El pastor había tomado cariño a Chen. No sospechaba que el tío de éste, que se había encargado de él, sólo lo había enviado con los misioneros para que aprendiese el inglés y el francés, y le había puesto en guardia contra su enseñanza, contra la idea del infierno, sobre todo, de que desconfiaba aquel confucionista. El niño, que reconocía a Cristo, y no a Satanás ni a Dios -la experiencia del pastor le había enseñado que los hombres no se convierten nunca más que a los mediadores-, se abandonaba al amor con el rigor que ponía en todo. Pero experimentaba bastante respeto hacia el maestro -la única cosa que China le había inculcado con fuerza-, para que a pesar del amor aprendido volviese a encontrar la angustia del pastor, y le pareciese un infierno más terrible y más convincente que aquel contra el cual se había intentado prevenirle.
Llegó el tío. Espantado ante la clase de sobrino que encontraba, manifestó una delicada satisfacción y envió unos arbolillos de jade y de cristal al director, al pastor y a algunos otros. Al cabo de ocho días, llamaba a Chen a su casa, y a la semana siguiente lo enviaba a la Universidad de Pekín.
Gisors, dando vueltas, como siempre, a su cigarrillo entre las rodillas, con la boca entreabierta y absorto ante lo que reflexionaba, se esforzaba por recordar al adolescente de entonces. Pero, ¿cómo separarlo, cómo aislarlo de aquel en el cual se había convertido? «Pienso en su espíritu religioso, porque Kyo jamás lo tuvo, y porque, en este momento, toda diferencia profunda entre ambos me libera… ¿Por qué tendré la impresión de conocerle mejor que a mi hijo?» Era que veía mucho mejor en qué lo había modificado; esta modificación capital, obra suya, era precisa, limitable, y no conocía nada, en los demás seres, mejor que lo que él le había suministrado. Desde que había observado a Chen, había comprendido que aquel adolescente no podría vivir de una ideología que no se transformase inmediatamente en actos. Privado de caridad, no podría ser conducido, por la vida religiosa, más que a la contemplación o a la vida interior; pero odiaba la contemplación, y no había soñado más que con un apostolado al que le impulsaba precisamente su ausencia de caridad. Para vivir, era preciso, pues, en primer término, que se sustrajese a su cristianismo. (Por semiconfidencias, parecía que el trato con las prostitutas y los estudiantes había hecho desaparecer el único pecado, siempre más fuerte que la voluntad de Chen: la masturbación; y, con él, un sentimiento ininterrumpido de angustia y de caída.) En cuanto al cristianismo, su nuevo maestro había opuesto, no argumentos, sino otras formas de grandeza; la fe se le había desvanecido entre los dedos a Chen, poco a poco, sin crisis, como si fuese arena. Apartado por ella de la China; acostumbrado por ella a separarse del mundo, en lugar de someterse a él, había comprendido, a través de Gisors, que todo había pasado como si aquel período de su vida no hubiese sido más que una iniciación en el sentido heroico: ¿qué hacer de un alma, no existiendo ni Dios ni Cristo?
Aquí Gisors volvía a encontrar a su hijo, indiferente al cristianismo, pero a quien la educación japonesa (Kyo había vivido en el Japón desde los ocho hasta los diecisiete años) había impuesto también la convicción de que las ideas no debían ser pensadas, sino vividas. Kyo había elegido la acción de una manera grave y premeditada, como otros eligen las armas o el mar: había abandonado a su padre, y vivido en Cantón y en Tientsin la vida de las maniobras y de la excitación de los coolies para organizar los sindicatos. Chen -habiendo sido apresado su tío en rehenes, y no habiendo podido pagar su rescate, por lo que fue ejecutado en la toma de Swteu- se había encontrado sin dinero y provisto de unos diplomas sin valor, ante sus veinticuatro años y en la China, chófer de camión, mientras las pistas del Norte habían sido peligrosas; luego, ayudante de químico; luego, nada. Todo le precipitaba hacia la acción política: la esperanza de un mundo diferente; la posibilidad de comer, aunque fuera miserablemente (era naturalmente austero, quizá por orgullo); la satisfacción de sus odios, de sus ideas y de su carácter. Daba un sentido a su soledad. En cambio, en Kyo todo era más simple. El sentido heroico le había dado como una disciplina, no como una justificación de la vida. No era inquieto. Su vida tenía un sentido, y él lo conocía: poner a cada uno de aquellos hombres, a quienes el hambre, en aquel mismo momento, hacía morir como una peste lenta, en posesión de su propia dignidad. Él era uno de ellos: tenían los mismos enemigos. Mestizo, fuera de casta, desdeñado por los blancos, y más aún por las blancas, Kyo no había intentado seducirlas: había buscado a los suyos, y los había encontrado. «No hay dignidad posible ni vida real para un hombre que trabaja doce horas al día, sin saber para qué trabaja.» Era preciso que aquel trabajo adquiriese un sentido, se convirtiese en una patria. Las cuestiones individuales no existían para Kyo más que en su vida privada.
Todo esto Gisors lo sabía. «Y, sin embargo, si Kyo entrase y me dijese, como Chen hace poco: “yo he sido quien ha matado a Tang-Yen-Ta”; si lo dijese, yo pensaría que “ya lo sabía”. Todo cuanto hay de posible en él resuena en mí con tanta fuerza, que cualquier cosa que me dijese, yo pensaría que “ya lo sabía… ”» Contempló por la ventana la noche inmóvil e indiferente. «Pero, si verdaderamente lo supiera, y no de esta manera incierta y pavorosa, lo salvaría…» Dolorosa afirmación, en la que él no creía, en absoluto. ¿Qué confianza tenía en su pensamiento?
Desde la partida de Kyo, no había servido más que para justificar la acción de su hijo, aquella acción entonces íntima, que comenzaba en cualquier parte (con frecuencia, durante tres meses, no sabía siquiera dónde), en la China central o en las provincias del Sur. Si los estudiantes, inquietos, comprendían que aquella inteligencia acudía en su ayuda con tanto calor y con tanta penetración, no era, como creían entonces los idiotas de Pekín, porque se distrajese en jugar con la procuración de las vidas, de las que le separaba su edad; era porque, en todos aquellos dramas semejantes, encontraba el de su hijo. Cuando enseñaba a sus estudiantes, casi todos modestos burgueses, que estaban obligados a unirse a los jefes militares o al proletariado; cuando decía a aquellos a quienes había elegido: «El marxismo no es una doctrina; es una voluntad; es, para el proletariado y los suyos, vosotros, la voluntad de conocerse, de sentirse como tales, de vencer como tales; no debéis ser marxistas para tener razón, sino para vencer sin traicionaros», hablaba para Kyo, lo defendía. Y, si sabía que no era el alma rigurosa de Kyo la que le respondía, cuando al final del curso encontraba, según la costumbre china, su habitación abarrotada de flores blancas por los estudiantes, al menos sabía que aquellas manos que se preparaban para matar, al llevarle unas camelias, estrecharían mañana las de su hijo, que tendría necesidad de ellas. Porque la fuerza del carácter le atraía hasta aquel punto, se había interesado por Chen. Pero, cuando se amistó con él, ¿previo aquella noche lluviosa en la que el joven, hablando de la sangre apenas coagulada, iría a decirle: «No tengo solamente horror…»?
Se levantó, abrió el cajón de la mesa baja donde guardaba su platillo de opio, encima de una colección de pequeños cactos. Debajo del platillo, una foto: Kyo. La sacó, la contempló, sin pensar en nada preciso, sumido ásperamente en la certidumbre de que, allí, donde estaba, nadie conocía ya a nadie, y de que la presencia del mismo Kyo, que tanto había anhelado hacía poco, no habría cambiado nada; sólo habría tornado más desesperada su separación, como la de los amigos a quienes se abraza en sueños y que murieron hace años. Contemplaba la foto entre sus dedos: estaba tibia, como una mano. La dejó caer de nuevo dentro del cajón, sacó el platillo, apagó la luz eléctrica y encendió la lámpara.