Desde su regreso de Han-Kow, estaba convencido de que la reacción se preparaba; aunque Clappique no le hubiera prevenido, habría considerado la situación, en caso de ataque a los comunistas por el ejército de Chiang Kaishek, tan desesperada, que todo acontecimiento, incluso el asesinato del general (cualesquiera que fuesen las consecuencias), se habría tornado favorable. Las uniones, si se las armaba, podían, en rigor, tratar de combatir a un ejército desorganizado.
Otra vez la campanilla; Kyo corrió hacia la puerta: era, por fin, el correo, que portaba la respuesta de Han-Kow. Su padre y May le vieron volver, sin decir nada.
– Orden de enterrar las armas -dijo.
El mensaje, desgarrado, se había convertido en una bola en el hueco de la mano. Cogió los trozos de papel, los extendió sobre la mesa de opio, los juntó unos con otros y se encogió de hombros ante su puerilidad: era, en efecto, la orden de ocultar o enterrar las armas.
– Es preciso que vaya en seguida allá.
Allá era el Comité Central. Debía, pues, abandonar las concesiones. Gisors sabía que no podía decir nada. Quizá su hijo fuese hacia la muerte; no era aquélla la primera vez: tal era la razón de ser de su vida. No había otro remedio que sufrir y callarse. Tomaba muy en serio el aviso de Clappique: éste había salvado, en Pekín, previniéndole de que el cuerpo de cadetes de que formaba parte iba a ser destrozado, a König, el alemán que dirigía a la sazón la policía de Chiang Kaishek. Gisors no conocía a Chpilewski. Como la mirada de Kyo encontrara la suya trató de sonreír; Kyo también, y sus miradas no se separaron: ambos sabían que mentían, y que aquella mentira constituía, quizá, su más afectuosa comunión.
Kyo volvió a su habitación, donde había dejado la americana. May se ponía su abrigo.
– ¿Adónde vas?
– Contigo, Kyo.
– ¿Para qué?
May no respondió.
– Es más fácil que nos conozcan juntos que separados -dijo Kyo.
– No. ¿Por qué? Si tú estás fichado, es igual…
– Tú no servirás para nada.
– ¿Para qué serviré aquí, mientras tanto? Los hombres no saben lo que es tener que esperar…
Kyo dio unos pasos, se detuvo, se volvió hacia ella.
– Escucha, May: cuando tu libertad ha estado en juego, yo lo he reconocido.
May comprendió a qué hacía alusión, y sintió miedo: lo había olvidado. En efecto: Kyo añadía, con una entonación más sorda:
– … y tú supiste recobrarla. Ahora, se trata de la mía.
– Pero, Kyo, ¿qué tiene que ver eso con lo de ahora?
– Reconocer la libertad de cualquiera es darle una razón contra su propio sufrimiento; lo sé por experiencia.
– ¿Soy yo «una cualquiera», Kyo?
Él se calló de nuevo. Sí; en aquel momento, ella era otra. Algo entre ellos había cambiado.
– Entonces -prosiguió May-, porque yo… En fin, ¿a causa de aquello, ya no podemos siquiera arrostrar juntos un peligro?… Reflexiona, Kyo: diríase, casi, que te vengas…
– No poder hacerlo ya, y procurarlo cuando es inútil, nos convierte en dos seres distintos.
– Pero si tú me tuvieras tanto rencor, no tendrías más que tomar una querida… ¡Pero no! Eso no es verdad. Yo no he aceptado un amante; simplemente me he acostado con un individuo. No es lo mismo; tú sabes muy bien que puedes acostarte con quien quieras.
– Tú me bastas -respondió él, amargamente.
Su mirada extrañó a May: todos los sentimientos se mezclaban en ella. Y -el más conturbado de todos-, sobre su rostro, la inquietante expresión de una voluptuosidad ignorada por él mismo.
– En este momento, como hace quince días -continuó-, no es de copular de lo que tengo deseo. No digo que tú hayas hecho mal; lo que digo es que quiero salir solo. La libertad que tú me reconoces es la tuya. La libertad de hacer lo que te plazca. La libertad no es un cambio; es la libertad.
– Es un abandono…
Silencio.
– ¿Para qué los seres que se aman se ponen frente a la muerte, Kyo, si no es para arriesgarla juntos?
Adivinó que él iba a salir sin discutir, y se colocó ante la puerta.
– No había para qué concederme esa libertad -dijo-, si ella ha de separamos ahora.
– Tú no la pediste.
– Tú me la habías reconocido de antemano.
«No haberme creído», pensó él. Era verdad; siempre se la había reconocido. Pero que discutiese en aquel momento sobre tales derechos, la separaba más aún de él.
– Hay derechos que no se conceden -dijo May, con amargura-, sino con la única finalidad de que no sean empleados.
– Si yo no los hubiera reconocido sino para que pudieses acogerte a ellos en este momento, no te parecería tan mal…
Aquellos segundos los separaban más que la muerte: párpados, boca, sienes, el lugar de todas las ternuras es visible en el rostro de una muerta, y aquellos pómulos altos y aquellos largos párpados no pertenecían más que a un mundo extraño. Las heridas del más profundo amor bastan para crear un odio suficientemente grande. ¿Retrocedía ella, tan cerca de la muerte, en el umbral de aquel mundo de hostilidad que descubría? Dijo:
– No me aferró a nada, Kyo; digamos que me equivoco, que me he equivocado: lo que tú quieras; pero ahora, en este momento, inmediatamente quiero salir contigo. Te lo pido.
Kyo callaba.
– Si no me amases -continuó May-, te sería indiferente dejar que fuese contigo… Luego… ¿Para qué hacernos sufrir?
«Como si fuese éste el momento», añadió con dejadez.
Kyo sentía agitarse en él ciertos demonios familiares que le disgustaban un tanto. Tenía deseos de pegarle, y precisamente a causa de su amor. Ella tenía razón: si no la hubiera amado, ¿qué le habría importado que muriese? Quizá fuera que le obligaba a comprender lo que, en aquel momento, le oponía más a ella.
¿Sentía May deseos de llorar? Había cerrado los ojos, y el estremecimiento de sus hombros, constante y silenciosamente, parecía, en oposición con su fisonomía inmóvil, la expresión misma de la tristeza humana. Ya no era sólo su voluntad lo que los separaba, sino el dolor. Y ante el espectáculo del dolor, que aproxima tanto como el dolor mismo separa, de nuevo se lanzaba hacia ella a causa de aquel rostro cuyas cejas iban subiendo poco a poco -como cuando presentaba el aspecto de estar maravillada… -. Por encima de los ojos cerrados, el movimiento de la frente se detuvo, y aquel semblante tenso, cuyos párpados permanecían abatidos, se convirtió, de pronto, en un rostro de muerta.
Muchas expresiones de May no hacían mella en éclass="underline" las conocía, y le parecía siempre que se copiaba un poco a sí misma. Pero no había visto nunca aquella fisonomía mortuoria -con el dolor, y no el sueño, en los ojos cerrados-, y la muerte estaba tan cerca, que aquella ilusión adquiría la fuerza de una siniestra prefiguración. May volvió a abrir los ojos, sin mirarle: su mirada quedaba perdida en la blanca pared de la habitación; sin que uno solo de sus músculos se moviese, una lágrima resbaló a lo largo de la nariz, y quedó suspendida junto a su boca, traicionando, con su vida sorda, punzante, conmovedora como el dolor de los animales, a aquella fisonomía tan inhumana, tan muerta como antes.
– Abre otra vez los ojos.
Ella le miró.
– Están abiertos.
– He recibido la impresión de que estabas muerta.
– ¿Y qué?
Se encogió de hombros, y continuó, con una voz llena de la más triste fatiga.
– Si yo muero, considero que tú puedes morir…
Ahora comprendía Kyo qué verdadero sentimiento le impulsaba: quería consolarla. Pero no podía consolarla sino aceptando que se fuese con él. May había vuelto a cerrar los ojos. La tomó en sus brazos y la besó en los párpados. Y cuando se apartaron: