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– Pero yo… yo -murmuró Clappique.

– Kyo acaba de ser detenido -dijo Gisors-. Conoce usted a König, ¿verdad?

– Yo… Pero si yo no sirvo para nada…

Gisors le miró con cuidado. «Con tal de que no esté demasiado borracho…», pensó.

– ¿Usted conoce a König? -repitió.

– Sí; yo, yo… lo conozco. Le he hecho… un favor. Un gran favor.

– ¿Puede usted pedirle uno?

– ¿Por qué no? ¿Pero, cuál?

– Mientras sea jefe de seguridad de Chiang Kaishek, König puede hacer que se ponga en libertad a Kyo. O por lo menos, impedir que sea fusilado: eso es lo más urgente, ¿verdad?

– Enten… Entendido…

Tenía, sin embargo, tan poca confianza en el agradecimiento de König, que había considerado inútil y quizá imprudente ir a verle, incluso después de las indicaciones de Chpilewski. Se sentó en la cama, con la nariz hacia el suelo. No se atrevía a hablar. La entonación de la voz de Gisors le demostraba que éste no sospechaba, en absoluto, su complicidad en la detención: Gisors veía en él al amigo que había ido a prevenirle aquella tarde, y no al hombre que se ponía a jugar a la hora de la cita. Pero Clappique no podía convencerse de ello. No se atrevía a mirarle ni se tranquilizaba. Gisors se preguntaba de qué drama o de qué extravagancia saldría, sin adivinar que su propia presencia era una de las causas de aquella respiración anhelante. Parecíale a Clappique que Gisors le acusaba.

– Sepa usted, amigo mío, que no soy… En fin, que no soy tan loco como todo eso; yo, yo…

No podía cesar de balbucear; unas veces, le parecía que Gisors era el único hombre que le comprendía; otras veces, que le tenía por un bufón. El viejo le miraba, sin decir nada.

– Yo… ¿Qué es lo que piensa de mí?

Gisors sentía más deseos de agarrarle de los hombros y conducirlo a casa de König que de hablar con él; pero tal trastorno aparecía bajo la embriaguez que le atribuía, que no se atrevió a negarse a seguirle la corriente.

– Existen los que tienen necesidad de escribir, los que tienen necesidad de soñar y los que tienen necesidad de hablar… Es la misma cosa. El teatro no es serio; las corridas de toros lo son en cambio, las novelas no son serias y la mitomanía sí lo es.

Clappique se levantó.

– ¿Tiene usted algo en el brazo? -le preguntó Gisors.

– Agujetas. Ni una palabra…

Clappique acababa de retorcerse torpemente el brazo para ocultar su reloj de pulsera a las miradas de Gisors, como si le traicionase aquel reloj que le había señalado la hora en la casa de juego. Por la pregunta de Gisors, se dio cuenta de que aquello era del género idiota.

– ¿Cuándo irá usted a ver a König?

– ¿Mañana por la mañana?

– ¿Por qué no ahora? La policía vela esta noche -dijo Gisors, con amargura-, y todo puede suceder…

Clappique no deseaba otra cosa mejor. No por remordimiento: si de nuevo estuviese en la casa de juego, de nuevo se habría quedado, sino por comprensión.

– Corramos, amigo mío.

El cambio que había comprobado al entrar le inquietó de nuevo. Miró con toda atención, y quedó estupefacto de no haberlo visto antes: una de sus pinturas taoístas «como un ensueño» y sus dos estatuas más bellas habían desaparecido. Encima de la mesa, una carta. Letra de Chpilewski. Lo adivinó. Pero no se atrevió a leer la carta. Chpilewski le había prevenido que Kyo estaba amenazado: si cometía la imprudencia de hablar de él, no podría por menos de contarlo todo. Cogió la carta y se la echó al bolsillo.

En cuanto hubieron salido, encontraron los autos blindados y los camiones llenos de soldados.

Clappique casi había recobrado su calma; para ocultar su turbación, a la cual no podía sustraerse aún, se hizo el loco, como de costumbre.

– Quisiera ser encantador y enviar al califa un unicornio (un unicornio, le digo) que apareciese del color del sol, en el palacio, gritando: «¡Sabes, califa, que la primera sultana te engaña! ¡Ni una palabra!» ¡Yo mismo, de unicornio, estaría asombroso, con mi nariz! Y, por supuesto, no sería verdad. Diríase que nadie sabe cuan voluptuoso es vivir, con los ojos de un ser, otra vida distinta de la suya. De una mujer, sobre todo…

– ¿Qué mujer no está dotada de una falsa vida, por lo menos para cada uno de los hombres que se le han acercado en la calle?

– ¿Usted… cree que todos los seres son mitómanos?

Los párpados de Clappique pestañeaban nerviosamente; anduvo menos de prisa.

– No; escuche usted; hábleme con franqueza: ¿por qué cree usted que no lo son?

Sentía ahora un deseo, raramente extraño a él mismo, aunque muy fuerte, de preguntarle a Gisors qué pensaba acerca del juego; y, sin embargo, seguramente, si hablara del juego, le confesaría todo. ¿Iba a hablar? El silencio le hubiera obligado a ello. Por fortuna, Gisors respondió:

– Quizá sea yo el ser menos a propósito para responder… El opio no enseña más que una cosa, y es que, fuera del sufrimiento físico, no hay nada real.

– El sufrimiento, sí… Y… el miedo.

– ¿El miedo?

– ¿No ha tenido usted nunca miedo, bajo la acción del o… del opio?

– No. ¿Por qué?

– ¡Ah!…

A decir verdad, Gisors pensaba que si el mundo no tenía realidad, los hombres, aun aquellos mismos que se hallan más opuestos al mundo, tienen una realidad muy fuerte; y que Clappique, precisamente, era uno de los muy raros seres que no tenían ninguna. Y lo comprobaba con angustia, porque era entre aquellas manos de niebla entre las que ponía el destino de Kyo. Bajo las actitudes de todos los hombres, hay un fondo que puede ser tocado, y pensar en su sufrimiento deja presentir su naturaleza. El sufrimiento de Clappique era independiente de él, como el de un niño: Clappique no era responsable de tal sufrimiento; éste hubiera podido destruirle, pero no podía modificarle. Podía dejar de existir, desaparecer en un vicio o en una monomanía; no podía convertirse en un hombre. «Un corazón de oro, pero hueco.» Gisors se daba cuenta de que, en el fondo de Clappique, no existían ni el dolor ni la soledad, como en los demás hombres, sino la sensación. Gisors juzgaba, a veces, a los hombres suponiendo su vejez: Clappique no podía envejecer: la edad no le conducía a la experiencia humana, sino a la intoxicación -erotismo o droga- donde se conjugarían, al fin, todos sus medios de ignorar la vida. «Quizá -pensaba el barón- si yo le contase todo lo encontrara completamente normal…» Disparaban, a la sazón, por todas partes, en la ciudad china. Clappique rogó a Gisors que le abandonase en el límite de la concesión: König no le habría recibido. Gisors se detuvo y vio desaparecer en la bruma su silueta delgada y desordenada.

La sección especial de policía de Chiang Kaishek estaba instalada en una modesta villa construida hacia 1920: estilo Bécon-les-Bruyères, pero con ventanas encuadradas en extravagantes ornamentos portugueses, amarillos y azulados. Dos empleados, y más ordenanzas de los precisos; todos los hombres armados: eso era todo. En la papeleta que un secretario le tendió, Clappique escribió: «Toto»; dejó en blanco el motivo de la visita, y esperó. Era la primera vez que se encontraba en un lugar iluminado, desde que había dejado su habitación: sacó del bolsillo la carta de Chpilewski:

Mi querido amigo:

He cedido a su insistencia. Mis escrúpulos eran fundados; pero he reflexionado; así, pues, me permitirá usted volver a la tranquilidad, y los beneficios que promete mi negocio, en este momento, son tan importantes y tan seguros que indudablemente podré, antes de un año, ofrecerle, en testimonio de agradecimiento, otros objetos de la misma naturaleza y más bonitos. El comercio de la alimentación en esta ciudad…

Seguían cuatro carillas de explicaciones.

«Esto no va mejor -pensó Clappique-; ni mucho menos…» Pero un funcionario llegaba en su busca.

König le esperaba, sentado ante su mesa, enfrente de la puerta. Rechoncho, moreno, con la nariz torcida en su rostro cuadrado, llegó hacia él y le estrechó la mano de una manera rápida y vigorosa, que más bien los separaba en lugar de acercarlos.