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– Hay un medio. Y creo que no hay más que uno. No se debe arrojar la bomba, sino arrojarse uno debajo del auto con ella.

Continuaban la marcha, a través de las plazoletas, cubiertas de baches, donde los niños no jugaban ya. Los tres reflexionaban.

Llegaron. El dependiente los introdujo en la trastienda. Permanecían de pie, en medio de las lámparas, con las carteras debajo del brazo. Acabaron por dejarlas, prudentemente. Suen y Pei se agacharon, a la usanza china.

– ¿Por qué te ríes, Chen?

No reía; sonreía, muy lejos de la ironía que le atribuía la inquietud de Pei: estupefacto, descubría la euforia. Todo se volvía sencillo. Su angustia se había disipado. Sabía qué molestias turbaban a sus camaradas, a pesar de su valor: arrojar las bombas, aun de la manera más peligrosa, suponía obrar a la ventura; la resolución de morir era otra cosa; lo contrario, quizá. Comenzó a pasearse por la habitación. La trastienda sólo estaba iluminada por la luz del día que penetraba a través del almacén. Como el cielo estaba gris, reinaba allí una luz plúmbea, como la que precede a las tormentas; en aquella bruma sucia, sobre las panzas de las lámparas, unos efectos de luz brillaban como signos de interrogación invertidos y paralelos. La sombra de Chen, demasiado confusa para ser una silueta, avanzaba por encima de los ojos inquietos de los otros.

– Kyo tiene razón: lo que más nos falta es el sentido del hara-kiri. Pero el japonés que se mata corre el riesgo de convertirse en un dios, lo cual es el comienzo de la porquería. No: es preciso que la sangre recaiga sobre los hombres, y quede en ellos.

– Prefiero tratar de realizar -dijo Suen-, de realizar varios atentados, a decidir no intentar más que uno, puesto que después quedaría muerto.

Sin embargo, por debajo de aquellas palabras de Chen, vibrantes por su timbre de voz, más que por su sentido -cuando Chen expresaba su pasión en chino su voz adquiría una intensidad extrema-, una corriente atraía a Suen, con toda la atención embargada, sin que supiese hacia qué.

– Es preciso que me arroje debajo del auto -pronunció Chen.

Con el cuello inmóvil, seguíanle con la mirada, mientras él se alejaba y volvía. Chen no los miraba ya. Tropezó con una de las lámparas que había en el suelo y se agarró a la pared. La lámpara cayó, y se rompió, resonando. Pero no era, aquélla, oportunidad para reír. Su sombra, erguida de nuevo, se destacaba confusamente por encima de su cabeza, sobre las últimas hileras de las lámparas. Suen comenzaba a comprender lo que Chen esperaba de él. Sin embargo, por desconfianza en sí mismo o por defenderse contra lo que preveía, dijo:

– ¿Qué es lo que quieres?

Chen se dio cuenta de que no lo sabía. Le parecía luchar, no contra Suen, sino contra su pensamiento, que se le escapaba. Por fin:

– Que esto no se pierda.

– ¿Quieres que Pei y yo nos comprometamos a imitarte? ¿Es eso?

– No es una promesa lo que espero. Es una necesidad.

Los reflejos se desvanecían sobre las lámparas, en la habitación sin ventana; sin duda, las nubes se amontonaban fuera. Chen se acordó de Gisors: «Cerca de la muerte, una pasión semejante aspira a transmitirse…» De pronto, comprendió. Suen también comprendía.

– ¿Quieres hacer del terrorismo una especie de religión?

La exaltación de Chen se hacía cada vez mayor. Todas las palabras estaban vacías, eran absurdas y demasiado débiles para expresar lo que quería de ellos.

– Una religión, no. El sentido de la vida. La…

Hacía con la mano un movimiento convulso, como si amasase, y su pensamiento parecía jadear, como una respiración.

– … La posesión completa de sí mismo. Total. Absoluta. La única. Saber. No buscar, buscar durante todo el tiempo, las ideas y los deberes. Dentro de una hora, no sentiré ya nada de cuanto pesaba sobre mí. ¿Lo oís? Nada.

Tal exaltación le invadía, que ya no trataba de convencerlos sino hablándoles de él.

– Me poseo a mí mismo. Pero no como una amenaza o una angustia, como siempre. Poseído; oprimido, como esta mano oprime a la otra -se la oprimía con toda su fuerza-; no es bastante. Como…

Recogió uno de los trozos de vidrio de la lámpara rota. Un amplio fulgor triangular, lleno de reflejos. De un golpe se lo hundió en el muslo. Su voz entrecortada estaba penetrada de una certidumbre salvaje; pero parecía más; bien poseer su exaltación que ser poseído por ella. No era un loco. Apenas si los otros dos le veían ya, y, sin embargo, llenaba toda la habitación. Suen comenzó a sentir miedo.

– Yo soy menos inteligente que tú, Chen; pero, por mí… por mí, no. He visto a mi padre colgado de las manos, molido a garrotazos en el vientre, para que confesase dónde había ocultado su maestro el dinero que no poseía. Es por los nuestros por quienes combato; no es por mí.

– Por los nuestros no puedes hacer otra cosa mejor que decidirte a morir. La eficacia de ningún hombre puede ser comparada a la del hombre que ha elegido eso. Si lo hubiéramos decidido, no habríamos perdido ahora a Chiang Kaishek. Tú lo sabes.

– Quizá tú tengas necesidad de eso. Yo, no sé… -Se debatía-. Si estuviese de acuerdo, ¿comprendes?, me parecería que no me dejaba matar por todos, sino…

– ¿Sino…?

Casi por completo, ensombrecida, la escasa luz de la tarde continuaba allí, sin desaparecer por completo, eterna.

– Por ti.

Un fuerte olor a petróleo recordó a Chen las latas de nafta del incendio del puesto el primer día de la insurrección. Pero todo se sumergía en el pasado; hasta Suen, puesto que no quería seguirle. Sin embargo, la única voluntad que su pensamiento presente no transformaba en nada era la de crear aquellos Jueces condenados, aquella raza de vengadores. Aquel nacimiento se realizaba en él como todos los nacimientos, desgarrándole y exaltándole -sin que fuese dueño de sí-. Ya no podía soportar ninguna presencia. Se levantó.

– Tú que escribes -dijo a Pei- lo explicarás.

Cogieron de nuevo las carteras. Pei limpiaba sus gafas. Chen se levantó el pantalón y se vendó el muslo con un pañuelo, sin lavarse la herida -¿para qué? No tendría tiempo de infectarse-, antes de salir. «Siempre se hace lo mismo», se dijo, turbado, pensando en el cuchillo que se había hundido en el brazo.

– Iré solo -pronunció-. Y sufriré solo, esta noche.

– Organizaré, sin embargo, algo -respondió Suen.

– Será demasiado tarde.

Delante de la tienda, Chen dio un paso hacia la izquierda. Pei le seguía. Suen permaneció inmóvil. Un segundo paso. Pei le siguió también. Chen se dio cuenta de que el adolescente, con las gafas en la mano -resultaba mucho más humano aquel semblante de muchacho, sin cristales sobre los ojos-, lloraba en silencio.

– ¿Adónde vas?

– Vengo.

Chen se detuvo. Lo había creído de la opinión de Suen. Señaló a éste con el dedo.

– Iré contigo -insistió Pei.

Se esforzaba por hablar lo menos posible, con la voz alterada y la nuez sacudida por los sollozos silenciosos.

– Como testigo, desde luego.

Crispó un dedo en el brazo de Pei.

– Como testigo -repitió.

Se apartó. Pei se quedó en la acera, con la boca abierta, limpiando los cristales de las gafas, en una actitud cómica. Jamás hubiera creído que se pudiera estar tan solo.

Las tres

Clappique había creído que encontraría a Kyo en su casa. Pero no: en la gran habitación alfombrada de croquis, que recogía un discípulo vestido con un quimono, Gisors hablaba con su cuñado, el pintor Kama.

– ¡Buenos días, amigo! ¡Un abrazo!

Se sentó tranquilamente.

– ¡Qué lástima que su hijo no esté aquí!

– ¿Quiere usted esperarle?

– Esperaré. Tengo una endiablada necesidad de verlo. ¿Qué clase de cacto diminuto es ese que hay debajo de la mesa de opio? La colección se hace digna de respeto. ¡Encantador, querido amigo, en-can-ta-dor! Es preciso que yo compre uno. ¿Dónde lo ha encontrado usted?