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– Un hombre a quien no se le da un pito de nada, si encuentra realmente la abnegación, el sacrificio o cualquiera de esos trucos, está perdido.

– ¡Sin bromas! ¿Qué es lo que hace entonces?

– Sadismo -respondió Katow, mirándole tranquilamente.

El grillo. Unos pasos, en la calle, se perdían poco a poco.

– El sadismo con alfileres -continuó- es raro; con las palabras está lejos de serlo. Pero si la mujer lo acepta de un modo absoluto; si es capaz de ir más allá… Conocí a un sujeto que cogió y se jugó el dinero que su compañera había economizado durante algunos años para ir a un sanatorio. Cuestión de vida o muerte. Lo perdió. (En estos casos se pierde siempre.) Volvió hecho pedazos, absolutamente aplastado, como tú en este momento. Ella le vio acercarse al lecho. Lo comprendió todo en seguida, ¿sabes? ¿Y luego, qué? Trató de consolarle…

– Más fácil es -dijo Hemmelrich, con lentitud- consolar a los demás que consolarse uno a sí mismo.

Y levantando los ojos, de pronto:

– ¿Eras tú, ese sujeto?

– ¡Basta! -Katow golpeó con el puño en el mostrador-. Si hubiera sido yo, habría dicho que era yo, y no otra cosa. -Pero su ira se extinguió inmediatamente-. Yo no he hecho tanto, si es necesario hacer tanto… Si no se cree en nada, sobre todo porque no se cree en nada, está uno obligado a creer en las cualidades del corazón, cuando se las encuentra: eso se cae de su peso. Y eso es lo que tú haces. Sin la mujer y el chico, habrías partido; estoy seguro de ello. Y…

– Y como no existimos más que para esas cualidades cardíacas, nos comen. Puesto que no hay más remedio que ser devorado… Pero todo eso son puñeterías. No se trata de tener razón. No puedo soportar el haber echado a Chen a la calle, ni tampoco hubiera podido soportar el retenerlo.

– No hay que pedir a los camaradas más que lo que pueden hacer. Quiero camaradas, y no santos. No tengo confianza en los santos…

– ¿Es verdad que tú acompañaste voluntariamente a aquellos sujetos a las minas de plomo?

– Yo estaba en el campo -dijo Katow, cohibido-. Las minas y el campo, por allá se iban…

– Por allá se iban… No es verdad.

– ¿Tú qué sabes?

– ¡No es verdad! Y tú hubieras admitido a Chen.

– Yo no tengo hijos…

– Me parece que me sería menos… difícil hasta la idea de que me lo matasen si no estuviera enfermo… Yo soy muy bruto. La verdad es que yo soy muy bruto. Y quizá no sea siquiera trabajador. Además… Me hago el efecto de un farol de gas en el que se mease todo el mundo.

Señaló de nuevo el piso de encima con un movimiento de su rostro aplastado, porque el niño gritaba otra vez, Katow no se atrevía a decir: «La muerte te va a dejar libre.» Había sido la muerte la que le había libertado a él. Desde que Hemmelrich había comenzado a hablar, el recuerdo de su mujer se hallaba entre ellos. Cuando había vuelto de Siberia sin esperanzas, vencido, con sus estudios de medicina truncados, convertido en obrero de una fábrica y seguro de que moriría antes de ver la revolución, se había justificado tristemente un resto de existencia, haciendo sufrir a una obrerita que le amaba. Pero apenas ésta había aceptado los dolores que él le infligía cuando, seducido por cuanto de conmovedor tiene el cariño del ser que sufre hacia el que le hace sufrir, no había vivido más que para ella, continuando, por costumbre, la acción revolucionaria, pero llevando a ella la obsesión del cariño sin límites oculta en el corazón de aquella oleada idiota. Durante horas y horas le acariciaba los cabellos y permanecían acostados juntos durante todo el día. Ella había muerto, y, luego… Aquello, sin embargo, quedaba entre Hemmelrich y él. No era bastante.

Con las palabras, no podía hacer casi nada; pero, más allá de las palabras, estaba lo que expresan los gestos, las miradas, la misma presencia. Sabía, por experiencia, que el peor sufrimiento está en la soledad que lo acompaña. Expresarlo también libera; pero pocas palabras son menos conocidas por los hombres que las de sus dolores profundos. Expresarse mal o mentir proporcionaría a Hemmelrich un nuevo impulso para despreciarse: sufría, sobre todo, a causa de sí mismo. Katow le miró sin fijar en él la mirada, con tristeza -conmovido, una vez más, al comprobar cuan poco numerosos y torpes son los gestos del aféelo viril.

– Es preciso que lo comprendas sin que yo te diga nada -pronunció-. No hay nada que decir.

Hemmelrich levantó la mano y la dejó caer de nuevo, pesadamente, como si no hubiera podido elegir más que entre la tristeza y la absurdidad de su vida. Pero permanecía enfrente de Katow, absorto.

«Bien pronto podré salir otra vez en busca de Chen», pensaba Katow.

Las seis

– El dinero fue remitido ayer -dijo Ferral al coronel, vestido de uniforme, esta vez-. ¿Dónde estamos?

– El gobernador militar ha enviado al general Chiang Kaishek una nota muy larga para que le diga lo que debe hacer en caso de sublevación.

– ¿Quiere estar a cubierto?

El coronel miró a Ferral por encima de la nube del ojo y respondió, solamente:

– Aquí está la traducción.

Ferral leyó el documento.

– Hasta tengo la respuesta -dijo el coronel.

Le tendió una foto: por encima de la firma de Chiang Kaishek, había dos caracteres.

– ¿Eso qué quiere decir?

– Fusilad.

Ferral contempló, en la pared, el mapa de Shanghai, con grandes manchas rojas que indicaban las masas de obreros y de miserables -las mismas-. «Tres mil hombres de las guardias sindicales -pensaba-, y quizá trescientos mil detras; pero, ¿se atreverá a moverse? Al otro lado, Chiang Kaishek y el ejército…»

– ¿Va a comenzar a fusilar a los jefes comunistas, antes de toda sublevación? -preguntó.

– Seguramente. No habrá sublevación: los comunistas están casi desarmados, y Chiang Kaishek tiene sus tropas. La 1.ª división está en el frente: era la única peligrosa.

– Gracias. Adiós.

Ferral iba a casa de Valeria. Un boy le esperaba al lado del chófer, con un mirlo dentro de una gran jaula dorada sobre las rodillas. Valeria le había rogado a Ferral que le llevase aquel pájaro. En cuanto su auto estuvo en marcha, sacó del bolsillo una carta y la releyó. Lo que temía desde hacía un mes se producía: sus créditos americanos iban a ser cortados.

Los pedidos del Gobierno General de la Indochina no bastaban ya a la actividad de las fábricas creadas para un mercado que debía extenderse de mes en mes y que disminuía de día en día: las empresas industriales del Consorcio tenían déficit. Los precios de las acciones, mantenidos en París por los bancos de Ferral y por los grupos financieros franceses que le eran adictos, y, sobre todo, por la inflación, desde la estabilización del franco, descendían sin cesar. Pero los bancos del Consorcio sólo eran fuertes por los beneficios de sus plantaciones -esencialmente de las sociedades de caucho-. El plan Stevenson [4] había elevado de 16 a 112 el precio del caucho. Ferral, productor por medio de sus haveas de Indochina, se había beneficiado con el alza sin tener que restringir su producción, puesto que sus negocios no eran ingleses. Así, pues, los bancos americanos, sabiendo, por experiencia, cuánto costaba aquel plan a América, principal consumidor, habían abierto de buen grado unos créditos, garantizados con las plantaciones. Pero la producción indígena de las Indias Neerlandesas y la amenaza de plantaciones americanas en Filipinas, en el Brasil y en Liberia producían, a la sazón, el desmoronamiento de los precios del caucho; los bancos americanos cesaban, pues, en sus créditos por las mismas razones por las cuales antes los habían concedido. Ferral quedaba afectado a la vez por el crac de la única materia prima que le hubiera sostenido -si se hubiese hecho abrir unos créditos, habría especulado, no con el valor de su producción, sino con el de las plantaciones mismas-; por la estabilización del franco, que hacía bajar a todos sus títulos (una cantidad de los cuales pertenecía a sus bancos, resueltos a fiscalizar el mercado), y por la supresión de sus créditos americanos. Y no ignoraba que, en cuanto esta suspensión fuese conocida, todos los compradores provincianos de París y de Nueva York tomarían posiciones ante la baja de sus títulos; posiciones demasiado seguras… No podía ser salvado más que por razones morales; en consecuencia, sólo por el gobierno francés.

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[4] Restricción de la producción de caucho en todo el Imperio británico (principal productor del mundo), destinada a aumentar su precio, que había llegado a ser inferior al costo de fábrica.