– Eso es -dijo.
En la habitación, ante el cuerpo, pasada la inconsciencia, no había dudado: había sentido la muerte.
Tendió la orden de la entrega de armas. Su texto era largo. Kyo lo leía.
– Sí; pero…
Todos esperaban. Kyo no aparecía impaciente ni irritado; no se había movido; apenas se había contraído su semblante. Sin embargo, todos comprendían que lo que acababa de descubrir lo trastornaba. Se decidió:
– Las armas no están pagadas. Pagaderas a su entrega. Chen sintió que la ira caía sobre él, como si hubiera sido estúpidamente robado. Se había asegurado de que aquel papel era el que buscaba; pero no había tenido tiempo de leerlo. Por otra parte, no hubiera podido hacer que cambiase nada. Sacó la cartera del bolsillo y se la entregó a Kyo: unas fotos y unos recibos, ningún otro documento.
– Creo que se podrá arreglar con los hombres de las secciones de combate -dijo Kyo.
– Con tal que podamos subir a bordo -respondió Katow-, todo marchará.
Silencio. La presencia de aquellos hombres arrancaba a Chen de su terrible soledad, suavemente, como una planta a la que se arranca de la tierra donde sus raíces más finas la retienen aún. Y al mismo tiempo que, poco a poco, volvía hacia ellos, parecíale que los reconociese -como a su hermana, la primera vez que había vuelto de una casa de prostitución-. Allí se sentía la tensión que se experimentaba en las salas de juego, al final de la noche.
– ¿Qué tal? -preguntó Katow, dejando, por fin, su disco y avanzando hacia la luz.
Sin responder, Chen contempló aquella hermosa cabeza de Pierrot ruso -ojillos burlones y nariz al aire- que ni siquiera aquella luz podía hacer dramática. Él, sin embargo, sabía lo que era la muerte. Se levantaba. Fue a ver el grillo dormido en su jaula minúscula: Chen podría tener sus razones para callar. Éste observaba el movimiento de la luz, que le permitía no pensar: el grito tembloroso del grillo, despierto por su llegada, se unía a las últimas vibraciones de la sombra sobre los rostros. Siempre la obsesión de la dureza de la carne, aquel deseo de apoyar el brazo con fuerza sobre la primera cosa que encontrase. Las palabras sólo servían para turbar la familiaridad con la muerte, que se había albergado en su corazón.
– ¿A qué hora saliste del hotel? -preguntó Kyo.
– Hace veinte minutos.
Kyo consultó su reloj; la una menos diez.
– Bien. Acabemos aquí, y larguémonos.
– Quiero ver a tu padre, Kyo.
– ¿Sabes que eso será, sin duda, para mañana?
– Tanto mejor.
Todos sabían lo que era eso: la llegada de las tropas revolucionarias a las últimas estaciones del ferrocarril, que debía determinar la insurrección.
– Tanto mejor -repitió Chen. Como todas las sensaciones, la del crimen y el peligro, al alejarse, le dejaban completamente vacío. Aspiraba a recuperarlas-. Sin embargo, quiero verlo.
– Ve esta noche; nunca duerme antes del alba.
– Iré a eso de las cuatro.
Por instinto, cuando se trataba de ser comprendido, Chen se dirigía a papá Gisors. Que su actitud le era dolorosa a Kyo -tanto más dolorosa cuanto que ninguna vanidad intervenía en ella- lo sabía; pero no podía hacer nada; Kyo era uno de los organizadores de la insurrección; el comité central tenía confianza en él; Chen también, pero no mataría nunca a nadie, como no fuera combatiendo. Katow estaba más cerca de él; Katow, condenado a cinco años de presidio en 1905, cuando, siendo estudiante de medicina, había tratado de derribar la puerta de la cárcel de Odesa. Y, sin embargo…
El ruso comía caramelos, uno a uno, sin dejar de contemplar a Chen; y Chen, de pronto, comprendió su glotonería. Ahora que había matado, tenía derecho a sentir deseo de algo. Derecho. Aquello era hasta pueril… Extendió su mano cuadrada. Katow creyó que quería marcharse y se la estrechó. Chen se levantó. En efecto: quizá ya no tuviese que hacer nada allí; Kyo estaba prevenido, y a él le correspondía obrar. Y él, Chen, sabía lo que quería hacer ahora. Se dirigió a la puerta; volvió, no obstante.
– Dame unos caramelos.
Katow le dio la bolsa. Él quiso repartir el contenido. No tenía papel. Se llenó el hueco de la mano, tomó unos cuantos con la boca, salió.
– No ha debido ir completamente solo -dijo Katow.
Refugiado en Suiza desde 1905 a 1912, fecha de su regreso clandestino a Rusia, hablaba el francés sin ningún acento ruso, pero tragándose cierto número de vocales, como si hubiera querido compensar así la necesidad de articular rigurosamente cuando hablaba el chino. Casi debajo de la lámpara ahora, su rostro estaba poco iluminado. Kyo lo prefería así; la expresión de ingenuidad irónica que los ojillos y, sobre todo, la nariz saliente -pájaro de cuenta, le decía Hemmelrich- daban al semblante de Katow, era tanto más viva cuanto más se oponía a sus propias facciones, y le molestaba con frecuencia.
– Acabemos -dijo-: ¿Tienes los discos, Lu?
Lu-Yu-Shuen, sonriendo y como dispuesto a doblar mil veces el espinazo, colocó sobre dos «fonos» los dos discos examinados por Katow. Había que ponerlos en movimiento al mismo tiempo.
– Una, dos, tres -contó Kyo.
El silbido del primer disco cubrió al segundo. De pronto, se detuvo -se oyó: enviar-; luego, continuó. Otra palabra más: treinta. Nuevo silbido. Luego, hombres. Silbido.
– Perfectamente -dijo Kyo. Detuvo el movimiento, y puso en marcha el primer disco solo. Silbido: silencio; silbido. Parada. Bien. Etiqueta de los discos de desecho.
En el segundo: Tercera lección. Correr, marchar, ir, venir, enviar, recibir. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, ciento. He visto correr a diez hombres. Veinte mujeres están aquí. Treinta…
Aquellos falsos discos para la enseñanza de idiomas eran excelentes. La etiqueta estaba imitada a maravilla. Kyo se hallaba inquieto, sin embargo.
– ¿Mi impresión era mala?
– Muy buena; perfecta.
Lu se esponjaba en una sonrisa. Hemmelrich parecía indiferente. En el piso de arriba, un niño gritó de dolor.
Kyo no comprendía.
– ¿Entonces, por qué la han cambiado?
– No la han cambiado -dijo Lu-. Es la misma. Es raro que reconozca uno su propia voz, ¿sabe?, cuando se oye por primera vez.
– ¿El «Fono» la desfigura?
– No es eso; es que todos reconocen sin trabajo la voz de los demás; pero uno, ¿sabe?, no está acostumbrado a oírse a sí mismo…
Lu se sentía lleno de júbilo chino de explicar una cosa a un espíritu distinguido que la ignora.
«Lo mismo ocurre en nuestro idioma…»
– Bueno. ¿Tienen que venir a buscar los discos esta noche?
– Los barcos partirán mañana, al amanecer, para Han-Kow…
Los discos silbadores eran expedidos por un barco; los discos de texto, por otro. Éstos eran franceses o ingleses, según que la misión de la región fuese católica o protestante. Los revolucionarios empleaban algunas veces verdaderos discos impresionados por ellos mismos.
«El día -pensaba Kyo-. ¡Cuántas cosas, antes de que llegue el día!…» Se levantó.
– Se necesitan voluntarios para las armas. Y algunos europeos, si es posible.
Hemmelrich se acercó a él. El niño arriba gritó de nuevo.
– Te responde el muchacho -dijo Hemmelrich-. ¿Basta eso?… ¿Qué harías tú, con el chico que va a reventar y la mujer que gime arriba… no lo bastante fuerte para molestamos?…
La voz, casi rencorosa, era precisamente la de aquel rostro de la nariz rota, de los ojos hundidos que la luz vertical sustituía por dos manchas negras.
– Cada uno a su trabajo -pronunció Kyo-. Los discos también son necesarios… Katow y yo, a lo nuestro. Pasemos a buscar los tipos (entonces sabremos si atacamos mañana o no); y yo…
– Pueden descubrir el cadáver en el hotel, ¿comprendes? -dijo Katow.
– Antes de que amanezca, no. Chen ha cerrado con llave. No hay rondas.