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Aquellas cajas llenas de pajaritos agitados, atravesadas sobre todos los muebles, por el suelo y en la chimenea, le molestaban. Indagó por qué, y no lo adivinó. Salió. Volvió a entrar y lo comprendió en seguida: la habitación parecía devastada. ¿Escaparía a la idiotez aquella noche? A pesar suyo, había dejado allí la imagen esplendente de su ira.

– Abre las jaulas -dijo al boy.

– La habitación se ensuciará, señor Ferral.

– La señora Serge se mudará. Esté usted tranquilo, que no será esta noche. Ya me enviará usted la cuenta.

– ¿Flores, señor Ferral?

– Nada más que pájaros. Y que nadie entre aquí; ni siquiera los criados.

Las ventanas estaban protegidas, contra los mosquitos, por una tela metálica. Los pájaros no se escaparían. El director abrió los cristales para que la habitación no oliese.

Entonces, sobre los muebles y las cortinas y en los rincones del techo, los pájaros de las islas revoloteaban, mates en aquella débil luz, como los de los frescos chinos. Había ofrecido por odio a Valeria su más lindo regalo… Apagó; volvió a encender; apagó; volvió a encender. Empleaba para ello el interruptor de la lámpara del lecho: recordó, de pronto, la última noche pasada en su casa con Valeria. Sintió deseos de arrancar el interruptor para que ella no pudiese emplearlo nunca -con cualquiera que fuese-. Pero no quería dejar allí ninguna huella de su cólera.

– Llévate las jaulas vacías -dijo al boy-. Mándalas quemar.

– Si la señora Serge pregunta quién ha enviado los pájaros -pronunció el director, que contemplaba a Ferral con admiración-, ¿debemos decírselo?

– No preguntará. Está firmado.

Salió. Era preciso que se acostase con una mujer aquella noche. Sin embargo, no tenía ganas de ir inmediatamente al restaurante chino. Estar seguro de que unos cuerpos se hallaban a su disposición, le bastaba -provisionalmente-. Con frecuencia, cuando una pesadilla le despertaba sobresaltado, se sentía presa del deseo de reanudar el sueño, a pesar de la pesadilla que volvería a encontrar en él, y, al mismo tiempo, del de librarse de ella, despertándose por completo; el sueño era la pesadilla, pero era él; el despertar era la paz, pero era el mundo. El erotismo, aquella noche, era la pesadilla. Se decidió, por fin, a despertarse, y se hizo conducir al Círculo francés: hablar, restablecer las relaciones con un ser, aunque no fuese más que las de una conversación, constituían el más seguro despertar.

El bar estaba lleno: época de desórdenes. Muy cerca de la puerta entreabierta, con una esclavina de lana cruda sobre los hombros, solo y casi aislado, Gisors se hallaba sentado ante un cocktail dulce; Kyo había telefoneado que todo marchaba bien, y su padre había ido al bar en busca de las noticias del día, con frecuencia absurdas, pero, a veces, significativas: no lo eran entonces. Ferral se dirigió hacia él, por entre los saludos. Conocía la naturaleza de sus enseñanzas, pero no les concedía importancia alguna. Ignoraba que Kyo estuviese entonces en Shanghai. Consideraba humillante interrogar a Martial acerca de las personas, y el papel de Kyo no tenía ningún carácter público.

Todos aquellos idiotas que le miraban con una tímida reprobación creían que estaba unido al viejo por el opio. Error. Ferral fingía fumar -una o dos pipas-, y siempre menos de las que hubiera necesitado para experimentar la acción del opio-, porque veía en la atmósfera del fumar y en la pipa que pasa de una boca a otra un medio de acción sobre las mujeres. Como tenía horror a la corte que debía hacer y al cambio con que pagaba su importancia concedida a una mujer lo que ésta le proporcionaba en placer, se enfrascaba en todo cuanto le dispensaba de ello.

Era un gusto más complejo el que le había impulsado algunas veces a acudir a Pekín, al lado del viejo Gisors. El placer del escándalo, en primer término. Además, no quería ser sólo el presidente del Consorcio; quería ser distinto de su acción -medio de creerse superior a ella-. Su afición casi agresiva al arte, al pensamiento y al cinismo, que él llamaba lucidez, constituía una defensa: Ferral no procedía ni de las «familias» de los grandes establecimientos de créditos, ni del Movimiento General de Fondos, ni de la Inspección de hacienda. La dinastía de Ferral estaba demasiado unida a la historia de la República, para que pudiese considerársele como un provinciano; pero no dejaba de ser un aficionado, cualquiera que fuese su autoridad. Demasiado hábil para tratar de colmar el foso que le rodeaba, lo ensanchaba. La gran cultura de Gisors; su inteligencia, siempre al servicio de su interlocutor; su desdén hacia los convencionalismos; sus «puntos de vista», casi siempre singulares, que Ferral no tenía inconveniente en atribuirse cuando lo había abandonado, le aproximaban, más aún que todo aquello cuanto los separaba: con Ferral, Gisors no hablaba de política más que en el plano de la filosofía. Ferral decía que tenía necesidad de la inteligencia, y, cuando no la encontraba, era verdad.

Miró a su alrededor: en el momento mismo en que se sentó, casi todas las miradas se volvieron. Aquella noche, de buena gana se hubiera casado con su cocinera, aunque no hubiera sido más que para imponérsela a aquella multitud.

Que todos aquellos idiotas juzgasen lo que él hacía, le exasperaba; cuanto menos los viera, mejor: propuso a Gisors irse a beber a la terraza, frente al jardín. A pesar del fresco, los boys habían sacado fuera algunas mesas.

– ¿Cree usted que se puede conocer (conocer) a un ser vivo? -preguntó a Gisors.

Se instalaban cerca de una lamparita cuyo halo se perdía en la oscuridad, que llenaba poco a poco la bruma.

Gisors lo miró. «No tendría afición a la psicología, si pudiera imponer su voluntad.»

– ¿Una mujer? -preguntó.

– ¿Qué importa?

– El pensamiento que se dedica a elucidar a una mujer tiene algo de erótico… Querer conocer a una mujer, ¿no es cierto?, siempre supone una manera de poseerla o de vengarse de ella…

Una mujer pública, en la mesa próxima, decía a otra:

– No se me hace eso tan fácilmente. Voy a decirte: es una mujer que está celosa de mi perro.

– Creo -continuó Gisors- que el recurrir al espíritu intenta compensar esto: el conocimiento de un ser es un sentimiento negativo; el sentimiento positivo, la realidad, es la angustia de permanecer siempre extraño para aquel a quien se ama.

– ¿Se ama alguna vez?

– El tiempo hace desaparecer, a veces, esa angustia; sólo el tiempo. No se conoce nunca a un ser; pero, a veces, se deja de sentir que se le ignora (pienso en mi hijo, ¿verdad?, y también en… otro muchacho). Conocer por medio de la inteligencia constituye la tentación vana de prescindir del tiempo…

– La función de la inteligencia no consiste en prescindir de las cosas.

Gisors le miró.

– ¿Qué entiende usted por inteligencia?