Uno de los hombres, agarrado a la cornisa del tejado, adelantó el brazo libre por encima de la calle y arrojó su granada hacia la ventana del primer piso, sobre la cual se hallaba: demasiado baja. Estalló sobre la acera. Arrojó una segunda: ésta penetró en la habitación donde se encontraban los heridos. Salieron unos gritos por la ventana; no ya los gritos de antes, sino un aullido entrecortado por la muerte, por el sobresalto de un sufrimiento aún no agotado.
El hombre arrojó su tercera granada y se equivocó, otra vez, de ventana.
Era uno de los hombres conducidos por el camión. Se hallaba hábilmente echado hacia atrás, por temor a las explosiones. Se inclinó de nuevo, con el brazo levantado, terminado por una cuarta granada. Detrás de él, uno de los hombres de Chen descendía. No se abatió el brazo: todo el cuerpo quedó destrozado como por una enorme bala de cañón.
Una explosión intensa resonó sobre la acera; a pesar del humo, una mancha de sangre de un metro apareció sobre el muro. El humo se apartó: el muro estaba constelado de sangre y de carne. El segundo insurrecto, por falta de apoyo y deslizándose con todo su peso a lo largo del tejado, había arrancado al primero. Ambos habían caído sobre sus propias granadas, cuyas alegras habían desprendido.
Por el otro lado del tejado, a la derecha, unos hombres de los dos grupos burgueses kuomintang y obreros comunistas llegaban con prudencia. Ante la caída, se habían detenido: ahora comenzaban a descender de nuevo. La represión de febrero había sido hecha mediante demasiadas torturas para que en la insurrección faltasen hombres resueltos. Por la derecha, otros hombres se aproximaban. -¡Haced la cadena! -gritó Chen, desde abajo. Muy cerca del puesto, unos insurrectos repitieron el grito. Los hombres se dieron unos a otros las manos, rodeando fuertemente, el más alto, con su brazo izquierdo, un sólido ornamento del tejado. Se reanudó el lanzamiento de las granadas. Los sitiados no podían responder.
En cinco minutos, entraron tres granadas por las dos ventanas a las que se había apuntado; otra hizo que saltase el cobertizo. Sólo la del centro no era alcanzada. «¡La del medio!», gritó el cadete. Chen lo miró. Aquel hombre experimentaba en el mando el júbilo de un deporte perfecto. Apenas se protegía. Era valiente, sin duda alguna; pero no se hallaba compenetrado con sus hombres. Chen estaba compenetrado con los suyos, aunque no lo bastante.
No lo bastante.
Abandonó al cadete y atravesó la calle, hasta ponerse fuera del radio de acción de los sitiados. Subió al tejado. El hombre que se agarraba al saliente se debilitaba: lo sustituyó. Con su brazo herido replegado sobre aquel adorno de cemento y de yeso, sosteniendo con su mano derecha la del primer hombre de la cadena, no escapaba a su soledad. El peso de tres hombres que se deslizaban quedaba suspendido de su brazo y pasaba a través de su pecho, como una barra. Las granadas estallaban en el interior del puesto, que ya no disparaba. «Estamos protegidos por el desván -pensó-; pero no por mucho tiempo. El tejado saltará.» A pesar de la intimidad con la muerte; a pesar de aquel peso fraternal que le descuartizaba, no era de los suyos. «¿Acaso la misma sangre es vana?»
El cadete, desde abajo, le miraba sin comprender. Uno de los hombres, que había subido detrás de Chen, le propuso sustituirle.
– Bien, lanzaré también yo.
Pasó aquella cadena de cuerpos. Por sus músculos extenuados, subía una desesperación sin límite. Su semblante de lechuza, de ojos menudos, estaba en tensión, absolutamente inmóvil; sintió con estupefacción que una lágrima le corría a lo largo de la nariz. «La nerviosidad», pensó. Sacó una granada del bolsillo y comenzó a descender, agarrándose a los brazos de los hombres de la cadena. Pero la cadena tenía su apoyo sobre el adorno en que terminaba el tejado a los lados. Desde allí era casi imposible alcanzar la ventana del medio. Cuando llegó a ras del tejado, Chen abandonó el brazo del lanzador, se suspendió de una pierna y luego del canalón y descendió por el tubo verticaclass="underline" estaba demasiado alejado de la ventana para poder tocarla, y lo bastante cerca para poder disparar. Sus camaradas no se movían ya. Por encima del piso bajo un saliente le permitió detenerse. Que le doliera tan poco la herida le extrañaba. Agarrado con la mano izquierda a uno de los ganchos que sujetaban el canalón, sopesó su primera granada: «Si cae a la calle, debajo de mí, estoy muerto.» La lanzó con tanta fuerza como se lo permitió su posición: entró y estalló en el interior.
Abajo, se reanudaba el tiroteo.
Por la puerta del puesto que había quedado abierta, los policías, expulsados de la última habitación, dispararon al azar, se lanzaban afuera atropellándose, como ciegos espantados. Desde los tejados, desde los porches, desde las ventanas, disparaban los insurrectos. Uno tras otro, los cuerpos cayeron, muchos cerca de la puerta, y luego, cada vez más dispersados.
El fuego cesó. Chen descendió, siempre agarrándose al canalón: no veía lo que había a sus pies, y saltó sobre un cuerpo.
El cadete entraba en el puesto. Le siguió, sacando del bolsillo la granada que no había lanzado. A cada paso que daba, adquiría más violentamente conciencia de que las quejas de los heridos habían cesado. En el cuerpo de guardia no había más que muertos. Los heridos aparecían carbonizados. En el primer piso había más muertos y algunos heridos.
– Ahora, a la estación del Sur -dijo el oficial-. Cojamos todos los fusiles: otros grupos los necesitarán.
Las armas fueron llevadas al camión; cuando todas estuvieron recogidas, los hombres subieron al coche, de pie, apretados unos contra otros, sentados sobre los capotes, agarrados a los estribos, montados en la trasera. Los que quedaban se fueron por las callejuelas, corriendo a paso gimnástico. La gran mancha de sangre abandonada resultaba inexplicable, en medio de la calle desierta; por la esquina, desaparecía el camión, erizado de hombres, con su estrépito de hierro viejo, hacia la estación del Sur y hacia los cuarteles.
Bien pronto tuvo que detenerse: la calle estaba interceptada por cuatro caballos muertos y tres cadáveres, ya desarmados. Eran los de los jinetes que Chen había visto al comienzo de la jornada: el primer auto blindado había llegado a tiempo. En el suelo, unos cristales rotos, y nadie más que un chino viejo, con la barba terminada en punta, que gemía. Habló con toda claridad, en cuanto Chen se aproximó:
– ¡Esto es una cosa injusta y muy triste! ¡Cuatro! ¡Cuatro! ¡Ay!
– Tres solamente -dijo Chen.
– ¡Cuatro! ¡Ay!
Chen miró de nuevo: no había más que tres cadáveres; uno de lado, como si hubiera sido arrojado de voleo, y dos boca abajo, entre las casas muertas también, bajo el cielo pesado.
– Me refiero a los caballos -dijo el viejo, con desprecio y temor: Chen llevaba revólver.
– Yo, a los hombres. ¿Alguno de los caballos te pertenecía?
Sin duda, habían sido requisados aquella mañana.
– No; pero yo era cochero. Las bestias me interesan. ¡Cuatro muertas!… ¡Y para nada! El chófer intervino:
– ¿Para nada?
– No perdamos tiempo -dijo Chen.
Ayudado por dos hombres, apartó los caballos. El camión pasó. En el extremo de la calle, Chen, sentado en uno de los estribos, miró hacia atrás: el anciano cochero continuaba entre los cadáveres, gimiendo sin duda, negro en la calle gris.