyo la había besado así, el último día, exactamente así, y nunca, desde entonces, las manos de nadie habían vuelto a tomar su cabeza.

– Apenas lloro ya -dijo May, con amargo orgullo.