Chen no podía moverse. Por fin extendió el brazo y atrajo la cartera hacia sí, sin la menor dificultad. Ninguno de aquellos hombres había sentido la muerte ni el atentado frustrado; nada: una cartera que un dependiente balancea y que su propietario atrae hacia sí… Y, de pronto, todo le pareció extraordinariamente fácil a Chen. Ni las cosas, ni siquiera los actos existían: todo son sueños que se oprimen, porque les damos nuestra fuerza, aunque también podemos muy bien negársela… En aquel instante, oyó la bocina del auto: Chiang Kaishek.
Cogió la cartera como un arpa, pagó, se introdujo los dos paquetitos en el bolsillo y se dispuso a salir.
El comerciante le seguía, con la hebilla de cinturón, que, no había querido comprar, en la mano.
– Éstos son los objetos de jade que particularmente gustan a las señoras japonesas.
¡Le dejaría tranquilo ese imbécil!
– Ya volveré.
¿Qué comerciante no conoce la fórmula? El auto se acercaba, mucho más de prisa que de ordinario, según le pareció a Chen, precedido del Ford de la guardia.
Avanzando hacia ellos, el auto sacudía sobre los adoquines a los dos pesquisantes, agarrados a sus estribos. El Ford pasó. Chen, detenido, abrió su cartera y dejó caer la mano sobre la bomba, envuelta en un periódico. El comerciante, deslizó, sonriendo, la hebilla de cinturón en el bolsillo vacío de la cartera abierta. Era el más alejado de él. Entorpeció así los dos brazos de Chen.
– Pagará usted por él lo que quiera.
– ¡Váyase!
Estupefacto ante aquel grito, el anticuario miró a Chen, también con la boca abierta.
– ¿No estará usted un poco enfermo? -Chen ya no veía nada, blanco como si fuera a desvanecerse: el auto pasaba.
No había podido sustraerse a tiempo al movimiento del anticuario. «Este cliente se va a poner malo», pensó el comerciante. Se esforzó por sostenerlo. De un golpe, Chen abatió los dos brazos que se extendían hacia él, y echó a andar hacia adelante. El dolor detuvo al comerciante. Chen iba casi corriendo.
– ¡Mi placa! -gritó el comerciante-. ¡Mi placa!
Continuaba dentro de la cartera. Chen no comprendía nada. Cada uno de sus músculos y hasta el más fino de sus nervios esperaban una detonación que llenaría la calle, que se perdería pesadamente bajo el cielo tan próximo. Nada. El auto había dado la vuelta, y hasta, sin duda alguna, había dejado atrás ya a Suen. Y aquel bruto continuaba allí. ¿Qué habían hecho los otros? Chen comenzaba a correr. «¡A ése!», gritó el anticuario. Aparecieron otros comerciantes. Chen comprendió. De rabia, sintió deseos de huir con aquella placa y abandonarla en cualquier parte. Pero de nuevo se acercaban más curiosos. La arrojó al rostro del anticuario, y se dio cuenta de que no había vuelto a cerrar su cartera. Después de haber pasado el auto, había quedado abierta, ante los ojos de aquel cretino y de los transeúntes, con la bomba visible, no protegida ya por el papel, que se había deslizado. Volvió a cerrar, por fin, la cartera con prudencia (habría sido preciso cerrarla con fuerza; luchaba enérgicamente contra sus nervios). El comerciante volvía apresuradamente a su almacén. Chen reanudó su carrera.
– ¿Qué? -dijo a Pei, en cuanto lo hubo alcanzado.
– ¿Y tú?
Se miraron, anhelantes, queriendo cada uno escuchar primero al otro. Suen, que se acercaba, los veía así, trabados en una inmovilidad llena de vacilaciones y de veleidades, de perfil Sobre las cosas borrosas; la luz, muy fuerte a pesar de las nubes, destacaba el perfil de gavilán bonachón de Chen y la cabeza redonda de Pei; aislaba a aquellos dos personajes de manos temblorosas, plantados sobre sus sombras cortas de comienzo de la tarde, entre los transeúntes atareados e inquietos. Los tres continuaban con sus carteras: era prudente no permanecer allí durante mucho tiempo. Los restaurantes no eran seguros. Y ellos se habían reunido y separado demasiadas veces en aquella calle, ya. ¿Por qué? No había pasado nada…
– A casa de Hemmelrich -dijo, sin embargo, Chen. Se introdujeron en unas callejuelas.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Suen.
Chen se lo explicó. Pei también se había aturdido cuando había visto que Chen no abandonaba solo el almacén del anticuario. Se había dirigido hacia su puesto de lanzamiento, a algunos metros de la esquina. En Shanghai hay la costumbre de conducir por la izquierda; de ordinario, el auto daba la vuelta acortando, y Pei se había situado en la acera de la izquierda para arrojar su bomba desde cerca. Ahora bien, el auto iba de prisa; no había coches en aquel momento en la avenida de las Dos Repúblicas. El chófer había dado la vuelta por el camino más largo; se había aproximado, pues, a la otra acera, y Pei se había encontrado separado de él por un pousse.
– Tanto peor para el pousse -dijo Chen-. Hay otros millares de coolies que no pueden vivir más que de la muerte de Chiang Kaishek.
– Habría errado el golpe.
Suen no había arrojado sus granadas porque la abstención de sus camaradas le había hecho suponer que el general no iba en el coche.
Avanzaban en silencio entre los muros, que el cielo amarillento y cargado de bruma tomaba pálidos, en una soledad miserable, acribillada de detritus y de hilos telegráficos.
– Las bombas están intactas -dijo Chen, a media voz-. Comenzaremos ahora de nuevo.
Pero sus dos compañeros estaban abrumados; los que han frustrado su suicidio rara vez lo intentan de nuevo. La tensión de sus nervios, que había sido extrema, se tornaba demasiado débil. A medida que avanzaban, el aturdimiento cedía el puesto en ellos a la desesperación.
– La culpa ha sido mía -dijo Suen.
Pei repitió:
– La culpa ha sido mía.
– Basta -dijo Chen, fatigado. Reflexionaba, mientras seguía aquella marcha miserable. No había que intentarlo otra vez de la misma manera. Aquel plan era malo; pero resultaba difícil imaginar otro. Había pensado que… Llegaban a casa de Hemmelrich.
Desde el fondo de su tienda, Hemmelrich oía una voz que hablaba en chino, otras dos que respondían. Sus timbres; sus ritmos inquietos le habían hecho prestar atención. «Ya ayer -pensó- vi pasearse por aquí a dos tipos que tenían cara como de padecer hemorroides tenaces, y que, seguramente, no estaban ahí por su gusto…» Le era difícil oír con claridad: por encima de las voces, no cesaba de gritar el niño. Pero las voces callaron, y unas sombras breves, sobre la acera, pusieron de manifiesto que allí había tres cuerpos. ¿La policía?… Hemmelrich se levantó, pensó en el poco temor que inspirarían a un agresor su nariz aplastada y sus hombros inclinados hacia adelante, de boxeador inutilizado, y fue hacia la puerta.
Antes de que su mano hubiese llegado al bolsillo, había reconocido a Chen. Se la tendió, en lugar de sacar el revólver.
– Vamos a la trastienda -dijo Chen.
Los tres pasaron delante de Hemmelrich. Éste los examinaba. Iban con una cartera cada uno, no negligentemente sostenida, sino oprimida por los músculos crispados del brazo.
– Aquí estamos -dijo Chen, en cuanto la puerta estuvo cerrada de nuevo-. ¿Puedes darnos hospitalidad por algunas horas? ¿A nosotros y a lo que traemos en nuestras carteras?
– ¿Unas bombas?
– Sí.
– No.
El chico, arriba, continuaba gritando. Sus gritos más dolorosos se habían convertido en sollozos, y a veces profería débiles cloqueos, como si gritase por distraerse -tanto más conmovedores-. Discos, sillas, grillo, eran hasta tal punto los mismos cuando Chen había ido allá después de matar a Tan-Yen-Ta, que Hemmelrich y él se acordaron a un tiempo de aquella noche. Chen no dijo nada, pero Hemmelrich lo adivinó.
– Las bombas -prosiguió-, no puedo en este momento. Si encuentran bombas aquí, matarán a la mujer y al chico.
– Bueno. Vámonos a casa de Shia. -Era el comerciante de lámparas al que había visitado Kyo la víspera de la insurrección-. A estas horas, no está allí más que el mozo.
– Compréndeme, Chen: el muchacho está muy malo, y la madre no está nada buena…