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Tomó, al pasar, una cortesana, en una de las casas de Nanking Road: una muchacha de semblante gracioso y dulce. A su lado en el auto, con las manos prudentemente apoyadas en su cítara, tenía el aspecto de una estatuilla Tang. Llegaron, por fin, a su casa. Subió las escaleras delante de ella, haciéndose pesado su paso, de ordinario apresurado. «Vamos a dormir», pensaba… El sueño era la paz. Había vivido, combatido y creado; bajo todas aquellas apariencias, en lo más profundo, encontraba esa sola realidad, ese goce de abandonarse a sí mismo, de dejarse en la playa como el cuerpo de un compañero ahogado, a aquel ser -él mismo- cuya vida había que inventar de nuevo todos los días. «Dormir es la única cosa que he deseado siempre, en el fondo, desde hace tantos años.»

¿Qué esperar, mejor que un soporífero, de la joven cuyas babuchas, detrás de él, sonaban, a cada paso que daba en un peldaño de la escalera? Entraron en el salón de fumar; una pequeña habitación con divanes cubiertos por un tapiz de Mongolia, hecho más bien para la sensualidad que para el sueño. En las paredes, una gran aguada del primer período de Kama, un estandarte tibetano. La mujer dejó su cítara sobre un diván. En la bandeja, los instrumentos antiguos, con mangos de jade ornamentales y poco prácticos, propios del que no los emplea. La joven tendió la mano hacia ellos: él la detuvo con un gesto. Un disparo lejano hizo temblar las agujas sobre la bandeja.

– ¿Quiere usted que cante?

– Ahora no.

Contemplaba su cuerpo, manifiesto y oculto, a la vez, por el vestido de seda malva con que iba vestida. La sabía estupefacta; no era costumbre acostarse con una cortesana sin que hubiese cantado, hablado y servido la mesa o preparado las pipas. ¿Para qué, si no, dirigirse a las prostitutas?

– ¿No quiere usted tampoco fumar?

– No. Desnúdate.

Negaba su dignidad, lo sabía. Sintió deseos de exigirle que se quedase completamente desnuda; pero ella se habría negado. No había dejado encendida más que una lamparilla. «El erotismo -pensó- es la humillación en uno mismo o en el otro, y quizá en ambos. Una idea, con toda evidencia…» Además, estaba excitante así, con la ajustada camisa china; pero apenas se hallaba excitado, o quizá no lo estaba más que por la sumisión de aquel cuerpo que Se esperaba, en tanto que él no se movía. Su placer brotaba de que se pusiese en el puesto de la otra, estaba claro: de la otra, dominada; dominada por él. En definitiva, no copulaba nunca más que consigo mismo, pero no podía lograrlo más que con la condición de no estar solo. Ahora comprendía lo que Gisors no había hecho más que sospechar: sí; su voluntad de potencia no alcanzaba jamás su objeto, no vivía más que de renovarlo; pero si nunca en su vida había poseído, poseería, a través de aquella china que le esperaba, la única cosa de la cual estaba ávido: él mismo. Necesitaba los ojos de los demás para verse, los sentidos de otro para sentirse. Contempló la pintura tibetana, fija allí, sin que supiese demasiado por qué: sobre su campo descolorido, por donde erraban unos viajeros, dos esqueletos exactamente iguales se estrechaban con ansia.

Se aproximó a la mujer.

10 y media

«Con tal que el auto no tarde…», pensó Chen. En la oscuridad completa, no habría sido tan seguro su golpe, y los últimos reverberos iban muy pronto a apagarse. La noche desolada de la China de los arrozales y de los pantanos había ganado la avenida, casi abandonada. Las luces turbias de las villas de bruma pasaban por las rendijas de los postigos entreabiertos, a través de los cristales tapados, e iban apagándose una a una. Los últimos reflejos se adherían a los rieles mojados y a los aisladores telegráficos; se debilitaban de minuto en minuto; bien pronto Chen ya no los vio más que en los carteles verticales cubiertos de caracteres dorados. Aquella noche de bruma era su última noche y se hallaba satisfecho de ello. Iba a saltar con el coche, en un relámpago circular que iluminaría por un segundo un haz de sangre. La leyenda china más antigua se impuso en éclass="underline" los hombres son los gusanos de la tierra. Era preciso que el terrorismo se volviese místico. Soledad, desde luego: que el terrorismo decidiese por sí solo y ejecutase solo; toda la fuerza de la policía está en la delación; el criminal que obra solo no corre el riesgo de denunciarse a sí mismo. Soledad última, porque le es difícil al que vive fuera del mundo encontrar a los suyos. Chen conocía las objeciones opuestas al terrorismo: represión policíaca contra los obreros y llamamiento al fascismo. La represión no podía ser más violenta, ni el fascismo más evidente. Y acaso Kyo y él no pensasen para los mismos hombres. No se trataba de mantener en su clase, para emanciparlos, a los mejores hombres aniquilados, sino de dar un sentido a su mismo aniquilamiento, que cada uno se instituyese responsable y juez: de la vida de su amo. Dar un sentido inmediato al individuo sin esperanza y multiplicar los atentados, no por una organización, sino por una idea: hacer que renaciesen los mártires. Pei, escritor, sería escuchado, porque él, Chen, iba a morir: sabía con qué fuerza pesa sobre todo pensamiento la sangre vertida por él. Todo lo que no fuese su gesto resuelto, se descomponía en la noche, tras de la cual permanecía emboscado aquel automóvil que llegaría bien pronto. La bruma, alimentada por el vapor de los navíos, destruía poco a poco, en el fondo de la avenida, las aceras, aún no vacías: algunos transeúntes atareados marchaban por ellas uno detrás de otro, sobrepasándose rara vez, como si la guerra hubiese impuesto a la ciudad un orden todopoderoso. El silencio general de su marcha hacía su agitación casi fantástica. No llevaban paquetes ni canasta, ni empujaban los cochecitos; aquella noche, parecía que su actividad no tuviese finalidad alguna. Chen contemplaba todas aquellas sombras que se deslizaban, sin hacer ruido, hacia el río, con un movimiento inexplicable y constante. ¿No era el Destino mismo aquella fuerza que le impulsaba hacia el fondo de la avenida, donde el arco encendido de muestras, apenas visibles frente a las tinieblas del río, parecía la puerta misma de la muerte? Hundidos en perspectivas turbias, los enormes caracteres se perdían en aquel mundo trágico y suave como en los siglos, y, del mismo modo que si hubiera llegado, no del estado mayor, sino de los tiempos búdicos, la bocina militar del auto de Chiang Kaishek comenzó a resonar sordamente en el fondo de la calzada, casi desierta. Chen oprimió la bomba bajo el brazo, con gratitud. Sólo los faros salían de la bruma. Casi inmediatamente, precedido por el Ford de la guardia, apareció el coche entero; una vez más pareció a Chen que avanzaba extraordinariamente de prisa. Tres pousses obstruyeron, de pronto, la calle, y los dos autos aminoraron la marcha. Trató de recuperar el control de su respiración. Ya el obstáculo se había dispersado. El Ford pasó, y el auto llegaba: un hermoso coche americano, flanqueado por dos policías amarrados a los estribos; daba tal impresión de fuerza, que Chen sintió que, si no avanzaba, si esperaba, se apartaría a pesar suyo. Cogió la bomba por el asa, como una botella de leche. El auto del general estaba a veinte metros, enorme. Corrió hacia él, con un júbilo de extático, y se arrojó encima con los ojos cerrados.

Volvió en sí algunos segundos más tarde: no había sentido ni oído el crujir de los huesos que esperaba; había zozobrado en un globo deslumbrador. No tenía chaqueta. En su mano derecha sustentaba un trozo del capote, lleno de barro o de sangre. A algunos metros, un montón de restos rojos, una superficie donde brillaba un último reflejo de luz de vidrios acumulados, unos… ya no distinguía más: adquiría la conciencia del dolor, que en menos de un segundo, fue más allá de la conciencia. Ya no veía claro. Sentía, sin embargo, que aquel lugar estaba desierto. ¿Temerían los policías una segunda bomba? Sufría con toda su carne, con un sufrimiento ni siquiera localizable: ya no era más que sufrimiento. Se acercaban. Recordó que debía coger su revólver. Intentó alcanzar el bolsillo de su pantalón. No tenía bolsillo, ni pantalón, ni pierna, sino carne triturada. El otro revólver estaba en el bolsillo de la camisa. El botón había saltado. Asió el arma por el cañón, la volvió sin saber cómo y soltó, por instinto, el seguro con el pulgar. Abrió por fin los ojos. Todo daba vueltas, de una manera lenta e inconcebible, en un círculo muy grande; y, sin embargo, sólo existía el dolor. Un policía estaba muy cerca. Chen quiso preguntar si Chiang Kaishek había muerto, pero quería enterarse de ello en el otro mundo: en este mundo, aquella misma muerte le era indiferente.