– Es un regalo. Me lo han enviado poco antes de la una.
Clappique leía los caracteres chinos escritos sobre el rodrigón plano de la planta. Uno grande: Fidelidad; tres muy pequeños, una firma: Chen-Ta-Eul.
– Chen-Ta-Eul… Chen… No lo conozco. ¡Qué lástima! Es un muchacho que sabe de cactos.
Recordó que al día siguiente debería haberse ido. Tenía que buscar dinero para el viaje, y no para comprar cactos. Imposible vender con rapidez objetos de arte en la ciudad, ocupada militarmente. Sus amigos eran pobres. Y Ferral no se dejaba sablear bajo ningún pretexto. Le había encargado que le comprase unas aguadas de Kama cuando el pintor japonés llegase. Algunas decenas de dólares, de comisión…
– Kyo debería estar ahí -dijo Gisors-. Tenía muchas citas hoy, ¿no es verdad?
– Acaso hiciera mejor faltando a ellas -gruñó Clappique.
No se atrevió a añadir nada más. Ignoraba lo que Gisors conocía acerca de la actividad de Kyo. Pero la ausencia de toda pregunta le humilló.
– Ya ve usted que se trata de una cosa muy seria.
– Todo lo que se refiere a Kyo es serio para mí.
– ¿No tendrá usted una idea de los medios de ganar o de encontrar inmediatamente cuatrocientos o quinientos dólares?
Gisors sonrió tristemente. Clappique sabía que era pobre; y sus obras de arte, aunque hubiese aceptado el venderlas…
«Ganemos, pues, nuestras moneditas», pensó el barón. Se acercó, contempló las aguadas esparcidas en el diván. Aunque lo bastante fino para no juzgar el arte japonés tradicional en función de sus relaciones con Cézanne o Picasso, lo detestaba hoy: el gusto de la serenidad es débil en los hombres perseguidos. Fuegos perdidos en la montaña; calles de aldea que disolvía la lluvia; vuelos de aves zancudas sobre la nieve; todo ese mundo en que la melancolía preparaba para la felicidad… Clappique imaginaba -¡ay!- sin trabajo los paraísos a cuyas puertas debía quedar; pero le irritaba su existencia.
– La mujer más hermosa del mundo -dijo-, desnuda, excitada, pero con un cinturón de castidad. Para Ferral; no para mí. ¡Volver bajo tierra!
Eligió cuatro, dictó la dirección al discípulo.
– Porque piensa usted en nuestro arte -dijo Gisors-; éste no sirve para lo mismo.
– ¿Por qué pinta usted, Kama-San?
Con quimono también él -Gisors estaba vestido siempre con su bata, solamente Clappique llevaba pantalón-, con un efecto de luz sobre su cráneo calvo, el viejo maestro contemplaba a Clappique con curiosidad.
El discípulo soltó el dibujo, tradujo, respondió:
– El maestro dice: «En primer término, por mi mujer, porque la quiero…»
– No digo para quién, sino por qué.
– El maestro dice que eso es difícil de explicarlo. Dice: «Cuando he estado en Europa, he visto los museos. Cuantas más manzanas y hasta líneas que no representan nada hacen sus pintores, más hablan de sí mismos. Para mí, es la gente lo que interesa.»
Kama dijo una frase más; apenas una expresión de dulzura pasó por su semblante de indulgente señora anciana.
– El maestro dice: «Nuestra pintura sería para ustedes la caridad.»
Un segundo discípulo, cocinero, trajo unos tazones de sake, luego se retiró. Kama habló de nuevo.
– El maestro dice que si no pintara ya, le parecería que se había quedado ciego. Y más que ciego: solo.
– ¡Un minuto! -dijo el barón, con un ojo abierto, el otro cerrado, el índice extendido-. Si un médico le dijese: «Está usted atacado de una enfermedad incurable y morirá dentro de tres meses», ¿seguiría usted pintando?
– El maestro dice que si supiera que iba a morir, cree que pintaría mejor, pero no de otro modo.
– ¿Por qué mejor? -preguntó Gisors.
No cesaba de pensar en Kyo. Lo que había dicho Clappique al entrar bastaba para inquietarse: hoy, la serenidad era casi un insulto.
Kama respondió. Gisors mismo lo tradujo.
– Dice: «Hay dos sonrisas (la de mi mujer y la de mi hija) que yo creería entonces que no volvería a ver, y me agradaría más la tristeza. El mundo es como los caracteres de nuestra escritura. Lo que el signo es a la flor, la flor misma, ésta -mostró una de las aguadas-, lo es a alguna cosa. Todo es signo. Ir del signo a la cosa significada es profundizar el mundo, es ir hacia Dios.» Cree que la proximidad de la muerte… Espere…
Interrogó de nuevo a Kama, continuó su traducción:
– Sí; eso es. Cree que la proximidad de la muerte le permitiría, quizá, poner en todas las cosas bastante fervor, tristeza, para que todas las formas que pintara se convirtieran en signos comprensibles; para que lo que ellos significan (lo que ocultan también) se revelara.
Clappique experimentaba la sensación atroz de sufrir frente a un ser que niega el dolor. Escuchaba con atención, sin apartar la mirada del semblante de asceta indulgente de Kama, mientras Gisors traducía. Con los codos pegados al cuerpo, las manos juntas, Clappique, cuando su rostro expresaba inteligencia, tomaba el aspecto de un mono triste y friolento.
– Quizá no plantee usted bien la cuestión -dijo Gisors.
Pronunció en japonés una frase breve, muy breve. Kama, hasta entonces, había respondido casi en seguida. Reflexionó.
– ¿Qué pregunta acaba usted de hacerle? -interrogó Clappique, a media voz.
– Lo que haría si el médico desahuciase a su mujer.
– El maestro dice que no creería al médico.
El discípulo cocinero volvió y se llevó los tazones en una bandeja. Su traje europeo, su sonrisa, sus gestos que el júbilo hacía extravagantes, hasta su deferencia, todo en él parecía extraño, aun para Gisors. Kama dijo, a media voz, una frase que el otro discípulo no tradujo.
– En el Japón, estos jóvenes no beben nunca vino -dijo Gisors-. Se siente ofendido de que su discípulo esté borracho.
Su mirada se perdió: la puerta exterior se abría. Ruido de pasos. Pero no era Kyo. La mirada volvió a hacerse precisa y se fijó con firmeza en la de Kama.
– ¿Y si ella hubiese muerto?
¿Habría proseguido aquel diálogo con un europeo? Pero el viejo pintor pertenecía a otro universo. Antes de responder, esbozó una prolongada sonrisa triste, no con los labios, sino con los párpados.
– Se puede comulgar hasta con la muerte… Es lo más difícil, pero quizá sea ése el sentido de la vida…
Se despedía, volvía a su habitación, seguido del discípulo. Clappique se sentó.
– ¡Ni una palabra!… ¡Notable, amigo mío, notable! Se ha ido como un fantasma bien educado; sepa usted que los fantasmas jóvenes están muy mal educados, y que a los viejos les cuesta mucho enseñarles a que atemoricen a la gente, porque los citados jóvenes ignoran todos los idiomas, y no saben decir más que: Zip-zip… Ese…
Se detuvo: otra vez la puerta. En el silencio, comenzaron a sonar las notas de una guitarra; bien pronto se organizaron en una caída lenta, que se espació al descender hasta las más graves, prolongadamente mantenidas, y perdidas, al fin, en una serenidad solemne.
– ¿Qué es eso? ¿Qué quiere decir eso?
– Toca el shamisen. Siempre lo hace, cuando alguna cosa le ha turbado. Fuera del Japón, ésa es su defensa… Me dijo, al volver de Europa: «Ahora sé que puedo encontrar en cualquier parte mi silencio interior…»
– ¿Aspavientos?
Clappique había formulado distraídamente su pregunta: escuchaba. A aquella hora, en que su vida quizá se hallase en peligro (aunque rara vez se interesaba lo bastante por sí mismo para sentirse realmente amenazado), aquellas notas tan puras y que hacían refluir en él, con el amor a la música, del que había vivido en su juventud, esta juventud misma y toda la felicidad destruida con ella, le turbaban también.
Ruido de pasos, una vez más: ya entraba Kyo.
Condujo a Clappique a su habitación. Diván, silla, pupitre, paredes blancas: una austeridad premeditada. Hacía calor. Kyo arrojó la americana sobre el diván y se quedó en pullover.