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Permanecía inmóvil, estupefacto, en aquel auto inmóvil, que la multitud rodeaba pesadamente. El tendero más próximo salió, con un enorme postigo sobre los hombros; se volvió, y faltó poco para que rompiese el cristal del auto: cerraba su almacén. A la derecha, a la izquierda y al frente, otros tenderos, otros artesanos salieron con un postigo cubierto de caracteres sobre los hombros: la huelga general comenzaba.

Aquello no era ya la huelga de Hong-Kong, puesta en marcha lentamente, épica y lúgubre: era una maniobra del ejército. A una distancia tan grande como su vista podía alcanzar, no quedaba ya ni un solo almacén abierto. Había que marcharse cuanto antes; se apeó y llamó a un pousse. El coolie no le respondió; corría a grandes zancadas hacia su coche de alquiler, tan solo, a la sazón, sobre la calzada, como el auto abandonado: la multitud iba a refluir hacia las aceras. «Temen a las ametralladoras», pensó Ferral. Los niños, dejando de jugar, huían por entre las piernas de la gente, a través de la actividad pululante de las aceras. Silencio, lleno de vidas, a la vez lejanas y muy próximas, como el de un bosque saturado de insectos; la llamada de un crucero ascendió, se perdió después. Ferral caminaba hacia su casa tan de prisa como podía con las manos en los bolsillos y los hombros y el mentón echados hacia adelante. Dos sirenas reanudaron juntas, una octava más alto, el grito de la que acababa de extinguirse, como si un animal enorme, envuelto en aquel silencio, hubiese anunciado así su proximidad. La ciudad entera estaba en acecho.

Una de la tarde

– Menos cinco -dijo Chen.

Los hombres de su grupo esperaban. Eran todos obreros de las hilanderías, vestidos de azul. Él llevaba su traje. Todos afeitados, todos delgados, todos vigorosos: antes de Chen, la muerte había hecho su selección. Dos tenían sus fusiles bajo el brazo, con el cañón hacia el suelo. Siete llevaban revólveres de los del Shang-Tung; uno, una granada; algunos otros las ocultaban en los bolsillos. Unos treinta llevaban cuchillos, mazas y bayonetas; ocho o diez, sin arma alguna, permanecían agachados junto a un montón de trapos, de latas de petróleo y de rollos de alambre. Un adolescente examinaba, como si fuesen granos, grandes clavos de ancha cabeza que extraía de un saco. «Seguramente, más grandes que los de las herraduras de los caballos…» La corte de los Milagros, pero bajo el uniforme del odio y de la decisión.

No era de los suyos. A pesar del asesinato; a pesar de; su presencia. Si moría aquel día moriría solo. Para ellos, todo era sencillo: iban a la conquista de su pan y de su dignidad. Para él… Salvo de su dolor y de su combate común, no sabía siquiera hablarles. Por lo menos, sabía que el más fuerte de los lazos es el combate. Y el combate estaba allí.

Se levantaron con los sacos sobre la espalda, las latas en las manos y el alambre debajo del brazo. No llovía aún; la tristeza de aquella calle vacía, que un perro atravesó en dos saltos, como si algún instinto le previniera lo que se preparaba, era tan profunda como el silencio. Cinco tiros de fusil sonaron en una calle próxima: tres a un tiempo; luego otro, y otro más. «Esto comienza», dijo Chen. Se estableció el silencio, pero parecía que ya no fuese el mismo. Lo llenó un ruido de pisadas de caballos, precipitado, cada vez más próximo. Y como, después de un trueno prolongado, sobreviene el desgarramiento vertical del rayo, siempre sin que viesen nada, un tumulto llenó de golpe la calle, producido por gritos entremezclados, disparos de fusil, relinchos furiosos, caídas; luego, mientras los clamores producidos se ahogaban pesadamente bajo el indestructible silencio, ascendió el grito de un perro, que aulló, recortadamente, a la muerte: un hombre degollado.

A todo correr, ganaron en algunos minutos una calle más importante. Todos los almacenes estaban cerrados. En el suelo, tres cuerpos; arriba, acribillado de hilos telegráficos, el cielo inquieto, por el que atravesaban negros humos; al final de la calle, unos veinte jinetes (había muy poca caballería en Shanghai) se revolvían, vacilantes, sin ver a los insurgentes, adosados al muro con sus instrumentos, con la mirada fija en el movimiento vacilante de los caballos. Chen no podía pensar en atacarlos; sus hombres estaban demasiado mal armados. Los jinetes se volvieron hacia la derecha y ellos llegaron, por fin, al puesto; los centinelas penetraron tranquilamente detrás de Chen.

Los agentes jugaban a los naipes, con los fusiles y los máuseres en el armero. El suboficial que los mandaba abrió una ventana y gritó, hacia un patio muy sombrío:

– Todos los que me escuchan son testigos de la violencia que se nos ha hecho. ¡Ya veis que somos injustamente obligados a ceder ante la fuerza!

Iba a cerrar de nuevo la ventana; Chen la mantuvo abierta, miró: nadie en el patio. Pero las apariencias estaban cubiertas y la justificación teatral se había hecho en un buen momento. Chen conocía a sus compatriotas: puesto que aquél «aceptaba el papel», no obraría. Distribuyó las armas. Los amotinados salieron, todos armados esta vez: inútil que se ocupasen de los pequeños puestos de policía desarmados. Los policías vacilaron. Tres se levantaron y quisieron seguirlos. (Quizá hubiese saqueo…) A Chen le costó trabajo desembarazarse de ellos. Los demás recogieron los naipes y comenzaron a jugar de nuevo.

– Si resultan vencedores -dijo uno-, quizá se nos pague este mes.

– Tal vez -respondió el suboficial. Y distribuyó las cartas.

– En cambio, si son vencidos, acaso nos digan que hemos hecho traición.

– ¿Qué habríamos podido hacer? Hemos cedido ante la fuerza. Todos somos testigos de que no hemos hecho traición.

Reflexionaban, con el cuello recogido, como cormoranes aplastados por el pensamiento.

– No somos responsables -dijo uno.

Todos aprobaron. Se levantaron, sin embargo, y fueron a continuar su juego en una tienda próxima, cuyo propietario no se atrevió a echarlos. Un montón de uniformes quedó solo, en medio del puesto.

* * *

Alegre y desconfiado, Chen caminaba hacia uno de los puestos centrales: «Todo va bien -pensaba-, pero éstos son casi tan pobres como nosotros…» Los rusos blancos y los soldados del tren blindado se batirían. Los oficiales, también. Detonaciones lejanas, sordas, como si el cielo bajo las hubiese debilitado, sacudían el aire hacia el centro de la ciudad.

En una plazuela, la tropa -todos los hombres iban armados ya, incluso los portadores de latas- vaciló un instante, buscó algo con la mirada. De los cruceros y de los paquebotes, que no podían descargar sus mercancías, ascendían las masas oblicuas de humo que el viento pesado disipaba en la misma dirección en que corrían los insurrectos, como si el cielo participase de la insurrección. El nuevo puesto era un antiguo hotel de ladrillo rojo, de un solo piso; dos centinelas, uno a cada lado de la puerta, con la bayoneta calada. Chen sabía que la policía especial estaba alerta desde hacía tres días, y sus hombres destrozados a causa de aquella guardia perpetua. Allí había algunos oficiales, unos cincuenta mauseristas de la policía, bien pagados, y diez soldados. ¡Vivir, vivir, por lo menos durante los ocho días siguientes! Chen se había detenido en la esquina de la calle. Las armas se encontraban, sin duda, en los armeros del piso bajo, en la habitación de la derecha -el cuerpo de guardia-, que precedía al despacho de un oficial. Chen y dos de sus hombres se habían introducido allí varias veces, durante aquella semana. Eligió diez hombres sin fusil, les hizo que ocultasen los revólveres en las blusas y avanzó con ellos. Pasada la esquina de la calle, los centinelas los vieron acercarse; desconfiando de todos, no se defendían ya; las delegaciones obreras iban con frecuencia a entrevistarse con el oficial, de ordinario para llevarle propinas, operación que requería muchas garantías y personas.