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He conocido a bastantes hombres para saber lo que hay que pensar de los caprichos: ninguna cosa deja de tener importancia para un hombre, en cuanto compromete su orgullo, y el placer es una palabra que permite hartarse de ella lo más pronto y con la mayor frecuencia. Me niego, por tanto, a ser un cuerpo, como usted a ser un talonario de cheques. Usted obra conmigo como las prostitutas con usted: «Habla, pero paga…» Soy también ese cuerpo que usted quiere que sea solamente: lo sé. No siempre me es fácil defenderme contra la idea que se tiene de mí. Su presencia me aproxima a mi cuerpo con disgusto, como la primavera me aproxima a él con júbilo. A propósito de la primavera, que se divierta usted mucho con los pájaros.

Y, desde luego, la próxima vez, deje usted tranquilos a losinterruptores de la luz.

V.

Se afirmaba que Ferral había construido carreteras, transformado un país y arrancado a los paillottes de los campos de millares de campesinos cobijados en chozas de palastro ondulado alrededor de sus fábricas -como los feudales, como los delegados de imperio-; en su jaula, el mirlo parecía reírse de él. La fuerza de Ferral, su lucidez, la audacia que había transformado la Indochina y cuyo peso abrumador acababa de hacerle sentir la carta de América, se reflejaban en aquel pájaro ridículo, como el universo entero que se mofase incontestablemente de él. «Tanta importancia concedida a una mujer.» No era de la mujer de lo que se trataba. Ella no era más que una venda arrancada: él se había lanzado con toda su fuerza contra los límites de su voluntad. Hecha vana su excitación sexual, alimentaba su cólera y le arrojaba en la hipnosis asfixiante donde el ridículo invoca a la sangre. Nadie se venga con rapidez más que en los cuerpos. Clappique le había referido la historia salvaje de un jefe afgano, cuya mujer había vuelto, violada por un jefe vecino, con esta inscripción: «Te devuelvo a tu mujer; no está tan bien como dicen», y el cual, habiendo cogido al violador, le había atado delante de la mujer desnuda para arrancarle los ojos, diciéndole: «Tú la has visto y la has despreciado; pero puedes jurar que no volverás a verla nunca.» Se imaginó en la habitación de Valeria, ésta atada sobre el lecho, gritando hasta llegar a los sollozos tan próximos a los gritos de placer, fuertemente amarrada, retorciéndose bajo la posesión del sufrimiento, puesto que no lo hacía bajo la posesión del sexo… El portero esperaba. «Se trata de permanecer impasible, como ese idiota, a quien, sin embargo, me dan ganas de propinarle un par de bofetadas.» El idiota no sonreía por nada del mundo. Sería para más tarde. Ferral dijo: «Vuelvo dentro de un instante.» No pagó su cocktail, dejó su sombrero y salió.

– A casa del mejor vendedor de pájaros -dijo al chófer.

Estaba muy cerca. Pero el almacén se hallaba cerrado.

– En la ciudad china -dijo el chófer-, haber calles vendedores de pájaros.

– Ve.

Mientras el auto avanzaba, se instalaba en la imaginación de Ferral la confesión leída en cualquier libro viejo de medicina, de una mujer loca por el deseo de ser flagelada, citándose por carta con un desconocido y descubriendo con espanto que quería huir en el instante mismo en que, echada sobre la cama del hotel, el hombre, armado de un látigo, paralizaba totalmente su brazo bajo sus faldas levantadas. El rostro era invisible; pero se lo atribuía a Valeria. ¿Detenerse en el primer burdel chino que encontrase? No; ninguna carne le libraría del orgullo sexual escarnecido, que le desolaba.

El auto tuvo que detenerse ante las alambradas. Enfrente, la ciudad china, muy oscura, muy poco segura. Tanto mejor. Ferral abandonó el auto e hizo pasar su revólver al bolsillo de la americana, esperando cualquier ataque: se mata lo que se puede.

La calle de los vendedores de animales estaba dormida; tranquilamente, el boy llamó en el primer postigo gritando «Comprador»; los comerciantes temían a los soldados. Cinco minutos después, abrían; en la magnífica sombra roja de las tiendas chinas, alrededor de una linterna, algunos saltos ahogados de gatos o de monos, y luego unas sacudidas de alas anunciaron el despertar de los animales. En la sombra, unas manchas alargadas, de un rosa sordo: papagayos atados a unas estacas.

– ¿Cuánto valen todos esos pájaros?

– ¿Los pájaros solamente? Ochocientos dólares.

Era un comerciante modesto, que no poseía pájaros raros. Ferral sacó su talonario de cheques, vaciló: el comerciante querría dinero. El boy comprendió: «Es el señor Ferral -dijo-; el auto está allá.» El comerciante salió, vio los faros del auto, arañados por las alambradas.

– Bueno.

Aquella confianza, prueba de su autoridad, exasperaba a Ferral; su fuerza, evidente hasta en el conocimiento de su nombre por aquel vendedor, era absurda, puesto que no podía recurrir a ella. Sin embargo, el orgullo, ayudado por la acción en que se enfrascaba y por el aire frío de la noche, volvía en su ayuda: cólera o imaginaciones sádicas se disgregaban en náuseas, aunque sabía que no había acabado con ellas.

– Tengo también un canguro -dijo el comerciante.

Ferral se encogió de hombros. Pero ya llegaba un muchacho, despertado también, con el canguro en brazos. Era un animal muy pequeño, velludo, que contempló a Ferral con ojos de cierva espantada.

– Bueno.

Nuevo cheque.

Ferral volvió con lentitud hacia el auto. Ante todo, era preciso que si Valeria refería la historia de las jaulas -no dejaría de hacerlo- bastara que refiriera el final para escapar al ridículo. El comerciante, el muchacho, el boy llevaban las pequeñas jaulas, las colocaban en el auto y volvían en busca de otras; por fin, llevaron los últimos animales, el canguro y los papagayos, encerrados en unas jaulas redondas. Más allá de la ciudad china sonaron algunos disparos. Muy bien: cuanto más se batieran, más valdría aquello. El auto regresó, bajo los ojos estupefactos del puesto de guardia.

En el Astor, Ferral mandó llamar al director.

– Haga el favor de subir conmigo a la habitación de la señora Serge. Está ausente, y quiero prepararle una sorpresa.

El director disimuló su asombro y más aún su reprobación: el Astor dependía del Consorcio. La única presencia de un blanco, a quien hablaba Ferral, le redimía de su universo humillado, le ayudaba a volver entre «los otros»; el comerciante chino y la noche le habían dejado en su obsesión; no se había librado totalmente de ella ahora; pero por lo menos, ya no le dominaba ella sola.

Cinco minutos después, mandaba colocar las jaulas en la habitación. Todos los objetos preciosos se hallaban alineados en los armarios, uno de los cuales no estaba cerrado. Cogió de encima de la cama un pijama, para echarlo en el armario; pero apenas hubo tocado la seda tibia, le pareció que aquella tibieza, a través de su brazo, se comunicaba a todo su cuerpo, y que la tela que estrujaba había recubierto exactamente los senos: los vestidos, los pijamas, colgados en el armario entreabierto, retenían en sí algo más sensual, quizá, que el cuerpo mismo de Valeria. Estuvo a punto de hundir su rostro en aquel pijama y oprimir o desgarrar, como si los hubiese penetrado, aquellos vestidos, saturados aún de su presencia. Si hubiera podido llevarse el pijama, lo habría hecho. En el instante mismo en que el pijama abandonaba la mano, la leyenda de Hércules y de Onfalia invadió su imaginación -Hércules, vestido de mujer, con telas arrugadas y tibias como aquéllas, humillado y satisfecho de su humillación-. En vano invocó las escenas sádicas que hacía poco se le habían impuesto: el hombre golpeado por Onfalia y por Deyanira pesaba sobre todos sus pensamientos y le anegaba en un goce humillado. Dio un paso hacia adelante. Tocó su revólver en el bolsillo: si ella hubiera entrado en aquel momento, sin duda la habría matado. Sus pasos se debilitaron más allá de la puerta: la mano de Ferral cambió de bolsillo y sacó nerviosamente el pañuelo. Necesitaba obrar, no importaba cómo, para reponerse. Hizo soltar los papagayos; pero los pájaros, temerosos, se refugiaron en los rincones y entre las cortinas. El canguro había saltado sobre el lecho, y allí permanecía. Ferral apagó la lámpara principal y no dejó más que la del velador: rosados, blancos, con los magníficos movimientos de alas curvas y suntuosas de los fénix de la Compañía de Indias, los papagayos comenzaron a volar, con un ruido de vuelo torpe e inquieto.