Dos pipas. En otro tiempo, cuando su avidez comenzaba a saciarse, miraba a los seres con benevolencia y consideraba al mundo como una infinidad de posibilidades. Ahora, en lo más profundo de sí mismo, las posibilidades no encontraban cabida: tenía sesenta años, y sus recuerdos estaban llenos de tumbas. Su sentido tan puro del arte chino, de aquellas pinturas azuladas que apenas iluminaba la lámpara, de toda la civilización de sugestión de que la China le rodeaba y que, treinta años antes, había sabido tan finamente aprovechar sonsens du bonheur, no era más que una delgada cubierta bajo la cual despertaban, como perros ansiosos que se agitaran al final del sueño, la angustia y la obsesión de la muerte.
Su pensamiento vagaba, sin embargo, en torno al mundo y en torno a los hombres con una áspera pasión y que la edad no había extinguido. Que en todo ser, y en él, desde luego, había un paranoico, hacía mucho tiempo que estaba seguro de ello. Había creído, en otro tiempo -tiempo pasado… -, que se soñaba héroe. No. Aquella fuerza, aquella furiosa imaginación subterránea que llevaba en sí mismo (me volvería loco -había pensado- y sólo ella quedaría de mí…) se hallaba dispuesta a adoptar todas las formas, como también la luz. Como Kyo, y casi por las mismas razones, pensó en los discos de que éste le había hablado, y casi de la misma manera, porque las modalidades del pensamiento de Kyo habían nacido de las suyas. Del mismo modo que Kyo no había reconocido su propia voz porque la había oído con la garganta, así la conciencia que él, Gisors, tenía de sí mismo, era, sin duda, irreducible a la que él pudiera adquirir de otro ser, porque no era adquirida por los mismos medios. No debía nada a los sentidos. Se sentía penetrar, con su conciencia intrusa, en un dominio que le pertenecía más que cualquier otro y poseer con angustia una soledad vedada, donde nadie vendría nunca a unírsele. Durante un segundo, experimentó la sensación de que era aquello lo que debía escapar a la muerte… Sus manos, que preparaban una nueva bolita, temblaban ligeramente. Aquella soledad total y aun el amor que tenía a Kyo, no le libraban. Pero si no sabía refugiarse en otro ser, sabía liberarse: tenía opio.
Cinco bolitas. Desde hacia algunos años, se limitaba a ellas, no sin pena; no sin dolor, a veces. Raspó la cabeza de su pipa; la sombra de su mano pasó de la pared al techo. Apartó la lámpara algunos centímetros; los contornos de la sombra se perdieron. Los objetos también se perdían: sin cambiar de forma, dejaban de ser claros para él, le unían al fondo de un mundo familiar en que una benevolente indiferencia confundía todas las cosas -un mundo más verdadero que el otro, por ser más constante, más semejante a sí mismo; seguro como una amistad, siempre indulgente y siempre recuperado: formas, recuerdos, ideas-. Todo se sumergía con lentitud hacia un universo liberado. Se acordó de una tarde de septiembre en que el gris perfecto del cielo tornaba lechosa el agua de un lago, en los claros de vastos campos de nenúfares; desde los cuernos carcomidos de un pabellón abandonado hasta el horizonte magnífico y sombrío, no le llegaba ya más que un mundo penetrado de una melancolía solemne. Sin agitar su campanilla, un bonzo se había acodado en la rampa del pabellón, abandonando su santuario al polvo, al perfume de las maderas olorosas que ardían; los campesinos pasaban en barcas recogiendo los granos de nenúfar sin producir el menor ruido; cerca de las últimas flores, nacieron del timón dos prolongados pliegues, y fueron a perderse en el agua gris, con una extrema indolencia. Se perdían ahora en él mismo, recogiendo en su abanico todo el agobio del mundo, pero un agobio sin amargura, llevado por el opio a una pureza suprema. Con los ojos cerrados, transportados por las grandes alas inmóviles, Gisors contemplaba su soledad: una desolación que se unía a lo divino, al mismo tiempo que se ensanchaba hasta lo infinito aquella estela de serenidad que recubría suavemente las profundidades de la muerte.
4 y media de la mañana
Vestidos ya como soldados del gobierno, con los capotes sobre las espaldas, los hombres descendían, uno a uno, al vapor, balanceados por los remolinos del río.
– Dos de los marinos son del partido. Habrá que interrogarlos: deben de saber dónde están las armas -dijo Kyo a Katow.
Con excepción de las botas, el uniforme modificaba poco el aspecto de Katow. Su blusa militar aparecía tan mal abrochada como la otra; pero la gorra, que era nueva y a la cual no estaba acostumbrado, dignamente colocada sobre el cráneo, le daba un aspecto idiota. «¡Sorprendente conjunto, el de una gorra de oficial chino y una nariz semejante!», pensó Kyo. Era de noche…
– Ponte el capuchón del capote -dijo, no obstante.
El vapor se separó del muelle, tomó finalmente impulso en la noche. Bien pronto desapareció, detrás de un junco. De los cruceros, los haces de proyectores dirigidos en bandada desde el cielo sobre el puerto confuso, se entrecruzaban como sables.
Mientras avanzaban, Katow no apartaba la vista del Shang-Tung, que parecía aproximarse poco a poco. Al mismo tiempo que le invadía el olor del agua corrompida, del pescado y del humo del puerto (estaba casi a ras del agua) que sustituía poco a poco el del carbón del desembarcadero, el recuerdo que acudía a él al aproximarse cada combate tomaba posesión una vez más de su espíritu. Sobre el frente de Lituania, su batallón había sido apresado por los blancos. Los hombres desarmados estaban alineados en la inmensa llanura de nieve, apenas visible al ras del alba verdosa. «¡Que los comunistas salgan de las filas!» La muerte; lo sabían. Los dos tercios del batallón habían avanzado. «Quitaos las túnicas.» «Cavad la fosa.» La habían cavado. Con lentitud, porque estaba helado el suelo. Los guardias blancos, con un revólver en cada mano (las palas podían convertirse en armas), inquietos e impacientes, esperaban, a derecha e izquierda -el centro vacío a causa de que las ametralladoras estaban dirigidas hacia los prisioneros-. El silencio no tenía límites; tan vasto como aquella nieve, que se perdía de vista. Sólo los trozos de tierra helada caían produciendo un ruido seco, cada vez más precipitado: a pesar de la muerte, los hombres se daban prisa para entrar en calor. Varios habían comenzado a estornudar. «Bueno. ¡Alto!» Se habían vuelto. Detrás de ellos, más allá de sus camaradas, mujeres, niños, viejos de la aldea estaban amontonados, a medio vestir, envueltos en unas mantas, movilizados para que presenciaran aquel ejemplo, agitando las cabezas como si se sintiesen obligados a no mirar, pero fascinados por la angustia. «¡Quitaos los pantalones!» Porque eran escasos los uniformes. Los condenados vacilaban, a causa de las mujeres. «¡Quitaos los pantalones!» Las heridas habían aparecido, una a una, vendadas con harapos: las ametralladoras habían disparado muy hacia abajo, y casi todos estaban heridos en las piernas. Muchos doblaban los pantalones, aunque habían arrojado el capote. Se habían alineado de nuevo, al borde de la fosa esta vez, frente a las ametralladoras, destacados sobre la nieve: carne y camisas. Invadidos por el frío, estornudaban sin cesar, unos después de otros, y aquellos estornudos eran tan intensamente humanos, en aquel amanecer de ejecución, que los ametralladores, en lugar de disparar, habían esperado -esperado a que la vida fuese menos indiscreta-. Por fin, se habían decidido. Al día siguiente por la tarde, los rojos recuperaban la aldea: diecisiete, mal ametrallados, entre ellos Katow, fueron salvados. Aquellas sombras, claras sobre la nieve verdosa del alba, transparentes, sacudidas por los estornudos convulsos frente a las ametralladoras, estaban allí, en la lluvia y en la noche china, frente a la sombra del Shang-Tung.