– ¿Y las fundiciones? ¿Y las manufacturas?
– Las materias primas no llegan ya.
Inmóvil, con el perfil perdido entre las greñas, frente a la ventana, ante la noche que ascendía, Vologuin continuaba:
– Han-Kow no es la capital de los trabajadores; es la capital de los obreros sin trabajo. No tenemos armas, y quizá sea esto lo mejor. Hay momentos en que pienso: si los armásemos, dispararían sobre nosotros. Y, sin embargo, están todos los que trabajan quince horas al día sin presentar reivindicaciones, porque «nuestra revolución está amenazada…»
Kyo naufragaba, como el que se sumerge en un sueño cada vez más profundo.
– El poder no es nuestro -continuaba Vologuin-; es de los generales del «Kuomintang de izquierda», como ellos dicen. No aceptarían ya a los soviets, como no los acepta Chiang Kaishek. Eso es seguro. Podemos servirnos de ellos y nada más. Prestándoles mucha atención.
Si Han-Kow fuese sólo un escenario ensangrentado… Kyo no se atrevería a llevar más lejos su pensamiento: «Es preciso que vea a Possoz, cuando salga», se decía. Era el único camarada de Han-Kow en quien tenía confianza. «Es preciso que vea a Possoz…»
– No abras la boca con ese gesto, así… atontado -dijo Vologuin-. Si la gente cree que Han-Kow es comunista, tanto mejor. Eso hace honor a nuestra propaganda. Pero no es una razón para que sea verdad.
– ¿Cuáles son las instrucciones actuales?
– Reforzar el núcleo comunista del ejército de hierro. No podemos ayudar a un platillo de la balanza en contra del otro. No constituimos una fuerza por nosotros mismos. Los generales que combaten aquí con nosotros odian tanto a los soviets y al comunismo como Chiang Kaishek. Lo sé y lo veo, en fin… todos los días. Toda contraseña comunista los lanzará contra nosotros. Y, sin duda, los conducirá a una alianza con Chiang. La única cosa que podríamos hacer es derribar a Chiang sirviéndonos de ellos. Luego, a Fen-Yu-Shiang, de la misma manera, si fuese preciso. Como hemos derribado, en fin, a los generales a quienes hemos combatido hasta ahora, sirviéndonos de Chiang. Porque la propaganda nos proporciona tantos hombres como la victoria les reporta a ellos. Ascenderemos al par que ellos. Por eso, lo esencial es ganar tiempo. La Revolución no puede mantenerse, en fin, bajo su forma democrática. Por su naturaleza misma, debe hacerse socialista. Hay que dejarla obrar. Se trata de hacerla parir. Y no de hacerla abortar.
– Sí; pero, en el marxismo, existe el sentido de una fatalidad y la exaltación de una voluntad. Cada vez que la fatalidad pasa por delante de la voluntad, desconfío.
– Una contraseña puramente comunista, hoy, conduciría a la unión, en fin, inmediata de todos los generales contra nosotros: 200 000 hombres contra 20 000. Por eso, tenéis que arreglaros en Shanghai con Chiang Kaishek. Si no hay otro medio, entregad las armas.
– Para eso, no merecía la pena intentar la Revolución de octubre. ¿Cuántos eran los bolcheviques?
– La contraseña de «la paz» nos facilitó las masas.
– Hay otras contraseñas.
– Prematuras. ¿Y cuáles?
– Supresión total, inmediata, de los arrendamientos y de los créditos. La revolución campesina, sin combinaciones ni reticencias.
Los seis días que había empleado en remontar el río habían confirmado a Kyo en su pensamiento: en aquellas ciudades de arcilla, fijas sobre los confluentes desde milenios, los pobres seguirían tan bien al campesino como al obrero.
– El campesino sigue siempre -dijo Vologuin- o al obrero, o al burgués. Pero sigue.
– No; un movimiento campesino no dura más que aferrándose a las ciudades, y está visto que los campesinos solos no pueden hacer más que una sublevación popular. Pero no se trata de separarlos del proletariado: la supresión de los créditos es una contraseña de combate, la única que puede movilizar a los campesinos.
– En una palabra: el reparto de tierras -dijo Vologuin.
– Más concretamente: muchos campesinos muy pobres son propietarios, pero trabajan para el usurero. Todos lo saben. Por otra parte, es preciso, en Shanghai, atraerse lo más pronto posible los guardias de las uniones obreras. No dejarlos desarmar bajo ningún pretexto. Crear nuestra fuerza frente a la de Chiang Kaishek.
– En cuanto esa contraseña sea conocida, quedamos aplastados.
– Entonces lo seremos de todas maneras. Las contraseñas comunistas siguen su camino, incluso cuando las abandonamos. Bastan unos discursos para que los campesinos deseen las tierras, y no bastarán unos discursos para que no las deseen. O debemos aceptar el participar en la represión con las tropas de Chiang Kaishek, ¿no te parece?, y comprometernos definitivamente, o deberán aplastarnos, quieran o no.
– Todo el mundo en Moscú está de acuerdo en que será preciso romper, al fin. Pero no tan pronto.
– Entonces, si, ante todo, se trata de ser astutos, no hay que entregar las armas. Entregarlas es entregar a los compañeros.
– Si siguen las instrucciones, Chiang no se moverá.
– Que las sigan o no, eso no cambiará nada. El Comité, Katow y yo mismo hemos organizado la guardia obrera. Si pretendéis disolverla, todo el proletariado de Shanghai creerá en la traición.
– Entonces, dejadla desarmar.
– Las Uniones obreras se organizan en todas partes por sí mismas, en los barrios pobres. ¿Vais a suprimir los sindicatos en nombre de la Internacional?
Vologuin había vuelto a la ventana. Inclinó sobre el pecho la cabeza, que se rodeó de un doble mentón. Venía la noche, llena de estrellas, todavía pálidas.
– Romper, supone una derrota segura. Moscú no tolerará que salgamos del Kuomintang ahora. Y el Partido comunista chino es más favorable aún a la espera que Moscú.
– Solamente arriba: abajo, los camaradas no entregarán todas las armas, aunque se lo ordenemos. Nos sacrificaríais sin dar la tranquilidad a Chiang Kaishek. Borodin puede decirlo en Moscú.
– Moscú lo sabe: la orden de entregar las armas fue dada anteayer.
Estupefacto, Kyo no respondió, al pronto.
– ¿Y las secciones, las han entregado?
– La mitad, apenas…
La antevíspera, mientras reflexionaba o dormía en el barco… Él sabía, también, que Moscú mantendría su norma de conducta. La conciencia de la situación dio, de pronto, un confuso valor al proyecto de Chen.
– Otra cosa (quizá la misma): Chen-Ta-Eul, de Shanghai, quiere ejecutar a Chiang.
– ¡Ah! ¡Es para eso!
– ¿El qué?
– Me ha mandado unas palabras, diciéndome que quería verme cuando tú estuvieses de vuelta.
Tomó un mensaje de encima de la mesa. Kyo no había reparado aún en sus manos eclesiásticas.
«¿Por qué no le ha hecho subir en seguida?», se preguntó.
– … Cuestión grave… -Vologuin leía el mensaje-. Todos dicen: cuestión grave…
– ¿Está aquí?
– ¿No tenía que venir? Todos hacen lo mismo. Casi siempre terminan por cambiar de opinión. Está aquí, en fin, desde hace dos o tres horas: tu barco se ha detenido mucho.
Telefoneó que se hiciese venir a Chen. No gustaba mantener entrevistas con los terroristas, a quienes consideraba limitados, orgullosos y desprovistos de sentido político.
– Peor marchaba lo de Leningrado -dijo- cuando Yudenich se hallaba ante la ciudad, y hubo modo de zafarse, sin embargo…
Chen entró, también de tricota; pasó por delante de Kyo, se sentó enfrente de Vologuin. Sólo el ruido de la imprenta llenaba el silencio. En la gran ventana, perpendicular a la mesa de despacho, la noche, a la sazón completa, separaba a los dos hombres, de perfil. Chen, con los codos sobre la mesa, el mentón entre las manos, tenaz, tenso, no se movía. «La extrema densidad de un hombre adquiere algo de inhumano -pensó Kyo, contemplándole-. ¿Es porque nos sentimos fácilmente en contacto por nuestras debilidades?…» Pasada la sorpresa consideraba inevitable que Chen estuviese allí; que hubiese ido él mismo a afirmar (porque no pensaba que discutiría) su decisión. Al otro lado de la noche, acribillada de estrellas, Vologuin, en pie, con los mechones sobre el rostro, las manos abultadas cruzadas sobre el pecho, esperaba también.