– Los obreros tienen razón al declararse en huelga. Nosotros les ordenamos que cesen en la huelga. Los campesinos quieren apoderarse de las tierras. Tienen razón. Nosotros se lo prohibimos.
Su acento no subrayaba las palabras más largas.
– Nuestras contraseñas son las de los azules -continuó Kyo-, con unas cuantas promesas más. Pero los azules dan a los burgueses lo que les prometen, y nosotros no damos a los obreros lo que prometemos a los obreros.
– Basta -dijo Chen, sin levantar siquiera los ojos-. En primer término, hay que matar a Chiang Kaishek.
Katow escuchaba en silencio.
– Eso, para lo futuro -dijo, por fin-. Ahora, están matando a los nuestros. Sí. Y, sin embargo, Kyo, no estoy seguro de ser de tu opinión: ya ves. Al comienzo de la Revolución, cuando no era todavía socialista revolucionario, todos estábamos en contra de la táctica de Lenin en Ucrania. Antonov, comisario allá, había detenido a los propietarios de las minas y los había condenado a diez años de trabajos forzados, por sabotaje. Sin juicio. Por su propia autoridad de comisario de la Cheka, Lenin le felicitó; todos protestamos. Eran unos verdaderos explotadores los propietarios, ¿sabes?, y varios de nosotros fuimos a las minas, como condenados; porque creíamos que había que ser particularmente justos con ellos; nada menos. Sin embargo, si los hubiéramos puesto en libertad, el proletariado no habría comprendido nada. Lenin tenía razón. La justicia estaba de nuestra parte; pero Lenin tenía razón. Y nosotros estábamos también contra los poderes extraordinarios de la Cheka. Hay que prestar atención. La contraseña actual es buena: extender la Revolución, y después profundizarla. Lenin nos dijo, de pronto: «Todo el poder para los soviets.»
– Pero nunca dijo: el poder para los mencheviques. Ninguna situación puede obligarnos a que entreguemos nuestras armas a los azules. Ninguna. Porque, entonces, no hay duda alguna, la Revolución está perdida, y no existe…
Entraba un oficial del Kuomintang, bajito, estirado, casi japonés. Saludó.
– El ejército estará aquí dentro de media hora -dijo-. Nos faltan armas. ¿Cuántas pueden ustedes proporcionarnos?
Chen se paseaba por la habitación. Katow esperaba.
– Las milicias obreras deben permanecer armadas -dijo Kyo.
– Mi pedido ha sido hecho de acuerdo con el gobierno de Han-Kow -declaró el oficial.
Kyo y Chen sonrieron.
– Les ruego que se informen -agregó.
Kyo utilizó el teléfono.
– Hasta con la orden… -comenzó Chen, entre dientes.
– ¡Bueno! -exclamó Kyo.
Escuchaba. Katow cogió el segundo receptor. Lo colgaron de nuevo.
– Bien -dijo Kyo-. Pero los hombres están aún en las filas.
– La artillería estará allí muy pronto -dijo el oficial-. Acabaremos con estas cosas… -señaló el tren blindado, encallado en el sol-… nosotros mismos. ¿Podrán ustedes entregar las armas a las tropas mañana por la tarde? Tenemos una urgente necesidad de ellas. Continuamos avanzando hacia Nankín.
– Dudo que sea posible recuperar más de la mitad de las armas.
– ¿Por qué?
– Todos los comunistas no se avendrán a entregarlas.
– ¿Ni aun con la orden de Han-Kow?
– Ni aun con la orden de Moscú. Por lo menos, inmediatamente.
Apreciaban la exasperación del oficial, aunque éste no la manifestaba.
– Vea usted lo que puede hacer -dijo-. Enviaré a uno, a eso de las siete.
Salió.
– ¿Eres tú de la opinión que se entreguen las armas? -preguntó Kyo a Katow.
– Trato de comprender. Es preciso, ante todo, ir a Han-Kow, ¿sabes? ¿Qué quiere la Internacional? Desde luego, servirse del ejército del Kuomintang para unificar China. Desarrollar después por medio de la propaganda y demás, esa Revolución que debe, por sí misma, transformarse de Revolución democrática en Revolución socialista.
– Hay que matar a Chiang Kaishek -dijo secamente Chen.
– Chiang Kaishek no nos dejará ya que lleguemos a eso -respondió Kyo-. No puede. No puede mantenerse aquí más que apoyándose en las aduanas y en las contribuciones de la burguesía, y la burguesía no pagará nada: será preciso que le devuelva la moneda en comunistas degollados.
– Todo eso -dijo Chen- es hablar para no decir nada.
– Déjanos en paz -dijo Katow-. No pienses que vas a poder matar a Chiang Kaishek sin el acuerdo del Comité Central, o, por lo menos, del delegado de la Internacional.
Un rumor lejano iba llenando, poco a poco, el silencio.
– ¿Vas a ir a Han-Kow? -preguntó Chen a Kyo.
– Desde luego.
Chen se paseaba por la habitación, bajo todos los péndulos de los despertadores y de los relojes de cuclillo, que continuaban llevando el compás.
– Lo que he dicho es muy sencillo -pronunció al fin-. Lo esencial. La única cosa que hay que hacer. Avísalos.
– ¿Tú esperarás?
Kyo sabía que, si Chen, en lugar de responder, vacilaba, no era porque Katow le hubiera convencido. Era porque ninguna de las órdenes presentes de la Internacional satisfacía la pasión profunda que le había hecho revolucionario; si, por disciplina, las aceptaba, ya no podía obrar. Kyo contemplaba, bajo los relojes, aquel cuerpo hostil que había hecho a la Revolución el sacrificio de sí mismo y de los demás, y al que la Revolución iba tal vez a lanzar a su soledad con el recuerdo de sus asesinatos. A la vez de los suyos y contra él, ya no podía unírsele ni separársele. Bajo la fraternidad de las armas en el instante mismo en que contemplaba aquel tren blindado al que quizá atacasen juntos, sentía la ruptura posible como hubiese sentido la amenaza de la crisis en un amigo epiléptico o loco, en el momento de su mayor lucidez.
Chen había reanudado sus paseos. Sacudió la cabeza, como para protestar, y dijo, por fin: «Bueno», encogiéndose de hombros, como si hubiese respondido así para satisfacer a Kyo, en un deseo pueril.
Volvió el rumor más fuerte, aunque tan confuso, que tuvieron que escuchar con mucha atención para distinguir qué era lo que producía. Parecía que subía del suelo.
– No -dijo Kyo-; son gritos.
Se acercaban y se hacían más precisos.
– ¿Tomarán la iglesia rusa? -interrogó Katow.
Muchos gubernamentales estaban atrincherados allá. Pero los gritos se aproximaban, como si viniesen de los arrabales hacia el centro. Eran cada vez más fuertes. Resultaba imposible distinguir las palabras. Katow echó una ojeada al tren blindado.
– ¿Les llegarán refuerzos?
Los gritos, siempre sin palabras, se producían cada vez más cerca, como si alguna noticia capital hubiese sido transmitida de multitud en multitud. Luchando con ellos, otro ruido se sobrepuso y se hizo distinto, por fin: la conmoción regular del suelo bajo los pasos.
– El ejército -dijo Katow-. Son los nuestros.
Sin duda. Los gritos eran aclamaciones. Siendo aún imposible distinguirlos de los aullidos del miedo: Kyo había oído aproximarse así los de la multitud fugitiva a causa de la inundación. El martilleo de los pasos se cambió en un chapaleo y luego se reanudó: los soldados se habían detenido y volvían a partir en otra dirección.
– Se les ha avisado que el tren blindado está aquí -dijo Kyo.
Los del tren oirían, sin duda, los gritos peor que ellos, pero mucho mejor el martilleo, transmitido por la resonancia de los blindajes.
Un estruendo formidable sorprendió a los tres: por cada pieza, por cada ametralladora y por cada fusil, el tren disparaba. Katow había formado parte de uno de los trenes blindados de Siberia; más fuerte que él, su imaginación le hacía seguir la agonía de éste. Los oficiales habían ordenado el fuego a discreción. ¿Qué podrían hacer en sus torrecillas, con el teléfono en una mano y el revólver en la otra? Cada soldado adivinaba, sin duda, lo que significaba aquel martilleo. ¿Se preparaban a morir juntos, o arrojarse los unos sobre los otros, en aquel enorme submarino que no volvería a elevarse jamás?
El tren mismo entraba en un ansia furiosa. Disparando por todas partes: conmovido por su frenesí mismo, parecía querer arrancarse de los rieles, como si la rabia desesperada de los hombres que albergaba hubiese pasado a aquella armadura prisionera y se debatiese ella también. Lo que en aquel desencadenamiento fascinaba a Katow no era la mortal embriaguez en que zozobraban los hombres del tren; era el estremecimiento de los rieles, que contenía todos aquellos aullidos como una camisa de fuerza: un movimiento con el brazo hacia adelante, para convencerse de que no se le había paralizado. Treinta segundos, y el estruendo cesó. Por encima de la conmoción sorda de los pasos y del tictac de todos los relojes de la tienda, se estableció un fragor de pesados hierros: la artillería del ejército revolucionario.