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– ¿Qué tal? Bueno. Sabía que le vería a usted hoy. He tenido la dicha de poder serle útil, a mi vez.

– Es usted formidable -respondió Clappique, bromeando a medias-. Sólo me pregunto si habrá algún error: ya sabe usted que yo no hago política…

– No ha habido error.

«Tiene un agradecimiento más bien condescendiente», pensó Clappique.

– Dispone usted de dos días para largarse. Me hizo usted un favor en otro tiempo: hoy he hecho que le avisen.

– ¿Có… cómo? ¿Usted ha sido el que ha encargado que me avisen?

– ¿Cree usted que Chpilewski se habría atrevido? Tiene usted un asunto con la policía de seguridad china; pero ya no son los chinos quienes la dirigen. Basta de pavadas.

Clappique comenzaba a admirar a Chpilewski, pero no sin indignación.

– Pues bien; puesto que ha tenido a bien acordarse de mí, permítame que le pida otra cosa.

– ¿Qué?

Clappique no abrigaba ya una gran esperanza: cada nueva réplica de König le demostraba que la camaradería con que contaba no había existido o no existía ya. Si König le había prevenido, ya no le debía nada.

Fue más por escrúpulo de conciencia que por esperanza por lo que dijo:

– ¿No se podría hacer nada por el joven Gisors? Supongo que a usted no le importará nada ese asunto.

– ¿Qué es?

– Comunista. Importante, según creo.

– En primer término, ¿por qué es comunista, ése? ¿Y su padre? ¿Mestizo? ¿No ha encontrado puesto? Que un obrero sea comunista, ya es idiota; ¡pero él!… En fin, ¿qué?

– Eso no es muy fácil resumirlo.

Clappique reflexionaba.

– Mestizo, quizá… Pero hubiera podido arreglarse: su madre era japonesa. No lo ha procurado. Dijo algo como por voluntad de dignidad…

– ¡Por dignidad!

Clappique quedó estupefacto; König le remedaba. No esperaba tanto efecto de aquella palabra. «¿Habré metido la pata?», se preguntó.

– En primer término, ¿qué es lo que quiere decir eso? -preguntó König, agitando el índice, como si hubiese continuado hablando sin que se le oyera-. Por dignidad -repetía.

Clappique no podía sustraerse al tono de su voz: era el del odio. Se hallaba a la derecha de Clappique, y su nariz, que así parecía muy aguileña, acentuaba enérgicamente su semblante.

– Dígame, mi buen Toto, ¿usted cree en la dignidad?

– En los demás…

– ¿En los demás? Clappique se calló.

– ¿Sabe usted lo que los rojos hacían con los oficiales prisioneros?

Clappique se guardaba muy bien de responder. Aquello se ponía serio. Y presentía que aquella frase era una preparación, una ayuda que König se facilitaba a sí mismo: no esperaba respuesta.

– En Siberia, yo era intérprete en un campo de prisioneros. Pude salir de allí sirviendo en el ejército blanco, con Semenoff. Blancos o rojos, a mí lo mismo me daba: lo que quería era volver a Alemania. Fui apresado por los rojos. Me dieron de puñetazos, llamándome «mi capitán» (era teniente), hasta que caí al suelo. Me levantaron. No llevaba ya el uniforme de Semenoff, con las calaveritas. Tenía una estrella en cada hombrera.

Se detuvo. «Podía rehusar, sin contar tantas historias», pensó Clappique. Jadeante, pesado, la voz implicaba una necesidad, que él trataba, no obstante, de comprender.

– Me clavaron un clavo en cada hombro, por encima de cada estrella. Como un dedo de largo. Escúcheme bien, mi buen Toto.

Le cogió de un brazo, con los ojos fijos en los suyos, con una mirada de hombre enamorado:

– Lloré como una mujer, como un ternero… Lloré delante de ellos. ¿Comprende usted? ¿Sí? Pues dejémoslo. Nadie perderá nada.

Aquella mirada de hombre que desea iluminó a Clappique. La confidencia no era sorprendente: no era una confidencia, era una venganza. Seguramente, relataba aquella historia -o se la relataba- cada vez que podía matar, como si aquel relato hubiera podido arañar, hasta hacer sangre, en la humillación sin límites que le torturaba.

– Amigo mío, más valdría que no me hablase demasiado de dignidad… Mi dignidad, para mí, consiste en matarlos. ¿Qué quiere usted que a mí me importe China? ¿Eh? ¡ La China, sin bromas! No estoy en el Kuomintang nada más que para mandar matar. No revivo como en otro tiempo, como un hombre, como cualquiera, como el último de los brutos que pasan por delante de esta ventana, sino cuando se mata. Pasa como a los fumadores con sus pipas. ¡Cómo! Un pingajo. ¿Venía usted a pedirme su piel? Aunque me hubiera usted salvado tres veces la vida…

Se encogió de hombros, y continuó, rabiosamente:

– ¿Sabe usted, siquiera, mi buen Toto, lo que es ver que la vida de uno adquiere un sentido, un sentido absoluto: repugnarse uno a sí mismo?

Acabó su frase entre dientes, pero sin moverse, con las manos en los bolsillos, con los cabellos sacudidos por las palabras arrancadas.

– El olvido… -dijo Clappique a media voz.

– ¡Hace más de un año que no me he acostado con una mujer! ¿Le basta eso? Y…

Se detuvo, de pronto, y continuó, más bajo:

– Pero, dígame, mi buen Toto: el joven Gisors; el joven Gisors… Hablaba usted de un error. ¿Quiere saber por qué ha sido usted condenado? Voy a decírselo: ¿fue usted el que trató el asunto de los fusiles del Shang-Tung? ¿Sabe usted a quiénes estaban destinados esos fusiles?

– No se hacen preguntas en semejante oficio. ¡Ni una palabra!

Acercó el índice a su boca, según sus más puras tradiciones. Y quedó, en seguida, cohibido.

– A los comunistas. Y como arriesgaba usted en ello su piel, hubiera podido decírselo. Y aquello era una estafa. Se sirvieron de usted para adelantar tiempo: aquella misma noche, robaron el buque. Si no me equivoco, su protegido actual fue quien le embarcó en aquel asunto.

Clappique estuvo a punto de responder: «Sin embargo, yo cobré mi comisión.» Pero la revelación que su interlocutor acababa de hacerle ponía tal satisfacción en el semblante de éste, que el barón no deseaba ya más que irse. Aunque Kyo había cumplido su promesa, le había hecho que se jugase la vida sin decírselo. ¿Se la hubiese jugado? No. Kyo se había servido de él en favor de su causa: él aprovechaba la ocasión para desinteresarse de Kyo. Tanto más, cuanto que, en realidad, no podía hacer nada. Se encogió de hombros, simplemente.

– ¿Entonces tengo cuarenta y ocho horas para largarme?

– Sí. No insista usted. Tiene usted razón. Adiós.

«Dice que hace un año que no se ha acostado con una mujer -pensaba Clappique, mientras bajaba la escalera-. ¿Impotencia? ¿O qué? Yo creía que esa clase de… dramas le harían a uno erotómano. Debe de hacer tales confidencias, de ordinario, a los que van a morir: de todas maneras, es preferible que me escape.» No se libraba del tono con que König había dicho: «Para vivir como un hombre, como cualquiera…» Continuaba aturdido, ante aquella intoxicación total, que sólo saciaba la sangre: había visto bastantes desechos de las guerras civiles de China y de Siberia para saber a qué negación del mundo conduce la humillación intensa: sólo la sangre, obstinadamente vertida, las drogas y la neurosis alimentaban tales soledades. Ahora comprendía por qué a König le había agradado su compañía, no ignorando cuánto se debilitaba a su lado toda realidad. Caminaba con lentitud, espantado de volver a encontrar a Gisors, que le esperaba al otro lado de las alambradas. ¿Qué decirle?… Demasiado tarde, impulsado por la impaciencia, Gisors, que había salido a su encuentro, acababa de destacarse en la bruma, a dos metros de él. Le miraba con la intensidad huraña de los locos.

Clappique tuvo miedo y se detuvo. Gisors le cogía ya del brazo.

– ¿No se puede hacer nada? -preguntó con voz triste, aunque no alterada.

Sin hablar, Clappique sacudió negativamente la cabeza.

– Vámonos. Voy a pedir ayuda a otro amigo. Cuando había visto a Clappique salir de la bruma, había tenido la revelación de su propia locura. Todo el diálogo que había imaginado entre ellos, al regresar el barón, era absurdo. Clappique no era un intérprete ni un mensajero: era una carta. Jugada la carta -y perdida, como lo demostraba el rostro de Clappique-, había que buscar otra. Colmado de angustia, de desesperación, se conservaba lúcido, en el fondo de su desolación. Había pensado en Ferral; pero Ferral no intervendría en un conflicto de aquel orden. Intentaría la intervención de dos amigos…