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– Ten cuidado, querida amiga, de este sombrerito. Es único en Shanghai. Además, está domesticado…

La mujer se regocijó: era un bromista. Y la alegría prestó una vida súbita a su semblante, hasta entonces inexpresivo.

– ¿Se bebe o se sube? -preguntó.

– Las dos cosas.

Trajo Schiedam. Constituía «una especialidad de la casa».

– ¿Sin bromas? -preguntó Clappique.

Ella se encogió de hombros.

– ¿Qué quieres que me importe a mí eso?

– ¿Te aburres?

Ella le miró. De los bromistas había que desconfiar. Sin embargo, pensándolo bien, iba solo, y no había nadie que pudiera reírse; verdaderamente, no parecía burlarse de ella.

– ¿Qué otra cosa quieres que haga una, con una vida como ésta?

– ¿Fumas?

– El opio es demasiado caro. Se puede mandar picar, desde luego; pero tengo miedo: con las agujas sucias se atrapan abscesos; y, si tiene una abscesos, la casa nos pone en la calle. Hay diez mujeres esperando una plaza. Además… «Flamenca», pensó… Le cortó la palabra.

– Se puede obtener opio que no sea demasiado caro. Yo pago del de dos dólares setenta y cinco.

– ¿Tú eres del Norte, también?

Le dio una caja, sin responder. Ella estaba reconocida de encontrar a un compatriota y de aquel obsequio.

– Todavía es demasiado caro para mí… Pero éste no me habrá costado caro. Comeré esta noche.

– ¿No te gusta fumar?

– ¿Tú crees que tengo pipa? ¿Qué es lo que te imaginas?

Sonrió con amargura, satisfecha, no obstante. Pero la desconfianza habitual volvió.

– ¿Por qué me la das?

– Déjalo… Eso me causa placer. He estado en «el centro»…

En efecto: no tenía el aspecto de «miché». Pero ya no estaba en «el centro», desde hacía mucho tiempo. (A veces, tenía necesidad de inventarse biografías completas, aunque pocas, cuando la sexualidad entraba en juego.) La mujer se acercó a él, sobre la banqueta.

– Sencillamente, procura ser amable: ésta será la última vez que me acueste con una mujer.

– ¿Por qué?

Era de inteligencia lenta, pero no estúpida. Después de haber preguntado, comprendió.

– ¿Te quieres matar?

No era el primero. Tomó entre sus manos la de Clappique, que estaba apoyada sobre la mesa, y se la besó, con un ademán torpe y casi maternal.

– Es una lástima…

– ¿Y quieres subir?

Había oído decir que aquel deseo se les presentaba algunas veces a los hombres antes de la muerte. Pero no se atrevía a levantarse la primera: hubiera creído que le hacía su suicidio más cercano. Había conservado la mano entre las suyas. Aferrado a la banqueta, con las piernas cruzadas y los brazos pegados al cuerpo, como un insecto friolento, con la nariz hacia adelante, Clappique la contemplaba desde muy lejos, a pesar del contacto de los cuerpos. Aunque apenas había bebido, estaba ebrio de aquella mentira, de aquel calor, del universo ficticio que creaba. Cuando decía que iba a matarse, no se creía; pero puesto que ella lo creía, entraba en un mundo donde la verdad ya no existía. Aquello no era ni verdadero ni falso, sino vivido. Y, puesto que no existían en su pasado, que acababa de inventar, el gesto elemental y que se suponía tan próximo, en el cual se fundaban sus relaciones con aquella mujer, nada existía. El mundo había dejado de pesar sobre él. Libertado, ya no vivía más que en el universo novelesco que acababa de crear, fuerte por la unión que establece toda piedad humana ante la muerte. La sensación de embriaguez era tal, que su mano tembló. La mujer lo notó, y creyó que aquélla era la angustia.

– ¿No hay medio de arreglar… eso?

– No.

El sombrero, colocado en una esquina de la mesa, parecía contemplarle con ironía. Lo trasladó a la banqueta, para no verlo.

– ¿Historia de amor? -preguntó ella de nuevo.

Una descarga crepitó a lo lejos. «Como si no hubiera habido bastante con los que tenían que morir aquella noche», pensó.

Clappique se levantó sin haber respondido. Ella creyó que su pregunta le despertaba recuerdos. A pesar de su curiosidad, le dieron ganas de pedirle perdón; pero no se atrevió. Se levantó también. Deslizando la mano por debajo del mostrador, sacó un paquete (un inyector y unos paños) de entre dos frascos. Subieron.

Cuando salió -no se volvía, pero sabía que ella le seguía con la mirada, a través de las vidrieras-, ni su espíritu ni su sensualidad estaban saciados. Había vuelto la bruma. Después de un cuarto de hora de marcha (el aire fresco de la noche no le calmaba), se detuvo delante de un bar portugués. Los vidrios no estaban esmerilados. Separada de los clientes, una morena delgada, de ojos muy grandes, con las manos sobre los senos, como para protegerlos, contemplaba la noche. Clappique la miró sin moverse. «Soy como las mujeres, que no saben lo que un nuevo amante exigirá de ellas… Vamos a suicidarnos con ésta.»

Las 11 y 30

En la baraúnda del Black-Cat, Kyo y May habían estado esperando.

Los últimos cinco minutos. Ya debieran haberse ido. A Kyo le extrañaba que no hubiera acudido Clappique (había reunido para él cerca de doscientos dólares), aunque no del todo: cada vez que Clappique obraba así, se parecía a sí mismo hasta tal punto, que sólo sorprendía a medias a los que le conocían. Kyo le había considerado en un principio como un extravagante bastante pintoresco; pero le estaba agradecido de que le hubiera avisado, e iba sintiendo poco a poco hacia él una simpatía real. Sin embargo, comenzaba a dudar del valor de la noticia que el barón le había transmitido, y el haber faltado a aquella cita le hacía dudar más aún.

Aunque el fox-trot no se había terminado, se produjo gran revuelo hacia un oficial de Chiang Kaishek, que acababa de entrar: unas parejas abandonaron el baile, se acercaron y, aunque Kyo no oyó nada, adivinó que se trataba de un acontecimiento capital. May se dirigía ya hacia el grupo. En el Black-Cat, una mujer era sospechosa de todo, y, por consiguiente, de nada. Volvió muy pronto.

– Una bomba ha sido arrojada al coche de Chiang Kaishek -le dijo, en voz baja-. Él no iba en el coche.

– ¿Y el asesino? -preguntó Kyo.

May volvió al grupo, seguida de un sujeto que quería a toda costa que bailase con él, pero que la abandonó en cuanto vio que no estaba sola.

– Ha escapado -dijo.

– Deseémoslo…

Kyo sabía cuan inexactas eran casi siempre aquellas informaciones. Pero era poco probable que Chiang Kaishek hubiese sido muerto: la importancia de aquella muerte hubiera sido tal, que el oficial no la habría ignorado. «Nos enteraremos en el comité militar -dijo Kyo-. Vamos allá en seguida.»

Deseaba demasiado que Chen se hubiera evadido para dudarlo plenamente. Que Chiang Kaishek estuviese aún en Shanghai o que ya hubiese salido para Nankín, el atentado frustrado daba una importancia capital a la reunión del comité militar. Sin embargo, ¿qué esperar de ella? Había transmitido la afirmación de Clappique, aquella tarde, a su Comité Central escéptico, que se esforzaba por serlo: aquel golpe confirmaba demasiado las tesis de Kyo para que su confirmación por él no perdiese su valor. Además, el comité representaba la unión, y no la lucha. Algunos días antes, el jefe político de los rojos y uno de los jefes de los azules habían pronunciado en Shanghai sendos discursos conmovedores. Y el fracaso de la toma de la concesión japonesa por la multitud, en Han-Kow, comenzaba a mostrar que los rojos estaban paralizados en la China central misma; las tropas manchúes marchaban sobre Han-Kow, que debería combatirlas antes de que las de Chiang Kaishek… Kyo avanzaba entre la niebla, con May a su lado, sin hablar. Si los comunistas tenían que luchar aquella noche, apenas podrían defenderse. Entregadas o no sus últimas armas, ¿cómo combatirían, uno contra diez, en desacuerdo con las instrucciones del Partido Comunista chino, contra un ejército que les opondría sus cuerpos de voluntarios burgueses, armados a la europea y disponiendo de las ventajas del ataque? El mes anterior, toda la ciudad estaba unida por el ejército revolucionario: el dictador había representado al extranjero, y la ciudad era xenófoba; la inmensa burguesía modesta era demócrata, pero no comunista: el ejército, esta vez, estaba allí, amenazador, y no en fuga hacia Nankín; Chiang Kaishek no era el verdugo de febrero, sino un héroe nacional, salvo para los comunistas. Todos contra la policía, el mes anterior; los comunistas, contra el ejército, ahora. La ciudad permanecería neutral, y más bien favorable al general. Apenas podrían defender los barrios obreros; ¿Chapei, quizá? ¿Y luego?… Si Clappique se había equivocado; si la reacción tardaba un mes, el comité militar, Kyo y Katow organizarían doscientos mil hombres. Los nuevos grupos de encuentro, formados con comunistas convencidos, se encargaban de las uniones: pero se necesitaría, por lo menos, un mes para crear una organización lo bastante precisa para manejar las masas.