Puso sesenta dólares en los pares, de nuevo. Aquella bola, cuyo movimiento iba a debilitarse, era un destino, y, desde luego, su destino. No luchaba contra una criatura, sino contra una especie de dios; y aquel dios, al mismo tiempo, era él mismo. La bola volvió a partir.
Recuperó en seguida el desnivel pasivo que buscaba: de nuevo le pareció tomar su vida y suspenderla de aquella bola irrisoria. Gracias a ella, saciaba a un tiempo, por primera vez, a los dos Clappiques que le formaban: el que quería vivir y el que quería ser destruido. ¿Para qué mirar el reloj? Relegaba a Kyo en un mundo de ensueño. Le parecía alimentar a aquella bola, no ya con jugadas, sino con su propia vida -si no veía a Kyo, perdía toda posibilidad de encontrar dinero- y con la de otro; y, que aquel otro lo ignorase, prestaba a la bola, cuyas curvas se ablandaban, la vida de las conjunciones de los astros, de las enfermedades crónicas, de todo de cuanto los hombres creen pendiente su destino. ¿Qué tenía que ver con el dinero aquella bola, que vacilaba en los bordes de los agujeros, como un hocico, y por medio de la cual estrechaba él su propio destino, único medio que había encontrado para poseerse a sí mismo? ¡Ganar; no ya para irse, sino para quedarse, para arriesgar más, para que la apuesta de su libertad conquistada hiciese el gesto más absurdo aún! Apoyado sobre el antebrazo; sin mirar ya siquiera a la bola, que continuaba su camino, cada vez más lenta; temblándole los músculos de las pantorrillas y de los hombros, descubría el sentido mismo del juego, el frenesí de perder.
Casi todos perdían; el humo llenó la sala, al mismo tiempo que una distensión desolada de los nervios y el sonido de las fichas, recogidas por la raqueta. Clappique sabía que no había acabado. ¿Para qué conservar sus diecisiete dólares? Sacó el billete de diez y lo colocó en los pares.
Estaba de tal modo seguro de que perdería, que no lo había jugado todo -como para poder sentirse perder más tiempo-. En cuanto la bola comenzó a vacilar, su mano derecha la siguió, pero la izquierda permanecía quieta en la mesa. Ahora comprendía la vida intensa de los instrumentos de juego: aquella bola no era una bola como otra cualquiera -como esas que no se emplean para jugar-: la vacilación misma de su movimiento vivía. Aquel movimiento, a la vez ineluctible y blando, temblaba así porque unas vidas influían en él. Mientras la bola daba vueltas, ningún jugador entró en un alvéolo rojo, volvió a salir, erró aún, entró en el del número 9. Con su mano izquierda apoyada sobre la mesa. Clappique esbozó imperceptiblemente el ademán de querer arrancarla. Había perdido una vez más. Cinco dólares a los pares: la última ficha, de nuevo. La bola lanzada recorría grandes circunferencias, no viva todavía. El reloj, sin embargo, desviaba la mirada de Clappique. No lo llevaba sobre la muñeca, sino debajo, en el sitio donde se toma el pulso. Apoyó la mano de plano sobre la mesa, y llegó a no ver nada más que la bola. Descubría que el juego es un suicidio sin muerte: le bastaba poner allí su dinero, contemplar aquella bola y esperar, como habría esperado después de haber ingerido un veneno; veneno renovado sin cesar, con el orgullo de tomarlo. La bola se detuvo en el 4. Había ganado.
La ganancia le fue casi indiferente. Sin embargo, si hubiera perdido… Ganó una vez más, y perdió otra vez. Le quedaban de nuevo cuarenta dólares; pero quería recuperar el desnivel de la última jugada. Las apuestas se acumulaban sobre el rojo, que no había salido desde hacía mucho tiempo. Aquella casilla, hacia la cual convergían las miradas de casi todos los jugadores, le fascinaba a él también; pero abandonar los pares le parecía abandonar el combate. Conservó los pares y puso los cuarenta dólares. Ninguna jugada valdría nunca lo que aquélla. Kyo no se habría ido aún; quizá dentro de diez minutos, ya no podría, seguramente, atraparlo; pero, a la sazón, acaso aún lo consiguiera. Ahora, ahora se jugaba sus últimas monedas, su vida y la del otro: sobre todo, la del otro. Sabía que peligraba Kyo; era Kyo el que estaba encadenado a aquella bola y aquella mesa, y era él, Clappique, quien era aquella bola, dueña de todos y de él mismo -de él, que, sin embargo, la veía, viva como él jamás había vivido, fuera de él, agotado por una vergüenza vertiginosa.
Salió a la una: el «círculo» se cerraba. Le quedaban veinticuatro dólares. El aire de fuera le apaciguó, como el de un bosque. La bruma era mucho más débil que a las once. Quizá hubiera llovido: todo estaba mojado. Aunque no veía, en la oscuridad, los bojes y los evónimos, adivinaba su follaje sombrío por el olor amargo. «Es notable -pensó- que se haya dicho tantas veces que la sensación del jugador nace con la esperanza de la ganancia. Es como si se dijese que los hombres se baten en duelo para hacerse campeones de esgrima…» Pero la serenidad de la noche parecía haber disipado, con la niebla, todas las inquietudes y todos los dolores de los hombres. Sin embargo, sonaban descargas, a lo lejos. «Se ha comenzado a fusilar…»
Abandonó el jardín, esforzándose por no pensar en Kyo, y comenzó a caminar. Ya los árboles eran raros. De pronto, a través de lo que quedaba de bruma, apareció sobre la superficie de las cosas la luz mate de la luna. Clappique levantó los ojos. La luna acababa de surgir de una playa desgarrada de nubes muertas, y derivaba con lentitud por un agujero inmenso, sombrío y transparente, como un lago con sus profundidades llenas de estrellas. Su luz, cada vez más intensa, prestaba a todas aquellas casas cerradas, en el abandono total de la ciudad, una vida extraterrestre, como si la atmósfera de la luna hubiese ido a instalarse de pronto en aquel gran silencio, con su claridad. Sin embargo, tras aquel decorado de astro muerto, había hombres. Casi todos dormían, y la vida inquietante del sueño armonizaba con aquel abandono de ciudad sumergida, como si recibiese, también ella, la vida de otro planeta. «En Las mil y una noches, hay pequeñas ciudades llenas de durmientes abandonadas desde hace muchos siglos, con sus mezquitas bajo la luna, las ciudades del desierto dormido. Lo cual no impediría, quizá, que yo reviente.» La muerte, su muerte misma, no era muy verdadera en aquella atmósfera tan poco humana, en la que se sentía intruso. ¿Y los que no dormían? «Hay los que leen. Los que se corroen. (¡Qué bella expresión!) Los que hacen el amor.» La vida futura vibraba tras todo aquel silencio. ¡Humanidad rabiosa, a la que nada podía librar de sí misma! El olor de los cadáveres de la ciudad china pasó con el viento que de nuevo se levantaba. Clappique tuvo que hacer un esfuerzo para respirar: volvía la angustia. Soportaba con más facilidad la idea de la muerte que su olor. Éste iba tomando posesión poco a poco de aquel decorado que escondía la locura del mundo bajo su apaciguamiento de eternidad, y, soplando siempre el viento, sin el menor silbido, la luna alcanzó la plaza opuesta y todo volvió a caer en las tinieblas. «¿Es un sueño?» Pero el terrible olor le restituía a la vida, a la noche ansiosa, en la que los reverberos, antes empañados por la niebla, ponían grandes redondeles sobre las aceras, donde la lluvia había desvanecido las pisadas.
¿Adónde ir? Vacilaba. No podría olvidar a Kyo, si trataba de dormir. Recorría, ahora, una calle de modestos bares, burdeles minúsculos con los letreros redactados en las lenguas de todas las naciones. Entró en el primero.
Se sentó junto a las vidrieras. Las tres camareras -una mestiza y dos blancas- estaban sentadas con unos clientes, uno de los cuales se disponía a marcharse. Clappique esperó y miró hacia afuera: nada; ni siquiera un marino. A lo lejos, unos tiros de fusil. Se sobresaltó, ex profeso: una sólida camarera rubia, liberada, iba a sentarse a su lado. «Un Rubens -pensó-; pero no perfecto: debe de ser de Jordaens. Ni una palabra…» Comenzó a dar vueltas a su sombrero con el índice, a toda velocidad, lo hizo saltar, volvió a cogerlo por los bordes con delicadeza y lo colocó sobre las rodillas de la mujer.