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5 de la tarde

«La estación del Sur ha sido tomada.»

Ferral colgó de nuevo el receptor. Mientras daba unas citas (una parte de la Cámara de Comercio Internacional era hostil a toda intervención, pero él disponía del periódico más importante de Shanghai), los progresos en la insurrección le alcanzaban, uno después de otro. Había pretendido telefonear solo. Volvió a su estudio donde Martial, que acababa de llegar, discutía con el enviado de Chiang Kaishek: éste no había accedido a recibir al jefe de la policía, ni en la dirección de Seguridad ni en su casa. Antes de abrir la puerta, Ferral oyó, a pesar del tiroteo:

– Comprenderá usted, yo represento aquí algo muy importante. Los intereses franceses…

– Pero, ¿qué apoyo puedo prometerle? -respondía el chino, con una entonación de insistencia indolente-. El mismo señor cónsul general me dice que espera de usted datos precisos. Porque usted conoce muy bien a nuestro país y a sus hombres.

El teléfono del estudio sonó.

– El Consejo Municipal se ha rendido -dijo Martial.

Y, cambiando de tono:

– No niego que tengo cierta experiencia psicológica de este país y de los hombres en general. Psicología y acción: tal es mi oficio; y, respecto a…

– Pero si unos individuos tan peligrosos para su país como para el nuestro, peligrosos para la paz de la civilización, se refugian, como siempre, en la concesión… La policía internacional…

«Ya estamos -pensó Ferral, que entraba-. Pretende saber si Martial, en caso de ruptura, dejaría que los comunistas se refugiasen entre nosotros.»

– … nos ha prometido toda su benevolencia… ¿Qué hará la policía francesa?

– Todo se arreglará. Presten ustedes atención solamente a esto: nada de líos con las mujeres blancas, salvo las rusas. Sobre eso tengo instrucciones muy firmes. Pero ya se lo he dicho: nada oficial. Nada oficial.

En el estudio moderno -en las paredes, Picassos del período rosa y un boceto erótico de Fragonard- los interlocutores, de pie, se hallaban a ambos lados de una enorme Kwannyn de piedra negra, de la dinastía Tang, comprada por consejo de Clappique y que Gisors consideraba falsa. El chino, un coronel joven, con la nariz encorvada, vestido de paisano, abotonado de abajo arriba, miraba a Martial y sonreía, con la cabeza inclinada hacia atrás.

– Doy a usted las gracias, en nombre de mi partido… Los comunistas son unos solemnes traidores, nos traicionan a nosotros, sus fieles aliados. Se convino en que colaboraríamos juntos, y la cuestión social se plantearía cuando China quedase unificada. Y ya la plantean. No respetan nuestro contrato. No quieren restablecer la China, sino los soviets. Los muertos del ejército no han muerto por los soviets, sino por la China. Los comunistas son capaces de todo. Por eso es por lo que le pregunto, señor director, si la policía francesa consideraría oportuno pensar en la seguridad personal del general.

Estaba claro que había pedido el mismo favor a la policía internacional.

– Con mucho gusto -respondió Martial-. Envíeme al jefe de su policía. ¿Sigue siendo König?

– Sí. Dígame, señor director, ¿usted ha estudiado historia romana?

– Naturalmente.

«En la escuela nocturna», pensó Ferral.

El teléfono, de nuevo. Martial tomó el receptor.

– Los puentes están tomados -dijo, con calma-. Dentro de un cuarto de hora la insurrección ocupará la ciudad.

– Mi opinión -prosiguió el chino, como si no hubiera oído nada- es que la corrupción de las costumbres perdió al Imperio romano. ¿No cree usted que una organización técnica de la prostitución y una organización occidental como la de la policía podrían acabar con los jefes del Han-Kow, que no valen lo que valían los del Imperio romano?

– Es una idea… Pero no creo que sea aplicable. Habría que reflexionar mucho sobre eso…

– Los europeos no comprenden nunca a la China, sino por lo que se les asemeja.

Un silencio. Ferral se divertía. El chino intrigaba: aquella cabeza echada hacia atrás, casi desdeñosa, y, al mismo tiempo, aquella dificultad… «Han-Kow, sumergido bajo los trenes de prostitutas… -pensó-. Conoce a los comunistas. Y de que tenga un conocimiento exacto de la economía política, no cabe duda. ¡Asombroso!…» Acaso los soviets se preparasen en la ciudad, y aquél pensaba en las sagaces enseñanzas del Imperio romano. «Gisors tiene razón; siempre buscan los trucos.»

Otra vez el teléfono.

– Los cuarteles están bloqueados -dijo Martial-. Los refuerzos del gobierno no llegan más.

– ¿Y la estación del Norte? -preguntó Ferral.

– Todavía no ha sido tomada.

– ¿Pero el gobierno puede traer tropas del frente?

– Tal vez, señor -dijo el chino-; sus tropas y sus tanques se repliegan sobre Nankín. Puede enviarlas aquí. El tren blindado puede combatir todavía seriamente.

– Sí; alrededor del tren y de la estación, desde luego -pronunció Martial-. Todo cuanto se ha tomado está organizado poco a poco. Seguramente, la insurrección tiene cuadros rusos y europeos; los empleados revolucionarios de cada administración guían a los insurrectos. Hay un comité militar que lo dirige todo. La policía entera está ya desarmada. Los rojos tienen puntos de reunión, desde donde las tropas son dirigidas contra los cuarteles.

– Los chinos tienen un gran sentido de la organización -dijo el oficial.

– ¿Cómo está protegido Chiang Kaishek?

– Su auto siempre va precedido del de su guardia personal. Y nosotros tenemos nuestros indicadores.

Ferral comprendió, por fin, la razón de aquella actitud desdeñosa de la cabeza, que comenzaba a excitarle (al principio le parecía siempre que el oficial, por encima de la cabeza de Martial, miraba su boceto erótico): una nube en el ojo derecho obligaba al oficial a mirar de arriba abajo.

– No basta -respondió Martial-. Hay que arreglar eso. Lo mejor será cuanto antes. Ahora, tengo que salir volando: se trata de elegir el comité ejecutivo que tomará el gobierno en sus manos. Allí quizá pueda hacer algo. También se trata de la elección del prefecto, que no es poco…

Ferral y el oficial se quedaron solos.

– Entonces, señor -dijo el chino, con la cabeza hacia atrás-, ¿podemos, desde ahora, contar con usted?

– Liu-Ti-Yu espera -respondió.

Jefe de la asociación de los banqueros shanghayeses; presidente honorario de la Cámara de Comercio china; aliado con todos los jefes de guildas, aquél podía obrar en aquella ciudad china que, sin duda, comenzaban a ocupar las secciones insurrectas mejor aún que Ferral las concesiones. El oficial se inclinó y se despidió. Ferral subió al primer piso. En un rincón de un despacho moderno, adornado por todas partes con esculturas de remotas épocas chinas; con un traje blanco, sobre un chaleco de punto, blanco también, como sus cabellos hirsutos; sin cuello; con las manos adheridas a los tubos niquelados de su sillón, Liu-Ti-Yu esperaba, en efecto. Toda su fisonomía estaba en la boca y en las mandíbulas: una enérgica rana vieja.

Ferral no se sentó.

– Usted está decidido a acabar con los comunistas -no interrogaba, afirmaba-. Nosotros también, evidentemente. -Comenzó a pasearse por el cuarto, con los hombros hacia adelante-. Chiang Kaishek está dispuesto a la ruptura.

Ferral nunca había encontrado la desconfianza en el semblante de un chino. ¿Aquél le creía? Le tendió una caja con cigarrillos. Aquella caja, desde que había decidido no volver a fumar, estaba siempre abierta sobre su mesa, como si, viéndola sin cesar, afirmase la fuerza de su carácter, confirmando así su decisión.

– Hay que ayudar a Chiang Kaishek. Para usted, eso constituye una cuestión de vida o muerte. No es cosa de que la situación actual se mantenga. En la retaguardia del ejército y en el campo, los comunistas comienzan a organizar las uniones campesinas. El primer decreto de las uniones será la desposesión de los prestamistas. -Ferral no decía los usureros-. La enorme mayoría de sus capitales están en los campos; el más saneado de los depósitos de sus bancos está garantizado por sus tierras. Los soviets campesinos…