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– Los comunistas no se atreverán a formar soviets en China.

– No juguemos con las palabras, señor Liu. Uniones o soviets, las organizaciones comunistas van a nacionalizar la tierra y a declarar ilegales los créditos. Estas dos medidas suprimen lo esencial de las garantías, en nombre de las cuales les han sido concedidos los créditos extranjeros. Más de mil millones, contando a mis amigos japoneses y americanos. No es cosa de garantizar esta suma con un comercio paralizado. Y aun sin hablar de nuestros créditos, esos decretos bastan para que quiebren todos los bancos chinos. Evidente.

– El Kuomintang no dejará que se haga eso.

– No hay Kuomintang. Hay azules y rojos. Hasta aquí han colaborado, aunque mal, porque Chiang Kaishek no tenía dinero. Tomada Shanghai mañana, Chiang Kaishek casi puede pagar su ejército con las aduanas. No por completo. Cuenta con nosotros. Los comunistas han predicado por todas partes la vuelta a la posesión de las tierras. Se dice que se esfuerzan por retrasarlo: demasiado tarde. Los campesinos han oído sus discursos, y no son miembros de su partido. Harán lo que quieran.

– Nada puede detener a los campesinos, como no sea la fuerza. Ya se lo he dicho al señor cónsul general de la Gran Bretaña.

Encontrando casi el tono de su voz en el de su interlocutor, Ferral recibió la impresión de que le ganaba.

– Ya han tratado de recuperar las tierras. Chiang Kaishek está dispuesto a no dejarlos obrar. Ha dado orden de que no se toque ninguna de las tierras que pertenecen a oficiales o a parientes de oficiales. Es preciso…

– Todos nosotros somos parientes de oficiales. Liu sonrió.

«¿Existe una sola tierra en China cuyo propietario no sea pariente de un oficial?…»

Ferral conocía el parentesco chino.

Otra vez el teléfono.

– El arsenal está bloqueado -dijo Ferral-. Todos los establecimientos gubernamentales están tomados. El ejército revolucionario entrará en Shanghai mañana. Es preciso que la cuestión quede resuelta ahora. Compréndame bien. A consecuencia de la propaganda comunista, numerosas tierras les han sido tomadas a sus propietarios; Chiang Kaishek debe aceptarlo o dar la orden de que se fusile a los que las han cogido. El gobierno rojo de Han-Kow no puede aceptar semejante orden.

– Contemporizará.

– Ya sabe usted en lo que se convirtieron las acciones de las sociedades inglesas, después de la toma de la concesión de Han-Kow. Ya sabe en lo que se convertirá su situación cuando las tierras, cualesquiera que sean, hayan sido arrancadas legalmente a sus poseedores. Chiang Kaishek sabe y dice que está obligado a romper ahora. ¿Quiere usted ayudarle? ¿Sí o no?

Liu escupió, con la cabeza hundida entre los hombros. Cerró los ojos; los volvió a abrir, y contempló a Ferral con la mirada desplegada del viejo usurero de no importa qué lugar sobre la tierra:

– ¿Cuánto?

– Cincuenta millones de dólares.

Escupió de nuevo.

– ¿Para nosotros solos?

– Sí.

Volvió a cerrar los ojos. Por encima del ruido desgarrador del tiroteo, de minuto en minuto, el tren blindado disparaba.

Si los amigos de Liu se decidían, todavía habría que luchar; si no se decidían, el comunismo triunfaría, sin duda, en China. «He aquí uno de los instantes en que el destino del mundo cambia…», pensó Ferral, con un orgullo en el que había exaltación e indiferencia. No quitaba la mirada de su interlocutor. El viejo, con los ojos cerrados, parecía dormir; pero, sobre el dorso de sus manos, las venas azules, enmarañadas, temblaban como nervios. «Será preciso, también, un argumento individual», pensó Ferral.

– Chiang Kaishek -dijo- no puede dejar que se despoje a sus oficiales. Y los comunistas están decididos a asesinarlo. Lo sabe.

Se decía eso desde hacía algunos días; pero Ferral lo dudaba.

– ¿De cuánto tiempo disponemos? -preguntó Liu.

E inmediatamente, con un ojo cerrado y el otro abierto, astuto el derecho, vergonzoso el izquierdo:

– ¿Está usted seguro de que no tomará el dinero sin ejecutar sus promesas?

– También existe nuestro dinero, y no es de promesas de lo que se trata. No puede obrar de otro modo. Y, compréndame bien: no es porque usted lo pague por lo que debe destruir a los comunistas: porque debe destruir a los comunistas es por lo que usted le paga.

– Voy a reunir a mis amigos.

Ferral conocía la costumbre china y la influencia del que habla.

– ¿Cuál será su consejo?

– Chiang Kaishek puede ser combatido por la gente de Han-Kow. Allí hay doscientos mil obreros sin trabajo.

– Si no le ayudamos, lo será, seguramente.

– Cincuenta millones… Es… mucho…

Por fin miró de frente a Ferral.

– Menos de lo que usted se verá obligado a dar a un gobierno comunista.

El teléfono.

– El tren blindado está aislado -pronunció Ferral-. Aunque el gobierno quisiera enviar nuevas tropas del frente, ya no podría hacer nada.

Tendió la mano.

Liu se la estrechó y abandonó el aposento. Desde la alta ventana, cubierta de jirones de nubes, Ferral vio alejarse el auto, cubriendo por un momento el ruido del motor al de las descargas. Aunque resultase vencedor, el estado de sus empresas le obligaría quizá a solicitar la ayuda del gobierno francés, que rehusaba tan a menudo, que acababa de rehusar al Banco Industrial de China; pero ahora era de aquéllos a través de los cuales se jugaba la suerte de Shanghai. Todas las fuerzas económicas, casi todos los consulados hacían el mismo juego que éclass="underline" Liu pagaría. El tren blindado continuaba disparando. Sí; por primera vez, había una organización del otro lado. Le hubiera gustado conocer a los hombres que la dirigían. Y mandarlos fusilar también.

La tarde de guerra se perdía en la noche. A ras del suelo se encendían las luces, y el río invisible llamaba hacia sí como siempre la poca vida que quedaba en la ciudad. Venía de Han-Kow, aquel río. Liu tenía razón, y Ferral lo sabía: allí estaba el peligro. Allí se formaba el ejército rojo. Allí, los comunistas dominaban. Desde que las tropas revolucionarias, como las máquinas quitanieves, rechazaban a los nordistas, toda la izquierda soñaba con aquella tierra prometida: la patria de la Revolución estaba en la sombra verdosa de aquellas fundiciones, de aquellos arsenales, aun antes de que los hubieran tomado; ahora, la poseían, y aquellos mercaderes miserables, que se perdían en la bruma pegajosa donde las linternas se hacían cada vez más numerosas, avanzaban en dirección al río, como si todos hubiesen llegado también de Han-Kow con sus fauces de derrota, como presagios expulsados hacia él por la noche amenazadora.

Las once. Desde la salida de Liu, antes y después de la comida, los jefes de guildas, los banqueros, los directores de las compañías de seguros y de transportes fluviales, los importadores y los jefes de las hilanderías. Todos dependían, en alguna medida, del grupo Ferral o de uno de los grupos extranjeros que habían unido su política a la del Consorcio Francoasiático: Ferral no contaba más que con Liu. Corazón viviente de la China, Shanghai palpitaba al paso de todo cuanto le hacía vivir; hasta de lo último de los campos -la mayor parte de los propietarios terratenientes dependían de los bancos-, los vasos sanguíneos confluían, como canales, hacia la capital donde se jugaba el destino chino. El tiroteo continuaba. Ahora, había que esperar.

Al lado, Valeria estaba acostada. Aunque era su querida desde hacía una semana, nunca había pretendido amarla: ella habría sonreído, con insolente complicidad. Tampoco ella le había dicho nada, por la misma razón, quizá. Los obstáculos de que estaba hecha su vida presente la lanzaban hacia el erotismo, no hacia el amor. Él sabía que ya no era joven, y se esforzaba por persuadirse de que su leyenda suplía a la juventud. Él era Ferral y conocía a las mujeres. A tal punto, en efecto, que no creía una palabra de cuanto se decía. Se acordaba de uno de sus amigos, inteligente, enfermizo, al que había envidiado sus queridas. Un día en que, a tal respecto, había interrogado a Valeria, ésta le había dicho: «No hay nada más atractivo en un hombre que la unión de la fuerza y la debilidad.» Persuadido de que ningún ser se explica simplemente por medio de su vida, retenía esta frase con mayor intensidad que todo cuanto ella le había confiado acerca de la suya.