Выбрать главу

– ¿Vámonos? -preguntó May.

– No.

Demasiado leal para ocultar su instinto, May volvía a sus deseos con una terquedad de gato que con frecuencia excitaba a Kyo. Se había separado de la puerta, pero él se dio cuenta de que sólo hubiera sentido deseo de pasar cuando tuviese seguridad de que ella no pasaría.

– May, ¿vamos a abandonamos por sorpresa?

– ¿He vivido como una mujer a la que se protege?…

Permanecían frente a frente, sin saber ya qué decir y sin aceptar el silencio, sabiendo ambos que aquel instante, uno de los más graves de su vida, estaba corrompido por el tiempo que pasaba: el puesto de Kyo no estaba allí, sino en el Comité, y, bajo todo cuanto pensaba, se hallaba emboscada la impaciencia.

May mostró la puerta con el semblante.

Él la miró; tomó su cabeza entre las manos, oprimiéndola suavemente, sin besarla, como si hubiera podido poner en aquella opresión del rostro lo que de ternura y de violencia mezcladas tienen todos los gestos viriles del amor. Por fin sus manos se apartaron.

Las dos puertas se volvieron a cerrar. May continuaba escuchando, como si hubiese esperado que se cerrase, a su vez, una tercera puerta que no existía la boca abierta y blanda, borracha de pesadumbre, dando a entender que, si le había hecho seña de que saliese solo, era porque pensaba realizar así el último, el único gesto que pudiera decidirle a llevarla.

Apenas Kyo había andado cien pasos, cuando encontró a Katow.

– ¿Chen no está ahí?

Señalaba con el dedo a la casa de Kyo.

– No.

– ¿No sabes, en absoluto, dónde está?

– No. ¿Por qué?

Katow parecía tranquilo; pero aquel semblante, como de jaqueca…

– Chiang Kaishek tiene varios autos. Chen no lo sabe. O la policía está prevenida, o desconfía. Si no se le avisa, se va a dejar tomar preso y a arrojar sus bombas para nada. Lo estoy buscando desde hace mucho tiempo, ¿sabes? Las bombas debían ser arrojadas a la una. Nada se ha hecho: lo sabríamos.

– Debía obrar en la avenida de las Dos Repúblicas. Lo más acertado sería pasarse por casa de Hemmelrich.

Katow se fue allá rápidamente.

– ¿Llevas el cianuro? -le preguntó Kyo, en el momento en que se volvía.

– Sí.

Los dos, y otros varios jefes revolucionarios, llevaban cianuro en la hebilla plana de su cinturón, que se abría como una caja.

La separación no había tranquilizado a Kyo. Por el contrario, May era más fuerte en la calle desierta -después de haber cedido- que frente a él, oponiéndose a su marcha. Entró en la ciudad china, no sin darse cuenta de ello, aunque con indiferencia. «¿Habré vivido como una mujer a la que se protege?…» ¿Con qué derecho ejercía su lamentable protección sobre la mujer que hasta había accedido a que partiese? ¿En nombre de qué la abandonaba? ¿Estaba seguro de que aquello no constituía una venganza? Sin duda, May estaba aún sentada en el lecho, aplastada por una pena que no necesitaba de psicología…

Volvió sobre sus pasos, corriendo.

La habitación de los fénix estaba vacía: su padre había salido, y May continuaba en la habitación. Antes de abrir, se detuvo, anonadado por la fraternidad de la muerte, descubriendo cuánto, ante aquella comunión, quedaba la carne irrisoria, a pesar de su arrebato.

Ahora comprendía que acceder a llevar al ser a quien se ama hacia la muerte, constituye, quizá, la forma total del amor, la que no puede ser sobrepasada.

Abrió.

Ella se echó precipitadamente el abrigo sobre los hombros, y le siguió sin decir nada.

3 y media

Desde hacía mucho tiempo, Hemmelrich contemplaba sus discos sin compradores. Llamaron, según la señal convenida.

Abrió. Era Katow.

– ¿Has visto a Chen?

– ¡Remordimiento ambulante! -gruñó Hemmelrich.

– ¿Qué?

– Nada. Sí; lo he visto. De una a dos. ¿Por qué?

– Tengo absoluta necesidad de verlo. ¿Qué es lo que ha dicho?

Desde otra habitación, un grito del chico llegó hasta ellos, seguido de unas confusas palabras de la madre, que se esforzaba por acallarlo.

– Ha venido con dos compañeros. Uno de ellos es Suen. Al otro no lo conozco. Un tipo con gafas, como todo el mundo. De aspecto noble. Con carteras bajo el brazo, ¿comprendes?

– Por eso necesito encontrarlo, ¿ves?

– Me preguntó si podía permanecer aquí durante tres horas.

– ¡Ah, bueno! ¿Dónde está?

– ¡Cierra el pico! Escucha lo que se te dice. Me preguntó si podía quedarse aquí. Yo no he accedido. ¿Entiendes?

Silencio.

– Te he dicho que no he accedido.

– ¿Adónde puede haber ido?

– No ha dicho nada. Como tú. El silencio se prodiga hoy…

Hemmelrich estaba de pie, en medio de la habitación, con el cuerpo encogido y la mirada casi de odio. Katow dijo, tranquilamente, sin mirarle:

– Te insultas demasiado a ti mismo. Por eso tratas de, que te insulten para poder defenderte.

– ¿Qué es lo que puedes comprender tú? ¿Y qué diablos puede importarte? No me mires así, con los pelos como de cresta de gallo y las manos abiertas, como Jesucristo, para que se te introduzcan en ellas los clavos…

Sin cerrar las manos, Katow las dejó caer en el hombro de Hemmelrich.

– ¿Sigue mal eso, allá arriba?

– Menos. Pero ya es demasiado. ¡Pobre chico!… Con su delgadez y su enorme cabeza, parece un conejo desollado… Suelta…

El belga se desasió brutalmente, se detuvo y luego se dirigió al extremo de la habitación, con un movimiento extrañamente pueril, como si se enojase.

– Y lo peor -dijo- no es sólo eso. No; no adoptes la actitud de un sujeto que siente picazón y que se retuerce con movimientos torpes: no he denunciado a Chen a la policía. ¡Vamos! Todavía no, al menos…

Katow se encogió de hombros, con tristeza.

– Más valiera que te explicases.

– Yo quería ir con él.

– ¿Con Chen?

Katow estaba seguro ahora de que no lo encontraría.

Hablaba con la voz tranquila y cansada de los que han sido golpeados. Chiang Kaishek no volvía hasta la noche, y Chen ya no podía intentar nada antes.

Hemmelrich señaló con el pulgar por encima de su hombro, en la dirección en que había venido el grito del niño.

– Ahí está. Ahí está. ¿Qué mierda quieres que haga yo?

– Esperar…

– A que el chico se muera, ¿no? Óyelo bien: durante la mitad del día, lo deseo. Y, si ocurre, desearé que continúe, que no se muera, aunque siga enfermo, incurable…

– Ya sé…

– ¿Qué? -pronunció Hemmelrich, indignado-. ¿Qué es lo que sabes? Tú que ni siquiera estás casado.

– He estado casado.

– Hubiera querido verlo. Con tu tipo… No; no son para nosotros, todos esos pequeños baños para coitos ambulantes, que se ven pasar por la calle…

Comprendió que Katow pensaba en la mujer que velaba al niño, allá arriba.

– Abnegación, sí. Hace todo lo que puede. Lo demás, lo que no tiene, es precisamente para los ricos. Cuando veo a algunos que tienen el aspecto de amarse, me dan ganas de romperles la cara.

– La abnegación es mucho… La única cosa necesaria es no estar solo.

– Y por eso es por lo que te quedas aquí, ¿no? ¿Para ayudarme?

– Sí.

– ¿Por lástima?

Pero Katow no encontraba la palabra. Quizá no existiese. Trató de explicarse de una manera indirecta.

– He conocido eso, o algo semejante. Y también tu especie de… rabia… ¿Cómo quieres que se comprendan las cosas, como no sea por medio de los recuerdos?… Por eso no puede ofenderme.

Se había aproximado, y hablaba con la cabeza hundida entre los hombros, con su voz que omitía algunas sílabas, mirándole con el rabillo del ojo. Ambos, así, con la cabeza baja, presentaban el aspecto de prepararse para un combate, en medio de los discos. Pero Katow sabía que él era el más fuerte, aunque ignoraba cómo. ¿Acaso eran su voz, su calma, su amistad misma las que obraban?