– ¿En general?
– Sí.
Ferral reflexionó.
– La posesión de los medios de dominar a las cosas o a los hombres.
Gisors sonrió imperceptiblemente. Cada vez que formulaba aquella pregunta, su interlocutor, cualquiera que fuese, respondía con el retrato de su deseo. Pero la mirada de Ferral tornóse de pronto más intensa.
– ¿Sabe usted cuál era el suplicio infligido por la ofensa de la mujer al amo, aquí, bajo los primeros imperios? -preguntó.
– Pues bien: había varios, ¿no es eso? Parece ser que el principal consistía en atarla sobre una armadía, con las manos y las muñecas cortadas y los ojos saltados, y…
Mientras hablaba, Gisors observaba la atención creciente y quizá la satisfacción con que Ferral le escuchaba.
– … dejarlas descender a lo largo de aquellos interminables ríos, hasta que se morían de hambre o de agotamiento, con sus amantes amarrados a su lado, sobre la misma armadía…
– ¿Sus amantes?
¿Cómo tal distracción podía conciliarse con aquella atención, con aquella mirada? Gisors no podía adivinar que, en el espíritu de Ferral, no existía el amante; pero ya éste se había recobrado.
– Lo más curioso -continuó- es que aquellos códigos feroces parecen haber sido redactados, hacia el siglo iv, por unos sabios que eran humanos y buenos, según lo que conocemos acerca de sus vidas privadas…
– Sí; sin duda, eran unos sabios.
Gisors contempló aquel rostro anguloso, con los ojos cerrados, iluminados desde abajo por la lamparita, con un efecto de luz sobre el bigote. Disparos a lo lejos. ¿Cuántas vidas se decidirían en la bruma nocturna? Contemplaba aquella faz, ásperamente distendida sobre una humillación procedente del fondo del cuerpo y del espíritu, defendiéndose contra ella con esa fuerza irrisoria que es el rencor humano; el odio de los sexos estaba por encima de ella, como si, de la sangre que continuaba corriendo sobre aquella tierra, ya saciada, hubieran debido renacer los más antiguos odios.
Nuevos disparos, muy próximos esta vez, hicieron temblar los vasos sobre la mesa.
Gisors estaba acostumbrado a los disparos, que todos los días llegaban de la ciudad china. A pesar del aviso telefónico de Kyo, éstos, de pronto, le inquietaron. Ignoraba la extensión del papel político desempeñado por Ferral; pero aquel papel no podía ser ejercido más que al servicio de Chiang Kaishek. Consideró natural estar sentado a su lado -él no se encontraba nunca «comprometido», ni siquiera con respecto a sí mismo-; pero cesó de desear el acudir en su ayuda. Nuevos disparos, más lejanos.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– No sé. Los jefes azules y rojos han llevado a efecto juntos una gran proclamación de unión. Esto parece que va a arreglarse.
«Miente -pensó Gisors-; está, por lo menos, tan bien informado como yo.»
– Con rojos o azules -decía Ferral-, los coolies no dejarán de ser coolies; a menos que queden muertos. ¿No considera usted como una estupidez característica de la especie humana que un hombre que no tiene más que una vida se arriesgue a perderla tan sólo por una idea?
– Es muy raro que un hombre pueda soportar (¿cómo diré yo?) su condición de hombre…
Pensó en una de las ideas de Kyo: todo aquello por lo cual los hombres aceptan dejarse matar, más allá del interés, tiende, más o menos confusamente, a justificar esa condición, fundiéndola en dignidad: cristianismo para el esclavo, nación para el ciudadano, comunismo para el obrero. Pero no tenía gana de discutir las ideas de Kyo con Ferral. Volvió a éste:
– Siempre hay que intoxicarse: este país tiene el opio; el Islam, el haschich; el Occidente, la mujer… Quizá el amor sea, sobre todo, el medio que emplea el occidental para emanciparse de su condición de hombre…
Bajo sus palabras, se deslizaba una contracorriente confusa y oculta de figuras: Chen y el crimen; Clappique y su locura; Katow y la revolución; May y el amor; él mismo 1 y el opio… Sólo Kyo, para él, se resistía a aquellos dominios.
– Muchas menos mujeres se acostarían -respondió Ferral-, si pudiesen obtener en la posición vertical las frases de admiración de que tienen necesidad y que exigen en el lecho.
– ¡Y cuántos hombres!
– Pero el hombre puede y debe negar a la mujer: el acto, sólo el acto justifica la vida y satisface al hombre blanco. ¿Qué pensaríamos si se nos hablase de un gran pintor que no hiciera cuadros? Un hombre es la suma de sus actos, de los que ha hecho y de los que puede hacer. Yo no soy lo que tal hombre o cual mujer considera como modelo de mi vida; yo soy mis carreteras, mis…
– Sería preciso que las carreteras fuesen hechas.
Desde los últimos disparos, Gisors se había propuesto no fingirse el justificador.
– Si no por usted, ¿verdad?, por otro. Es como si un general dijese: con mis soldados, puedo ametrallar la ciudad. Pero si fuese capaz de ametrallarla, no sería general… no se hace uno general más que saliendo de Saint-Cyr. Además, los hombres son, quizá, indiferentes al poder… Lo que los fascina ante esa idea, ya ve usted, no es el poder real; es la ilusión del buen placer. El poder del rey es gobernar, ¿no es cierto? Pero el hombre no tiene deseo de gobernar: siente el deseo de dominar; usted lo ha dicho. De ser más que hombre, en un mundo de hombres. Escapar a la condición humana, le decía yo. No poderoso, sino todopoderoso. La enfermedad quimérica cuya justificación intelectual no es más que la voluntad de potencia, es la voluntad de deidad: todo hombre sueña con ser un dios.
Lo que decía Gisors confundía a Ferral; pero su inteligencia no estaba preparada para acogerle. Si el viejo no le justificaba, no le libraría ya de su obsesión.
– En su opinión, ¿por qué los dioses no poseen a los mortales más que bajo formas humanas o bestiales?
Como si la hubiese visto, Gisors sintió que una sombra se instalaba al lado de ellos. Ferral se había levantado.
– Tiene usted necesidad de comprometer lo esencial de usted mismo para sentir más violentamente su existencia -dijo Gisors, sin mirarle.
Ferral no adivinaba que la penetración de Gisors procedía de que reconocía en sus interlocutores fragmentos de su propia persona, y que su retrato más sutil se hubiera hecho reuniendo sus ejemplos de perspicacia.
– Un dios puede poseer -continuó el viejo, con una sonrisa de convencimiento-, pero no puede conquistar. El ideal de un dios, ¿verdad?, es convertirse en hombre sabiendo que volverá a encontrar su poder; y el sueño del hombre, convertirse en dios sin perder su personalidad…
Decididamente, tenía que acostarse con una mujer. Ferral se marchó.
«Curioso caso de engaño por añadidos -pensaba Gisors-. En el orden erótico, se diría que se concibe, esta noche, como la concebiría un pequeño burgués romántico.» Cuando, poco después de la guerra, Gisors había entrado en contacto con las potencias económicas de Shanghai, no poco se había asombrado de ver que la idea que se formaba acerca del capitalista no correspondía a nada. Casi todos los que encontró entonces habían fijado su vida sentimental, bajo una u otra forma -y casi siempre bajo la del matrimonio-; la obsesión que hace el gran hombre de negocios, cuando no es un intercambiable heredero, se acomoda mal a la dispersión erótica. «El capitalismo moderno -explicaba a sus discípulos- es mucho más voluntad de organización que de poderío…»
Ferral, en el auto, pensaba que sus relaciones con las mujeres eran siempre las mismas y absurdas. Quizá hubiera amado en otro tiempo. En otro tiempo. ¿Qué psicólogo, borracho perdido, había tenido la ocurrencia de llamar amor al sentimiento que ahora envenenaba su vida? El amor es una obsesión exaltada; sus mujeres le obsesionaban, sí -como un deseo de venganza-. Iba a hacerse juzgar entre las mujeres, él, que no aceptaba ningún juicio. La mujer que le hubiese admirado en la entrega de sí misma, a la que él no hubiese combatido, no habría existido para él. Condenado a las coquetas o a las putas. Poseía los cuerpos. Afortunadamente. Si no… «Morirá usted, querido, sin haberse dado cuenta de que una mujer es un ser humano…» Para ella, quizá; para él, no. ¡Una mujer, un ser humano! Es un descanso, un viaje, un enemigo.