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Aquella gran modista rica no era venal (todavía, al menos). Afirmaba que el erotismo de muchas mujeres consistía en ponerse desnudas delante de un hombre escogido, y no actuaba plenamente más que una vez. ¿Pensaba en sí misma? Era aquélla, no obstante, la tercera vez que se acostaba con él. Ferral apreciaba en ella un orgullo semejante al suyo. «Los hombres tienen los viajes, y las mujeres tienen a sus amantes», había dicho Valeria la víspera. ¿Le gustaba, como a muchas mujeres, por el contraste entre su dureza y las atenciones que le prodigaba? No ignoraba que comprometía en aquel juego su orgullo -lo esencial de su vida-. No dejaba de haber peligro en una compañera que decía: «Ningún hombre puede hablar de las mujeres, querido, porque ningún hombre comprende que todo nuevo maquillaje, todo nuevo vestido y todo nuevo amante proponen una alma nueva…», con la sonrisa necesaria.

Entró en la habitación. Acostada, con los cabellos en el hueco del brazo, bien torneado, le contempló sonriendo.

La sonrisa le proporcionaba la vida, a la vez intensa y abandonada, que proporciona el placer. Durante el descanso, la expresión de Valeria era de tristeza tierna, y Ferral recordaba que la primera vez que la había visto había dicho que tenía un semblante turbio -el semblante que convenía a lo que sus ojos grises tenían de dulces-. Pero cuando la coquetería entraba en juego, la sonrisa que entreabría su boca en forma de arco, más en las comisuras que en el centro, armonizando de una manera imprevista con sus cabellos, cortos y ondulados a trozos, y con sus ojos, entonces menos tiernos, le daba, a pesar de la fina regularidad de sus facciones, la expresión compleja del gato en el abandono. A Ferral le gustaban los animales, como a todos aquellos cuyo orgullo es demasiado grande para acomodarse a los hombres; los gatos, sobre todo.

La besó. Ella tendió la boca. ¿Por sensualidad o por horror a la ternura? -se preguntaba él, mientras se desnudaba en el cuarto de baño-. La bombilla se había roto y los objetos del tocador aparecían rojizos, iluminados por los incendios. Miró por la ventana: en la avenida, una multitud en movimiento, millones de peces bajo el temblor de un agua negra; le pareció, de pronto, que el alma de aquella multitud la había abandonado, como el pensamiento a los durmientes que sueñan, y que ardían con una energía alegre en aquellas llamas abundantes que iluminaban los límites de los edificios.

Cuando volvió, Valeria soñaba y no sonreía ya. Aunque estaba acostumbrado a aquella diferencia de expresión, le pareció, una vez más, salir de una locura. ¿No quería más que ser amado de la mujer, en la sonrisa que aquella mujer sin sonrisa le deparaba, como una extraña? El tren blindado disparaba de minuto en minuto, como para un triunfo: estaba aún en manos de los gubernamentales, con el cuartel, el arsenal y la iglesia rusa.

– Querido -preguntó ella-, ¿ha vuelto usted a ver al señor Clappique?

Toda la colonia francesa de Shanghai conocía a Clappique. Valeria había vuelto a encontrarle durante una cena, la antevíspera; su fantasía la encantaba.

– Sí. Le he encargado que me compre algunas aguadas de Kama.

– ¿Se encuentran en las casas de los anticuarios?

– No. Pero Kama vuelve de Europa; pasará por aquí dentro de unos quince días. Clappique estaba cansado, y no ha contado más que dos lindas historias: la de un ladrón chino que fue absuelto por haberse introducido por un agujero en forma de lira en el Monte Pío, que se puso a desvalijar, y esta otra: Ilustre Virtud, desde hacía veinte años, domesticaba a unos conejos. A un lado de la aduana interior, estaba su casa; al otro, sus cabañas. Los aduaneros, sustituidos una vez más, se olvidaron de prevenir a sus sucesores acerca de su paso cotidiano. Llega él con su cesta, llena de hierba debajo del brazo. «¡Eh! Enseñe usted su cesta.» Debajo de la hierba, relojes, cadenas, lámparas eléctricas, aparatos fotográficos. «¿Es esto lo que da usted de comer a los conejos?» «Sí, señor director de aduanas. Y (como dirigiéndose a los citados conejos) si no les gusta eso, no tendrán otra cosa.»

– ¡Oh! -exclamó ella-. Es una historia científica; ahora lo comprendo todo. Los conejos-campanilla, los conejos-tambor, ¿sabe usted?, todos esos lindos animalitos que viven tan bien en la luna y en sitios semejantes, y tan mal en las habitaciones de los niños; de ahí es de donde vienen… Constituye una dolorosa injusticia, esa triste historia de Ilustre Virtud. Y me parece que los periódicos revolucionarios van a protestar mucho: porque, en verdad, tenga usted la seguridad de que los conejos comían aquellas cosas.

– ¿Ha leído usted Alicia en el país de las maravillas, querida?

Despreciaba bastante a las mujeres, sin las cuales no podía pasar, para llamarlas «querida».

– Cómo, ¿lo duda usted? Me lo sé de memoria.

– Su sonrisa me hace pensar en el fantasma del gato que no se materializa nunca y del que no se veía más que una encantadora sonrisa de gato flotante en el aire. ¡Ah! ¿Por qué la inteligencia de las mujeres quiere siempre elegir otro objeto distinto al suyo?

– ¿Cuál es el suyo, querido?

– El encanto y la comprensión, con toda evidencia.

Ella reflexionó.

– Lo que los hombres nombran así es la sumisión del espíritu. Usted no reconoce en una mujer más que la inteligencia que le aprueba. Eso es tan descansado…

– Entregarse, para una mujer, y poseer, para un hombre, son los dos únicos medios de que los seres puedan comprenderlo todo, sea lo que sea…

– ¿No cree usted, querido, que las mujeres no se entregan nunca (o casi nunca), y que los hombres no poseen nada? Se trata de un juego: «Creo que la poseo, puesto que ella cree que es poseída…» ¿Sí? ¿Verdaderamente? Lo que voy a decir está muy mal, pero ¿no cree usted que ésa es la historia del corcho, que se creía mucho más importante que la botella?

La libertad de costumbres, en una mujer, excitaba a Ferral; pero la libertad de espíritu le irritaba. Se sintió ávido de hacer que renaciese el único sentimiento que le prestaba superioridad sobre una mujer: la vergüenza cristiana, el reconocimiento ante la vergüenza sufrida. Si Valeria no lo adivinó, adivinó que se separaba de ella, y, sensible, por otra parte, a un deseo físico que veía aumentar, recreada en la idea de que podría recuperarlo a voluntad, le miró con la boca entreabierta (puesto que le gustaba su sonrisa…), ofreciéndole la mirada, segura de que, como casi todos los hombres, tomaría el deseo que abrigaba de seducirle por el de un abandono.

Se reunió con ella en el lecho. Las caricias prestaban a Valeria una expresión hermética que él quiso ver transformarse. Llamaba a la otra expresión con demasiada pasión para no esperar que la voluptuosidad la fijase en el semblante de Valeria, creyendo que destruía una máscara, y que lo que tenía de más profundo, de más secreto, era necesariamente lo que prefería en ella: nunca había copulado con Valeria más que en la sombra. Pero apenas, con la mano, le apartaba suavemente las piernas, ella apagó la luz. Él volvió a encenderla.

Había buscado el interruptor a tientas, y ella tomó aquello por un desprecio. Apagaba de nuevo. Él volvió a encenderla inmediatamente. Como tenía los nervios muy sensibles, Valeria se sintió a la vez muy cerca de la risa y de la cólera; pero volvió a encontrar su mirada. Ferral había apartado el interruptor, y ella adquirió la seguridad de que él esperaba lo más claro de su placer en la transformación sensual de sus facciones. Sabía que no era verdaderamente dominada por su sexualidad sino al comienzo de una unión y en la sorpresa; cuando vio que no encontraba el interruptor, le invadió la tibieza que conocía y le subió a lo largo del torso hasta las puntas de los senos y hasta los labios, de los que adivinó, ante la mirada de Ferral, que se henchían insensiblemente. Aprovechó aquella tibieza, y oprimiéndole entre los muslos y los brazos, se sumergió, entre prolongadas pulsaciones, lejos de una playa adonde sabía que sería arrojado al punto, con ella misma, la resolución de no perdonarle.