Valeria dormía. La respiración regular y la dejadez del sueño henchían sus labios con dulzura y también con la expresión perdida que le suministraba el goce. «Un ser humano -pensó Ferral-; una vida individual, aislada, única, como la mía…» Se la imaginó habitando en su cuerpo, experimentando en su lugar aquel goce que él no podía volver a sentir más que como una humillación; se veía él también humillado por aquella voluptuosidad pasiva, por aquel sexo de mujer. «Eso es idiota; ella siente en función de su sexo, como yo en función del mío; ni más ni menos. Siente como un nudo de deseos, de tristeza, de orgullo; como un destino… Evidentemente.» Pero no en aquel momento: el sueño y sus labios la entregaban a una sensualidad perfecta, como si hubiese aceptado el no ser ya un ser vivo y libre, sino solamente aquella expresión de reconocimiento de una conquista física. El gran silencio de la noche china, con su olor a alcanfor y a hojas, adormecido él también hasta el Pacífico, la recubría fuera del tiempo: ni un navío llamaba; ni un tiro de fusil. No encerraba Valeria en su sueño los recuerdos y las esperanzas que él no poseería nunca: ella no era nada más que el otro polo de su propio placer. Jamás había vivido: nunca había sido una niña.
El cañón, de nuevo: el tren blindado comenzaba otra vez a disparar.
Al día, siguiente, a las 4
Desde una relojería, transformada en puesto, Kyo observaba el tren blindado. A 200 metros hacia adelante y hacia atrás, los revolucionarios habían hecho saltar los rieles y arrancado el paso a nivel. Del tren que obstruía la calle -inmóvil, muerto-, Kyo no veía más que dos vagones, uno cerrado, como un vagón para ganado, y el otro aplastado, como bajo un receptáculo de petróleo, bajo su torrecilla, de donde salía un cañón de pequeño calibre. No había hombres: ni sitiados ocultos tras de sus rejas cerradas como las de una cárcel, ni asaltantes dentro de las casas que dominaban la vía. Detrás de Kyo, hacia la iglesia rusa o hacia la imprenta comercial no cesaban las descargas. Los soldados dispuestos a dejarse desarmar no entraban en cuenta; los otros iban a morir. Todas las secciones insurrectas estaban armadas ahora; las tropas gubernamentales, con el frente deshecho, huían hacia Nankín en los trenes saboteados y por los barrancos fangosos de las carreteras, bajo el viento lluvioso. El ejército del Kuomintang llegaría a Shanghai dentro de algunas horas: de momento en momento, venían los correos.
Entró Chen, como siempre, vestido de obrero; se sentó al lado de Kyo, y contempló el tren. Sus hombres estaban de guardia detrás de una barricada a cien metros de allí, aunque no debían atacar.
El cañón del tren, de perfil, se movía. Como nubes muy bajas, unos velos de humo, última vida del incendio extinto, se deslizaban por delante de él.
– No creo que tengan ya muchas municiones -dijo Chen.
El cañón salía de la torrecilla como el telescopio de un observatorio, y se movía con una movilidad prudente; a pesar de los blindajes, la vacilación de aquel movimiento le hacía parecer frágil.
– En cuanto nuestros propios cañones estén allá… -dijo Kyo.
El que contemplaba dejó de moverse y disparó. En respuesta, una descarga crepitó contra el blindaje. Un claro apareció en el cielo gris y blanco precisamente por encima del tren.
Un correo llevó algunos documentos a Kyo.
– No tenemos mayoría en el comité -dijo éste.
La asamblea de delegados, reunida clandestinamente por el partido Kuomintang, antes de la insurrección, había elegido un comité central de 26 miembros, 15 de ellos comunistas; pero este comité acababa de elegir, a su vez, el comité ejecutivo, que iba a organizar el gobierno municipal. Allí estaba la eficacia; allí, los comunistas ya no tenían mayoría.
Un segundo correo con uniforme entró y se detuvo junto al marco de la puerta.
– El arsenal está tomado.
– ¿Y los tanques? -preguntó Kyo.
– Han salido para Nankín.
– ¿Tú vienes del ejército?
Era un soldado de la 1.ª División, la que contaba mayor número de comunistas. Kyo le interrogó. El hombre estaba amargado: se preguntaba para qué servía la Internacional. Todo se había entregado a la burguesía del Kuomintang; los parientes de los soldados, campesinos casi todos, se veían obligados a hacer efectiva la crecida cotización de los fondos de guerra, en tanto que la burguesía sólo estaba gravada con moderación. Si pretendían apoderarse de las tierras, las órdenes superiores se lo impedían. La toma de Shanghai iba a cambiar todo aquello -pensaban los soldados comunistas-; el mensajero no estaba muy seguro de ello. Informado de una sola parte, exponía malos argumentos; pero era fácil deducirlos mejores. La guardia roja -respondía Kyo- y la milicia obrera iban a ser creadas en Shanghai; en Han-Kow había más de doscientos mil obreros sin trabajo. Ambos, de minuto en minuto, se detenían y escuchaban.
– Han-Kow -dijo el hombre-; sé muy bien lo que hay en Han-Kow…
Sus voces ensordecidas parecían permanecer junto a ellos, retenidas por el aire estremecido, que parecía esperar también el cañón. Ambos pensaban en Han-Kow, «la ciudad más industrial de toda China». Allí se organizaba un nuevo ejército rojo; a aquella misma hora, las secciones obreras aprendían allí a manejar los fusiles…
Con las piernas separadas, los puños en las rodillas, la boca entreabierta, Chen contemplaba a los correos y no decía nada.
– Todo va a depender del prefecto de Shanghai -prosiguió Kyo-. Si éste es de los nuestros, poco importa la mayoría. Si es de la derecha…
Chen consultó la hora. En aquella relojería, por lo menos treinta relojes, en marcha o parados, señalaban horas diferentes. Descargas precipitadas se reunieron, en un alud. Chen dudó si miraría o no hacia afuera: no podía apartar los ojos de aquel universo de movimientos de relojería, impasibles ante la Revolución. El movimiento de los correos que salían le repuso; se decidió, por fin, a consultar su propio reloj.
– Las cuatro. Se puede saber…
Hizo funcionar el teléfono de campaña, soltó rabiosamente el receptor y se volvió hacia Kyo.
– El prefecto es de la derecha.
– Extender por ahora la Revolución, y después profundizarla… -dijo Kyo, más como una pregunta que como una respuesta-. La línea de conducta de la Internacional parece consistir en dejar aquí el poder a la burguesía. Provisionalmente… seremos robados. He visto a unos correos del frente: todo movimiento obrero está prohibido en la retaguardia. Chiang Kaishek ha mandado disparar sobre los huelguistas, adoptando algunas precauciones.
Entró un rayo de sol. Allí arriba, la mancha azul del claro se agrandaba. La calle se llenó de sol. A pesar de las descargas, el tren blindado, bajo aquella luz, parecía abandonado. Disparó de nuevo. Kyo y Chen lo observaban, con menos atención ahora: quizá el enemigo estuviese más cerca de ellos. Muy inquieto, Kyo miraba confusamente a la acera, que brillaba bajo el sol provisional. Una gran sombra se extendió. Levantó la cabeza: era Katow.
– Antes de quince días -prosiguió-, el gobierno Kuomintang suprimirá nuestras secciones de asalto. Acabo de ver a unos oficiales azules, enviados del frente para sondearnos e insinuarnos astutamente que las armas estarían mejor entre ellos que entre nosotros. Desarmar a la guardia obrera: tendrán a la policía, al comité, al prefecto, el Ejército y las armas. Y habremos hecho la insurrección para eso. Debemos abandonar el Kuomintang, aislar el partido comunista y, si es posible, entregarle el poder. No se trata de jugar al ajedrez, sino de pensar seriamente en el proletariado, en todo esto. ¿Qué le aconsejaremos?
Chen se miraba los pies, finos y sucios, desnudos dentro de unos zuecos.