König había llamado a un secretario:
– Mañana traiga aquí al joven Gisors, en cuanto los consejos hayan terminado.
Las cinco
Por encima de los breves relámpagos de los disparos, amarillentos en el final de la noche, Katow y Hemmelrich veían, desde las ventanas del primer piso, la débil luz del alba, que nacía con reflejos plúmbeos sobre los tejados vecinos, al mismo tiempo que el perfil de las casas se hacía más claro. Con los cabellos llenos de lluvia, pálidos, cada uno comenzaba de nuevo a distinguir el semblante del otro y sabía lo que pensaba. El último día. Casi no había más municiones. Ningún movimiento popular había llegado en su socorro. Unas descargas, hacia Chapei: unos camaradas, sitiados, como ellos. Katow había explicado a Hemmelrich por qué estaban perdidos: en cualquier momento, los hombres de Chiang Kaishek llevarían los cañones de pequeño calibre de que disponía la guardia del generaclass="underline" en cuanto uno de los cañones pudiera ser introducido en la casa de enfrente de la Permanencia los colchones y los muros caerían como barracas de feria. La ametralladora de los comunistas dominaba aún la puerta de aquella casa; cuando ya no hubiera balas, cesaría de dominarla. Lo cual no tardaría mucho. Desde hacía una hora, disparaban rabiosamente, impulsados por una venganza anticipada: una vez condenados, matar constituía el único sentido que podían dar a sus últimas horas. Pero comenzaban a cansarse de eso, también. Los adversarios, cada vez mejor protegidos, sólo aparecían ya muy raras veces. Parecía que el combate se debilitaba con la noche -y era absurdo que aquel día naciente, que no ponía de manifiesto una sola sombra enemiga, les trajera la liberación, como la noche les había traído el encarcelamiento-. El reflejo del día, sobre los tejados, se tornaba gris pálido; por encima del combate detenido, la luz parecía aspirar grandes trozos de noche, no dejando delante de la casa más que unos rectángulos negros. Las sombras se iban encogiendo poco a poco; contemplarlas permitía no pensar en los hombres que iban a morir allí. Se contraían como todos los días, con su movimiento eterno, de una salvaje majestad aquel día, porque ellos no volverían a verlo nunca. De pronto, todas las ventanas de enfrente se iluminaron, y las balas golpearon alrededor de la puerta, como una nube de guijarros: uno de los suyos había colgado una americana del extremo de un bastón. El enemigo se contentaba con estar en acecho.
– Once, doce, trece, catorce… -dijo Hemmelrich.
Contaba los cadáveres, visibles en la calle ahora.
– Todo eso no es más que para distraerse -respondió Katow, en voz casi imperceptible-. No tienen más que esperar. El día es para ellos.
No había más que cinco heridos, tendidos en la habitación; no se quejaban: dos de ellos fumaban, mirando cómo aparecía la luz del día por entre el muro y los colchones. Más lejos, Suen y otro combatiente guardaban la segunda ventana. Ya casi no se oían descargas. ¿Esperarían en todas partes las tropas de Chiang Kaishek? El mes anterior, vencedores los comunistas, conocían sus progresos de hora en hora; a la sazón, no sabían nada, como entonces los vencidos.
Como para confirmar lo que Katow acababa de decir, la puerta de la casa enemiga se abrió (los dos corredores estaban el uno enfrente del otro); inmediatamente, la crepitación de una ametralladora avisó a los comunistas. «Viene por los tejados», pensó Katow.
– ¡Por aquí!
Eran sus ametralladoras las que avisaban. Hemmelrich y él salieron corriendo y lo comprobaron: la ametralladora enemiga, sin duda protegida por un blindaje, disparaba sin interrupción. No había comunistas en el corredor de la Permanencia, puesto que se encontraba bajo los disparos de su propia ametralladora, que, desde lo más alto de la escalera, la dominaba, impidiendo la entrada a sus adversarios. Pero el blindaje, entonces, protegía a éstos. Era preciso, no obstante, ante todo, mantener el fuego. El apuntador había caído a un lado, muerto sin duda; era el artillero quien había gritado. Vigilaba y apuntaba, aunque con lentitud. Las balas hacían saltar los trozos de maderas de las escaleras, el yeso de las paredes, y, con sonidos sordos, entre silencios de una rapidez desconocida, indicaban que algunas entraban en la carne del vivo y del muerto. Hemmelrich y Katow se adelantaron. «¡Tú no!», aulló el belga. De un puñetazo en la barbilla, hizo rodar a Katow por el corredor, y saltó al puesto del apuntador. El enemigo disparaba ahora un poco más bajo. No por mucho tiempo. «¿Hay todavía vendas?», preguntó Hemmelrich. En lugar de responder, el ayudante cayó de cabeza y rodó toda la escalera. Y Hemmelrich se dio cuenta de que no sabía manejar una ametralladora.
Volvió a subir de un salto: se sintió herido en un ojo y en una pantorrilla. En el corredor, por encima del ángulo del tiroteo enemigo, se detuvo: su ojo sólo había sido alcanzado por un trozo de yeso arrancado por una bala; la pantorrilla sangraba -otra bala, en la superficie-. Ya estaba en la habitación donde Katow, resistiéndose, atraía con una mano hacia sí el colchón (no para protegerse, sino para ocultarse) y sostenía en la otra un paquete de granadas: sólo éstas, si estallaban muy cerca, obrarían contra el blindaje.
Había que lanzarlas por la ventana al corredor enemigo. Katow había colocado otro paquete detrás de él; Hemmelrich lo cogió y lo lanzó, al mismo tiempo que Katow, por encima del colchón. Katow se encontró de nuevo en el suelo, derribado por las balas, como si lo hubiese sido por sus propias granadas: cuando las cabezas y los brazos habían aparecido por encima del colchón, habían disparado sobre ellos desde todas las ventanas -aquel crujido como de cerillas, tan próximo, ¿no procedía de sus piernas?-, se preguntaba Hemmelrich, que se había agachado a tiempo. Las balas continuaban entrando, pero el muro protegía a los dos hombres, ahora que habían caído: la ventana no se abría más que a sesenta centímetros del suelo. A pesar de los tiros de fusil, Hemmelrich tenía una sensación de silencio, pues las dos ametralladoras estaban muertas. Avanzó sobre los codos hacia Katow, que no se movía; le tiró de los hombros. Fuera del campo de tiro, ambos se contemplaron en silencio: a pesar del colchón y de las defensas que cubrían las ventanas, la luz del día invadía ahora la habitación. Katow se desvanecía, con el muslo agujereado, con una mancha roja que aumentaba sobre la baldosa como sobre un papel secante. Hemmelrich oyó todavía a Suen, que gritaba: «¡El cañón!» Luego, una detonación enorme, sorda, y, en el instante en que levantaba la cabeza, un choque en la base de la nariz. Se desvaneció, a su vez.
Hemmelrich volvió en sí poco a poco, ascendiendo de las profundidades hacia aquella superficie de silencio, tan extraña, que le pareció que le reanimaba: el cañón no disparaba ya. El muro había sido demolido oblicuamente. En el suelo cubierto de escombros y de restos, Katow y los otros estaban desvanecidos o muertos. Tenía mucha sed y fiebre. Su herida de la pantorrilla no era grave. Arrastrándose, llegó hasta la puerta, y, en el corredor, se levantó, pesadamente, apoyado en la pared. Salvo en la cabeza, donde le había alcanzado un trozo de mampostería, su dolor era difuso; agarrado a la rampa, descendió, no por la escalera de la calle, donde, sin duda, continuaba esperando el enemigo, sino por la del patio. Ya no disparaban. Las paredes del corredor de entrada tenían unos huecos donde estaban colocadas antes unas mesas. Se escondió en el primero y miró al patio.
A la derecha de una casa que parecía abandonada (aunque tenía la seguridad de que no lo estaba), había un cobertizo de hierro; a lo lejos, una casa de cuernos y una hilera de postes que se perdían, repitiéndose, en el campo que no volvería a ver más. Las alambradas, enmarañadas a través de la puerta, rayaban de negro aquel espectáculo muerto y el día gris, como grietas en la loza. Una sombra apareció detrás, una especie de oso: un hombre, de frente, con la espalda encorvada, comenzó a agarrarse a los alambres.