Por fin, sin que supiese cómo, la marcha se hizo posible. Pudo salir, y comenzó a caminar con una euforia abrumada que ocultaba entre remolinos de un odio sin límites. A unos treinta metros, se detuvo. «He dejado la puerta abierta ante ellos.» Volvió sobre sus pasos. A medida que se aproximaba, sentía formársele los sollozos, anudársele más abajo de la garganta, en el pecho, y quedarse allí. Cerró los ojos y tiró de la puerta. La cerradura crujió: estaba cerrada. Reanudó su marcha. «Esto no ha terminado -gruñó mientras caminaba-. Empieza. Empieza…» Con los hombros hacia adelante, avanzaba, como un sirgador, hacia un país confuso, del cual sólo sabía que allí se mataba, llevando sobre sus hombros y en el cerebro el peso de todos sus muertos, que -¡por fin!- no le impedirían ya avanzar.
Con las manos temblorosas, castañeteándole los dientes, transportado por su terrible libertad, estuvo en diez minutos en la Permanencia. Era una casa de un solo piso. Detrás de las ventanas, habían sido colocados, sin duda, unos colchones: a pesar de la ausencia de persianas, no se veían los rectángulos luminosos en la niebla, sino sólo unas rayas verticales. La calma de la calle, casi una callejuela, era absoluta, y aquellas rayas luminosas adquirían la intensidad, a la vez mínima y aguda, de los puntos de ignición. Llamó. Se entreabrió la puerta: no le conocían. Detrás, cuatro militantes, con el máuser en la mano, le miraron al pasar. Como en las sociedades de insectos, el vasto corredor vivía con una vida de sentido confuso, pero de movimiento claro: todo procedía de la cueva; el piso estaba muerto. Aislados, los obreros instalaban en lo alto de la escalera una ametralladora que dominaba el corredor. No brillaba siquiera; pero llamaba la atención, como el tabernáculo en una iglesia. Unos estudiantes, y unos obreros corrían. Pasó por delante de las marañas de las alambradas (¿para qué podría servir aquello?); subió, rodeó la ametralladora y llegó al rellano. Katow salía de un despacho y le miró interrogativamente. Sin hablar, Hemmelrich extendió su mano ensangrentada.
– ¿Herido? Hay vendajes abajo. ¿El chico está oculto?
Hemmelrich no podía hablar. Mostraba obstinadamente su mano, con un aspecto idiota. «Es sangre», pensaba. Pero no podía decirlo.
– Tengo un cuchillo -dijo, por fin-. Dame un fusil.
– No hay muchos fusiles.
– Unas granadas.
Katow vacilaba.
– ¿Crees que tengo miedo, grandísimo idiota?
– Baja: granadas, hay en las cajas ¿Sabes dónde está Kyo?
– No lo he visto. He visto a Chen: está muerto.
– Ya lo sé.
Hemmelrich bajó. Con los brazos hundidos hasta los hombros, unos camaradas hurgaban en una caja abierta. La provisión, por tanto, tocaba a su fin. Los hombres, revueltos, se agitaban hacia la plena luz de las lámparas -no había tragaluces-, y el volumen de aquellos cuerpos abultados alrededor de la caja, encontrado después de las sombras que desfilaban bajo las bombillas veladas del corredor, le sorprendió, como si, ante la muerte, aquellos hombres tuviesen derecho, de pronto, a una vida más intensa que la de los demás. Se llenó los bolsillos y volvió a subir. Los otros, las sombras, habían terminado la instalación de la ametralladora y habían colocado las alambradas detrás de la puerta, un poco hacia atrás, para que pudiera abrirse: los campanillazos se repetían minuto a minuto. Miró por el ventanillo: la calle brumosa continuaba tranquila y vacía: los camaradas llegaban, informes en la niebla, como peces en el agua turbia, bajo la línea de sombra que proyectaban los tejados. Se volvía para ir en busca de Katow: a la vez, dos campanillazos precipitados, un disparo y el ruido de un ahogo; luego, la caída de un cuerpo.
– «¡Aquí están!» -gritaron, a la vez, varios guardianes de la puerta. El silencio cayó sobre el corredor, batido en sordina por las voces y por el ruido de las armas que subían desde la cueva. Los hombres llegaron a los puestos de combate.
Una y media
Clappique, cociendo su mentira, como otros su borrachera, avanzaba por el corredor de su hotel chino, donde los boys, adosados a una mesa redonda, debajo del cuadro de llamada, escupían granos de girasol alrededor de las salivaderas. Sabía que no dormiría. Abrió melancólicamente la puerta, arrojó su americana sobre el ejemplar familiar de los Cuentos de Hoffmann y se escanció whisky: solía ocurrir que el alcohol disipaba la angustia que algunas veces caía sobre él. Algo había cambiado en aquella habitación. Se esforzó por no pensar en ello: la ausencia inexplicable de ciertos objetos hubiera sido demasiado inquietante. Había conseguido escapar a casi todo aquello sobre lo que los hombres fundan su vida: amor, familia, trabajo; no al miedo. Éste surgía en él, como una conciencia aguda de su soledad; para rehuirlo, iba de ordinario al Black-Cat, el sitio más próximo, y se refugiaba en las que abren las piernas y el corazón, pensando en otra cosa. Era imposible, aquella noche; excedido, harto de mentira y de fraternidades provisionales… Se vio en el espejo, se acercó.
«Sin embargo, amigo mío -dijo al Clappique del espejo-, ¿para qué escapar, en el fondo? ¿Cuánto tiempo irá a durar todo eso aún? Has tenido una mujer: ¡bueno, bueno! Unas queridas, por el dinero; siempre podrás pensar en ello cuando tengas necesidad de unos fantasmas para burlarte de ti. ¡Ni una palabra! Tienes unos dones, como dicen, de fantasía y todas las cualidades necesarias para ser un parásito: siempre podrás ser ayuda de cámara en casa de Ferral, cuando la edad te haya conducido a la perfección. También existe la profesión de gentilhombre alcahuete, la policía y el suicidio. ¿Souteneur?[5] Todavía la manía de grandeza. Queda el suicidio, te digo. Pero tú no quieres morir. ¡Tú no quieres morir, marrano! Mira, en cambio, cómo tienes una de esas preciosas caras que tienen los muertos…»
Se acercó más aún, casi tocando con la nariz en el espejo; deformó su máscara, abriendo la boca, con una mueca de gárgola; y, como si la máscara le hubiese respondido:
«¿No puede morir cada uno de nosotros? Evidentemente: de todo tiene que haber en el mundo. ¡Bah! Cuando hayas muerto, irás al Paraíso. Pues sí que el buen Dios tendrá una compañía agradable con un tipo como el tuyo.»
Transformó su semblante, con la boca cerrada y estirada hacia el mentón y los ojos entreabiertos, como un samurai de carnaval. E inmediatamente, como si la angustia que las palabras no bastaban para traducir se hubiese expresado directamente en toda su potencia, comenzó a gesticular, transformándose en mono, en idiota, en espantado, en un individuo con un flemón, en todo lo grotesco que puede expresar el semblante humano. Aquello no bastaba; se sirvió de sus dedos, tirándose de los ángulos de los ojos, agrandándose la boca con la expresión de sapo, del hombre que ríe, aplastándose la nariz, tirándose de las orejas. Cada uno de aquellos semblantes le hablaba, le revelaba, de sí mismo, una parte oculta de la vida; aquel exceso de lo grotesco en la habitación solitaria, con la bruma de la noche amontonada en la ventana, tomaba la comicidad atroz y terrorífica de la locura. Oyó su risa -un solo sonido de voz, lo mismo que el de su madre-; y, descubriendo, de pronto, su semblante, retrocedió con terror, y se sentó, anhelante. Había un block de papel blanco y un lápiz sobre la butaca. Si continuaba así, acabaría, realmente, por volverse loco. Para defenderse del espantoso espejo, comenzó a escribir:
«Acabarás siendo rey, mi buen Toto, Rey: bien caliente, en un confortable asilo de locos, gracias al delirium tremens, tu único amigo, si continúas bebiendo. Pero en este momento, ¿estás borracho, o no?… Tú, que te imaginas tan bien tantas cosas, ¿qué esperas para imaginarte que eres feliz? ¿Crees?…»
Llamaron.
Rodó a la realidad. Libertado, pero aturdido.
Llamaron de nuevo.
– Adelante.
Una capa de lana, un fieltro negro y unos cabellos blancos: el padre de Gisors.