May se levantó y fue hasta la ventana. Andaba con soltura, a pesar de su cansancio. Decidiendo, por temor y pudor sentimental mezclados, no volver a hablar de lo que acababa de decir puesto que él callaba; deseando huir de aquella conversación, a la que ella, no obstante, comprendía que no escaparía, trató de expresar su ternura diciendo cualquier cosa, y recurrió, por instinto, a un animismo que a él le agradaba: frente a la ventana, uno de los árboles de Marte se había cubierto de brotes durante la noche; la luz de la habitación iluminaba sus hojas, todavía abarquilladas, de un verde tierno sobre el fondo oscuro.
– Ha ocultado sus hojas en el tronco durante el día -dijo-, y las descubre esta noche, mientras no se le ve.
Parecía hablar para sí misma; pero, ¿cómo Kyo habría podido sustraerse al tono de su voz?
– Hubieras podido elegir otro día -pronunció, no obstante, entre dientes.
También él se veía en el espejo, apoyado sobre el codo; con máscara tan japonesa entre sus sábanas blancas. «Si yo no fuese mestizo…» Hacía un esfuerzo intenso para rechazar los pensamientos odiosos o bajos, listos para justificar y alimentar su cólera. Y la miraba; la miraba, como si aquel semblante hubiera debido volver a encontrar, por el sufrimiento que infligía, toda la vida que él había perdido.
– Pero, Kyo, precisamente era hoy cuando eso no tenía importancia… y…
Iba a añadir: «él lo deseaba tanto». Frente a la muerte, aquello suponía tan poco… Pero solamente dijo:
– … yo también, mañana, puedo morir…
Tanto mejor. Kyo sufría con el dolor más humillante: el que se desprecia experimentar. Realmente, ella era libre para acostarse con quien quisiese. ¿De dónde procedía, pues, aquel sufrimiento sobre el cual no se reconocía ningún derecho y que se reconocía tantos derechos sobre él?
– Cuando tú comprendiste que yo… contaba contigo, Kyo, me preguntaste un día, no en serio (un poco, no obstante), si yo creía que iría contigo a la cárcel, y yo te respondí que no sabía nada; que lo difícil, sin duda, era permanecer en ella. Sin embargo, tú pensaste que sí, puesto que me poseíste a mí también. ¿Por qué no creerlo ahora?
– Siempre son los mismos los que van a la cárcel. Katow iría, aunque no me quisiera profundamente. Iría por la idea que tiene de la vida y de sí mismo. No es por alguien por lo que se va a la cárcel.
– Kyo, cómo son de hombre esas ideas…
Él pensaba.
– Y, sin embargo -dijo-, amar a los que son capaces de hacer eso y ser amado por ellos, quizá, ¿qué más esperar del amor? ¡Qué rabia que le pregunten a uno semejantes cosas!… Hasta si lo hacen por su… moral.
– No es por moral -dijo ella, con lentitud-. Por moral seguramente yo no sería capaz de ello.
– Pero -él también hablaba con lentitud- ese amor no te impediría el acostarte con un tipo, cuando tú pensabas (acabas de decirlo) que eso… me molestaría…
– Kyo, voy a decirte algo singular, y que es verdadero, sin embargo… Hasta hace cinco minutos, creí que te sería igual. Quizá eso me hacía creerlo… Hay llamadas, sobre todo cuando se está tan cerca de la muerte (es de las otras de las que yo tengo costumbre, Kyo…) que no tienen nada que ver con el amor…
Sin embargo los celos existían, tanto más turbios cuanto que el deseo sexual que ella le inspiraba descansaba sobre la ternura. Con los ojos cerrados, todavía apoyado sobre el codo, trataba -triste oficio- de comprender. No oía más que la respiración oprimida de May y el roce de las patas del perrito. Su herida venía en primer lugar (luego las consecuencias, ¡ay!, las sentía emboscadas en él, como sus camaradas detrás de las puertas, aún cerradas) de que atribuía al hombre que acababa de acostarse con May (¡sin embargo, no puedo llamarle su amante!) desprecio hacia ella. Era uno de los antiguos camaradas de May; apenas él lo conocía. Pero conocía la misoginia fundamental de casi todos los hombres. «La idea de que, habiéndose acostado con ella, porque se ha acostado con ella, pueda pensar: “Esta gallinita”, me dan ganas de pegarle. ¿No se estará siempre celoso, sino de lo que se supone que supone el otro? Triste humanidad…» Para May, la sexualidad no comprometía a nada. Era preciso que aquel tipo lo supiese. Que se acostase con ella, bueno; pero que no se imaginara que la poseía. «Estoy hecho una calamidad…» Pero no podía hacer nada, y aquello no era lo esenciaclass="underline" lo sabía. Lo esencial; lo que le trastornaba hasta producirle angustia, era que, de pronto, se había separado de ella, no por odio -aun cuando existiese el odio en él-; no por los celos (¿o es que, precisamente, aquello eran celos?), sino por un sentimiento sin nombre, tan destructor como el tiempo o la muerte: no acertaba con ello. Había vuelto a abrir los ojos. ¿Qué ser humano era ese cuerpo deportivo y familiar, ese perfil perdido: un ojo amplio, que comenzaba en la sien, hundido entre la frente despejada y el pómulo?… ¿La que acababa de copular?… Pero, ¿no era, también, la que soportaba sus debilidades, sus dolores, sus irritaciones; la que había cuidado con él a sus camaradas heridos, velado con él a sus amigos muertos?… La suavidad de su voz todavía en el aire… No se olvida lo que se quiere. Sin embargo, aquel cuerpo recobraba el misterio punzante del ser conocido, transformado de pronto -o mudo o ciego o loco-. Y era una mujer. No una especie de hombre. Otra cosa…
Se le escapaba por completo. Y, a causa de ello, quizá, la llamada rabiosa de un contacto intenso con ella le cegaba; cualquiera que fuese; espanto, gritos, golpes. Se levantó, se acercó a ella. Sabía que se hallaba en un estado de crisis; que al día siguiente, tal vez, ya no comprendería nada de cuanto experimentaba; pero estaba frente a ella como ante una agonía; y, como hacia una agonía, el instinto le impulsaba hacia ella: tocar, palpar, retener a los que nos abandonan, aferrarse a ellos… ¡Con qué angustia le contemplaba ella, detenido a dos pasos!… La revelación de lo que quería cayó, por fin, sobre él; acostarse con ella; refugiarse allí, contra aquel vértigo, en el cual la perdía toda entera; no tenían que conocerse cuando empleaban todas sus fuerzas en apretar sus brazos sobre sus cuerpos.
Ella se volvió de pronto: acababan de llamar. Demasiado pronto para Katow. ¿Estaría descubierta la insurrección? Lo que habían dicho, sentido, amado, odiado, zozobraba brutalmente. Llamaron de nuevo. Kyo extrajo su revólver de debajo de la almohada, atravesó el jardín y fue a abrir, en pijama. No era Katow; era Clappique que continuaba vestido de smoking. Se quedaron en el jardín.
– ¿Qué hay?
– Ante todo le devuelvo su documento: aquí está. Todo marcha bien. El barco ha salido. Va a anclar a la altura del consulado de Francia. Casi al otro lado del río.
– ¿Dificultades?
– Ni una palabra. Antigua confianza; si no, se pregunta cómo hay que hacerlo. En estos asuntos, joven, la confianza es tanto mayor cuanto menos razón de ser tiene…
– ¿Alusión?
Clappique encendió un cigarrillo. Kyo no vio más que la mancha del cuadro de seda negra sobre el rostro confuso. Fue a buscar la cartera -May esperaba-, volvió, pagó la comisión convenida. El barón se guardó los billetes en el bolsillo, arrugados, sin contarlos.
– La bondad da felicidad -dijo-. Amigo mío, la historia de mi noche es una no-ta-ble historia moraclass="underline" ha comenzado por la limosna y acaba con la fortuna. ¡Ni una palabra!
Con el índice levantado, se inclinó hacia el oído de Kyo.
– ¡Fantomas le saluda!