– ¿El teniente Shuei-Tun? -dijo Chen.
Mientras ocho hombres pasaban, los dos últimos, como empujados por la ligera aglomeración, se deslizaban entre los centinelas y el muro. En cuanto los primeros estuvieron en el corredor, los centinelas sintieron contra las costillas los cañones de los revólveres. Se dejaron desarmar; aunque mejor pagados que sus miserables colegas, no lo estaban lo bastante para arriesgar sus vidas. Cuatro hombres de Chen, que no se habían unido al primer grupo y parecían pasar por la calle, los condujeron a lo largo del muro. Nada había sido visible desde las ventanas.
Desde el corredor, Chen distinguió los armeros, provistos de sus fusiles. En el cuerpo de guardia no había más que seis policías armados con pistolas automáticas, y éstas se hallaban a sus lados, encerradas en sus fundas. Se lanzó hacia los armeros con el revólver levantado.
Si los policías hubieran sido decididos, el ataque habría fracasado. A pesar de su conocimiento de los lugares, Chen no había tenido tiempo de designar a cada uno de sus hombres a quiénes debían amenazar; uno o dos policías habrían podido disparar. Pero todos levantaron las manos. Inmediatamente fueron desarmados. Entraba un nuevo grupo de hombres de Chen. Comenzó una nueva distribución de armas.
«En este momento -pensó Chen-, doscientos grupos, en la ciudad, obran como nosotros. Si tienen suerte…» Apenas tomaba el tercer fusil, cuando oyó venir desde la escalera el ruido de una carrera precipitada: alguien subía corriendo. Salió. En el instante en que franqueaba la puerta, partió un disparo desde el primer piso. Pero, después, nada más. Uno de los oficiales, al bajar, había visto a los insurrectos, había disparado desde la escalera y había vuelto inmediatamente al descanso.
El combate iba a comenzar. Una puerta, en medio del descanso del primer piso, dominaba las gradas. ¿Enviar un parlamento a la asiática? Todo el buen sentido que encontraba en sí, Chen lo odiaba. Intentar tomar la escalera por asalto era tanto como suicidarse: los policías poseían, sin duda, granadas de mano. Las instrucciones del comité militar, transmitidas por Kyo a todos los grupos, consistían en que, en caso de fracaso parcial, prendiesen fuego, turnasen posiciones en las casas vecinas y pidiesen ayuda a los equipos especiales. Ninguna otra cosa se podía hacer.
– ¡Prended fuego!
Los hombres con las latas de nafta trataron de arrojarlas a voleo, como el agua de un cubo; pero las estrechas aberturas no dejaban salir más que unos chorros irrisorios. Tuvieron que dejarla correr con lentitud sobre los muebles y a lo largo de los muros. Chen miró por la ventana: enfrente, almacenes cerrados, unas ventanas estrechas que daban a la salida del puesto; arriba, los tejados podridos y alabeados de las casas chinas y la calma infinita del cielo gris, que no empañaba ningún humo, del cielo Intimo y bajo sobre la calle vacía. Todo combate era absurdo; nada existía enfrente de la vida; se repuso, justamente en el momento en que vio bajar unos ladrillos y unos vidrios, en un estruendo cristalino unido al ruido de una descarga: disparaban sobre ellos desde fuera.
Segunda descarga. A la sazón se hallaban entre los policías, prevenidos y dueños del piso, y los nuevos asaltantes a quienes no veían, en aquella habitación por donde corría la nafta. Todos los hombres de Chen estaban echados boca abajo y tenían a los prisioneros atados en un rincón. Que estallase una granada, y arderían. Uno de los hombres que estaban echados rezongó señalando con el dedo: un francotirador en un tejado y, en el extremo izquierdo de la ventana, deslizándose con un hombro hacia atrás en el campo de la visión, surgían prudentemente otros irregulares. Eran unos insurrectos; de los suyos.
«Esos idiotas disparan antes de haber enviado un explorador», pensó Chen. Tenía en el bolsillo la bandera azul del Kuomintang. La sacó y se precipitó hacia el corredor. En el instante en que salía, recibió en los riñones un golpe a la vez furioso y envuelto, al mismo tiempo que un estruendo formidable le penetraba hasta el vientre. Abrió los brazos hacia atrás, hasta donde daban, para sostenerse, y se encontró en el suelo, molido. Cesó el ruido; luego, cayó un objeto de metal, e inmediatamente entraron en el corredor unos gemidos con el humo. Se levantó: no estaba herido. Volvió a cerrar a medias la puerta, abierta por la incomprensible explosión, y tendió su bandera azul hacia afuera, con el brazo izquierdo, por el espacio libre: un balazo en la mano no le habría sorprendido. Pero no; gritaban de júbilo. El humo que salía con lentitud por la ventana impedía ver a los insurrectos de la izquierda; pero los de la derecha le llamaban.
Faltó poco para que una segunda explosión le derribase de nuevo. Desde las ventanas del primer piso, los policías sitiados les lanzaban granadas de mano. (¿Cómo podrían abrir sus ventanas sin ser alcanzados desde la calle?) La primera, la que le había arrojado al suelo, había estallado delante de la casa, y los cascos habían entrado por la puerta abierta y por la ventana, pulverizados, como si hubiesen explotado en el cuerpo de guardia mismo; aterrorizados por la explosión aquellos de sus hombres que no habían quedado muertos habían saltado afuera, mal protegidos por el humo. Bajo los disparos de los policías desde las ventanas, dos habían caído en medio de la calle, con las rodillas en el pecho, como conejos, hechos una bola; otro, con la cara convertida en una mancha roja, parecía sangrar por la nariz. Los irregulares habían reconocido a los suyos; pero la actitud de los que llamaban a Chen había hecho comprender a los oficiales que alguien iba a salir, y habían arrojado su segunda granada. Había estallado en la calle, a la izquierda de Chen: el muro lo había protegido.
Desde el corredor, examinó el cuerpo de guardia. El humo volvía a bajar del techo, con un movimiento corvo y lento. Había unos cuerpos en el suelo: unos gemidos llenaban la estancia, a ras del suelo, como ladridos. En el rincón, uno de los prisioneros, con una pierna arrancada, aullaba a los suyos: «¡No tiréis más!» Sus gritos anhelantes parecían horadar el humo, que continuaba, por encima del sufrimiento su curva indiferente, como una fatalidad visible. Aquel hombre que aullaba, con la pierna arrancada, no podía continuar atado; era imposible. Sin embargo, ¿iría a estallar una nueva granada, de un momento a otro? «Eso a mí no me importa -pensó Chen-; es un enemigo.» Pero estaba allí, con un agujero en la carne más allá del muslo, en lugar de la pierna, y además atado. El sentimiento que experimentaba era mucho más fuerte que la lástima: era él mismo, aquel hombre atado. «Si la granada estalla afuera, me arrojaré al suelo boca abajo; si llega hasta aquí, será preciso que la rechace inmediatamente. Hay una probabilidad contra veinte para que me disparen. ¿Qué cuerno hago aquí? ¿Qué cuerno hago aquí?» Muerto, poco importaba. Su angustia era ser herido en el vientre; sin embargo, le era aquello menos intolerable que la presencia de aquel torturado y atado, de aquella impotencia humana en el dolor. Sin poder obrar de otro modo, fue hacia el hombre, con el cuchillo en la mano para cortar la cuerda. El prisionero creyó que iba a matarlo; quiso aullar más: su voz debilitada se convirtió en un silbido. Saturado de horror, Chen le palpaba con su mano izquierda, a la que se le adherían las ropas, llenas de sangre pegajosa, incapaz, no obstante, de apartar su mirada de la ventana rota, por donde podía caer la granada. Encontró, por fin, las cuerdas, deslizó su cuchillo por debajo, y las cortó. El hombre ya no gritaba, estaba muerto, o desvanecido. Chen, siempre con la mirada fija en la ventana destrozada, volvió al corredor. El cambio de olor le sorprendió; como si sólo hubiese comenzado a entender, comprendió que los gemidos de los heridos se habían cambiado, también, en aullidos: en la habitación, los restos impregnados de nafta, encendidos por las granadas, comenzaban a arder.
No había agua. Antes de la toma del puesto por los insurrectos, los heridos (ahora ya no contaba con los prisioneros: no pensaba más que en los suyos) quedarían carbonizados… ¡Salir, salir! Primero, reflexionar, para hacer después los menores gestos posibles. Aunque temblaba, con la imaginación fascinada por la fuga, no había perdido la lucidez: era preciso ir hacia la izquierda, donde le protegería un porche. Abrió la puerta con la mano derecha, haciendo seña con la izquierda de que se guardase silencio. Los enemigos, arriba, no podían verle; sólo la actitud de los insurrectos hubiera podido informarles. Sentía todas las miradas de los suyos fijas en aquella puerta abierta, sobre su abultada silueta, azul sobre el fondo sombrío del corredor. Comenzó a deslizarse hacia la izquierda, adosado al muro, con los brazos en cruz y el revólver en la mano derecha. Mientras avanzaba, paso a paso, miraba a las ventanas, hacia arriba: una estaba protegida por una placa de blindaje, colocada en forma de cobertizo. «Si tratan de disparar debo ver la granada y sin duda el brazo -pensó Chen, sin dejar de avanzar-. Si la veo, es preciso que la atrape, como si fuera un paquete, y la vuelva a arrojar lo más lejos posible…» No cesaba en su marcha de cangrejo. «No podré lanzarla lo bastante lejos; si no quedo protegido, recibiré unos cuantos cascos en el vientre…» Seguía avanzando. El intenso olor a quemado y la ausencia súbita de apoyo detrás de él (no se volvía) le hicieron comprender que pasaba por delante de la ventana del piso bajo. «Si atrapo la granada, la arrojo al cuerpo de guardia antes de que estalle. Con el espesor del muro, una vez pasada la ventana, estoy salvado.» ¿Qué importaba que el cuerpo de guardia no estuviese vacío, que se encontrase allí aquel hombre cuyas cuerdas había cortado, y sus propios heridos? No veía a los insurrectos, ni aun por entre los claros del humo, porque no podía apartar del cobertizo los ojos; pero continuaba sintiendo las miradas que le buscaban a éclass="underline" a pesar de los disparos contra las ventanas, que molestaban a los policial, estaba estupefacto de que no comprendiesen que algo pasaba por allí. Pensó, de pronto, que poseerían pocas granadas y que observarían, antes de arrojarlas; inmediatamente, como si aquella idea hubiera nacido de una sombra, apareció una cabeza bajo el cobertizo -oculta para los insurrectos, pero no para él-. Frenéticamente, abandonando su actitud de funámbulo, disparó al azar, dio un salto hacia adelante, y alcanzó su porche. Una descarga partió de las ventanas, una granada explotó en el sitio que él acababa de abandonar: el policía, sobre el cual había errado el tiro, había vacilado antes de pasar por debajo del cobertizo la mano en que tenía la granada, temiendo un segundo disparo. Chen había recibido un golpe en el brazo izquierdo; algún desplazamiento de aire, al que la herida que se había hecho con el puñal, antes de matar a Tan-Yen-Ta, era sensible. Sangraba de nuevo, pero no le dolía. Apretándose más el apósito con un pañuelo, se unió a los insurrectos atravesando los patios.