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Entró un suboficial chino, con todas las facciones alargadas y el cuerpo ligeramente encorvado hacia adelante, como los personajes de marfil que se adaptan a la curva de los colmillos.

– Se ha detenido a un hombre embarcado clandestinamente.

Kyo no respiraba.

– Pretende haber obtenido de usted autorización para abandonar Han-Kow. Es un comerciante.

Kyo recobró la respiración.

– Yo no he dado ninguna autorización -dijo Possoz-. Eso no me incumbe. Mándalo a la policía.

Los ricos detenidos reclamaban ante cualquier funcionario; a veces, iban a visitarle a solas y le ofrecían dinero. Era más prudente que dejarse fusilar sin tentar nada.

– ¡Espera!

Possoz sacó una lista de su carpeta y murmuró unos nombres.

– Eso es. Aquí está. Estaba señalado. ¡Que la policía se las entienda con él!

El suboficial salió. La lista -una hoja de cuaderno- continuaba sobre la carpeta. Kyo seguía pensando en Chen.

– Es la lista de las personas señaladas -dijo Possoz, al ver que la mirada de Kyo permanecía fija en el papel-. Los últimos son los denunciados por teléfono, antes de la salida de los barcos (cuando salen barcos…).

– ¿Puedo verla?

Possoz se la alargó. Catorce nombres. Chen no estaba inscrito. Era imposible que Vologuin no hubiera comprendido que intentaría abandonar Han-Kow cuanto antes. Y, aun así, avisar su salida como posible hubiera constituido una simple prudencia. «La Internacional no quiere cargar con la responsabilidad de hacer matar a Chiang Kaishek -pensó Kyo-; pero quizá acepte sin desesperación que esa desgracia se produzca… Por eso las respuestas de Vologuin parecían tan inseguras…» Devolvió la lista.

– Me iré -había dicho Chen. Era fácil de explicar aquella partida; la explicación no bastaba. La llegada imprevista de Chen; las reticencias de Vologuin; la lista… Kyo comprendía todo aquello, pero cada uno de los gestos de Chen le acercaba de nuevo al crimen, y las cosas mismas parecían arrastradas por su destino. Unas luciérnagas zumbaban alrededor de la lamparilla. «Quizá Chen sea una luciérnaga que segrega su propia luz, en la cual se va a destruir… Tal vez el hombre mismo…» ¿No se verá nunca sino la fatalidad de los demás? Él mismo, ¿no quería ahora, como una luciérnaga, volver a Shanghai cuanto antes y mantener las secciones a toda costa? Volvió el oficial, lo que le permitió abandonar a Possoz.

Tornó a encontrar la paz nocturna. Ni una sirena; sólo el ruido del agua. A lo largo de las orillas, junto a los reverberos, crepitantes de insectos, los coolies dormían en actitudes de pestíferos. Aquí y allá, sobre las aceras, pequeños carteles rojos, redondos como las placas de los sumideros. Una sola palabra figuraba en ellos: Hambre. Como le había ocurrido poco antes con Chen, comprendió que aquella misma noche, en toda la China y a través del Oeste, hasta la mitad de Europa, unos hombres vacilaban como él, desgarrados por el mismo tormento entre su disciplina y la mortandad de los suyos. Aquellos descargadores que protestaban no comprendían. Pero, aun comprendiendo, ¿cómo elegir el sacrificio, allí, en aquella ciudad de la que el Occidente esperaba el destino de cuatrocientos millones de hombres y quizá el suyo, y que dormía a la orilla del río, con un sueño inquieto de hambriento; en la impotencia, en la miseria, en el odio?

Parte Cuarta 11 de abril

12 y media

Clappique, casi solo, en el bar del hotelito Grosvenor -nogal pulido, botellas, níquel, banderas-, hacía girar un cenicero sobre su índice extendido. El conde Chpilewski, a quien esperaba, entró. Clappique arrugó un papel, en el cual acababa de hacer a cada uno de sus amigos un regalo imaginario.

– ¿Esta aldea soleada ve prosperar sus negocios, amigo mío?

– Poco. Pero irán bien a últimos de mes. Colocaré unos comestibles. Entre los europeos solamente, como es natural.

A pesar del traje blanco, muy sencillo, de Chpilewski, su nariz curva y delgada, su frente calva, sus cabellos grises echados hacia atrás y sus pómulos le daban siempre el aspecto de estar disfrazado de águila. El monóculo acentuaba la caricatura.

– Ya ve usted, querido amigo; la cuestión consistiría, naturalmente, en encontrar unos veinte mil francos. Con esta suma se puede obtener un puesto muy honroso en el ramo de la alimentación.

– ¡Un abrazo, amigo! ¿Quiere usted un puestecito, no, un puesto honroso en la alimentación? ¡Bravo!…

– No le creía a usted tan… lleno de… este… prejuicios.

Clappique miraba al águila con el rabillo del ojo: antiguo campeón de sable de Cracovia, sección de oficiales.

– ¿Yo? ¡Vuélvase bajo tierra! ¡Estallo! Figúrese que, si yo tuviese ese dinero, lo emplearía en imitar a un alto funcionario holandés de Sumatra, que se paseaba todos los años, cuando volvía a acariciar sus tulipanes, ante la costa de Arabia. Amigo mío, eso le sugirió la idea (conviene decir que esto pasaba hacia 1860) de ir a hurgar los tesoros de La Meca. Parece que son considerables, y, dorados, dorados, están en grandes cuevas oscuras, donde siempre los han escondido los peregrinos. En una de esas cuevas es donde yo quisiera vivir… Por fin, mi tulipanista tuvo una herencia y se fue a las Antillas para reclutar un equipo de piratas, a fin de conquistar La Meca por sorpresa con una porción de armas modernas: fusiles de dos caños, bayonetas de tornillo, ¡qué sé yo! Las embarca… ¡Ni una palabra!… Se las lleva para allá…

Se llevó el índice a los labios, gozando con la nerviosidad del polaco, que parecía una complicidad.

– ¡Bueno! Se sublevan; lo degüellan meticulosamente y se entregan con el barco y una piratería nada poética, en un mar cualquiera. Es una historia verdadera; y, además, moral. Pero, le decía yo, es una locura, una locura que usted cuente conmigo para encontrar los veinte mil. ¿Quiere usted que vea a algunos sujetos, o algo por el estilo? Lo haré. Por otra parte, puesto que, por cada combinación, debo pagar a su bendita policía, prefiero que sea a usted, y no a otro. Pero a esos sujetos, mientras las casas arden, les interesa más el opio y la cocaína.

Comenzó otra vez a hacer girar el cenicero.

– Le hablo a usted -dijo Chpilewski- porque, si quiero obtener éxito, como es natural, tengo que hablar a todos. Hubiera debido, al menos, esperar. Pero sólo quería hacerle un favor, cuando le rogué que viniese a ofrecerme el alcohol (es una falsificación). Es éste: abandone Shanghai mañana.

– ¡Ah, ah, ah! -exclamó Clappique, en escala ascendente. Como un eco, la bocina de un auto sonó fuera en arpegio-. ¿Por qué?

– Porque… Mi policía, como usted dice, para algo sirve. Váyase.

Clappique sabía que no podía insistir. Por un segundo se preguntó si acaso encerraría aquello una maniobra para obtener los veinte mil francos. ¡Oh, locura!

– ¿Y será preciso que me vaya mañana?

Miraba aquel bar, sus shakers, su barra niquelada, como viejas cosas amigables.

– Lo más tarde. Pero no se irá usted. Lo veo. Por lo menos, ya le habré prevenido.

Un agradecimiento vacilante (menos combatido por la desconfianza que por el carácter del consejo que se le daba, por la ignorancia de lo que le amenazaba) penetraba a Clappique.

– ¿Tendré más suerte de lo que yo creía? -continuó el polaco. Le cogió el brazo-. Váyase. Hay la historia de un barco…

– ¡Pero yo no figuro en ella para nada!

– Váyase.

– ¿Puede decirme si Gisors padre corre peligro?

– No lo creo. El hijo, más bien.

Decididamente, el polaco estaba informado. Clappique puso la mano en la suya.

– Lamento vivamente no tener ese dinero para pagarle su mercancía, amigo mío: quizá me salve usted… Pero todavía tengo algunos restos, dos o tres estatuas: lléveselas.

– No…

– ¿Por qué?

– ¡Ah!… ¡Ni una palabra! Bien. Sin embargo, me gustaría saber por qué no quiere usted llevarse mis estatuas.

Chpilewski le miró.

– Cuando se ha vivido como yo, ¿cómo podría hacerse… ese… este… oficio, si no se… compensase algunas veces?