Hemmelrich no tenía ya balas. Contemplaba a aquella masa que pasaba de un alambre a otro antes de que él pudiera prever su movimiento (los alambres aparecían con claridad en la luz, aunque sin perspectiva). Se agarraba: volvía a caer: se agarraba de nuevo, como un insecto enorme. Hemmelrich se acercó, a lo largo del muro. Estaba claro que el hombre iba a pasar; en aquel momento, no obstante, entorpecido, trataba de desenredarse la alambrada, prendida a sus ropas, con un gruñido extraño; le parecía a Hemmelrich que aquel monstruoso insecto podía quedarse allí para siempre, enorme y encogido, suspendido en aquel día gris. Pero la mano se irguió, destacada y negra, abierta, con los dedos separados, para agarrar otro alambre y el cuerpo reanudó su movimiento.
Aquello era el final. Detrás, la calle y la ametralladora. Arriba, Katow y sus hombres, por el suelo. Aquella casa desierta, enfrente, con toda seguridad estaba ocupada, sin duda, por algunos ametralladores que todavía tenían balas. Si salía, los enemigos le dispararían a las rodillas para cogerle prisionero (sintió, de pronto, la fragilidad de aquellos huesecillos, las rótulas…). Al menos, quizá matase a aquél.
El monstruo, mixto de oso, hombre y araña, continuaba desenredándose de los alambres. Al lado de su masa negra, una línea de luz marcaba la arista de su pistola. Hemmelrich se sentía, en el fondo de un agujero, menos fascinado por aquel ser que con tanta lentitud se aproximaba como la muerte misma, que por todo cuanto le seguía, todo lo que iba una vez más a aplastarle, como la tapa de un ataúd cerrado sobre un ser vivo; aquello era todo lo que había ahogado su vida de todos los días, que volvía allí para aplastarle de un golpe. «Me han apisonado durante treinta años, y ahora me van a matar.» No era sólo su propio sufrimiento el que se aproximaba; era el de su mujer despedazada, el de su hijo enfermo asesinado; todo se entremezclaba en una niebla de sed, de fiebre, de odio. De nuevo, sin mirarla, vio la mancha de sangre de su mano izquierda. No como una quemadura, ni como una molestia: sencillamente, sabía que estaba allí y que el hombre iba a salir, por fin, de las alambradas. Aquel hombre que pasaba el primero no era por el dinero por lo que acababa de matar a los que se arrastraban allá arriba, sino por una idea, por una fe: a aquella sombra, detenida ahora ante la maraña de alambres, Hemmelrich la odiaba hasta en su pensamiento: no era bastante que aquella raza de afortunados le asesinasen; era preciso, además, que creyesen tener razón. La silueta, con el cuerpo ahora erguido, estaba prodigiosamente empinada hacia el patio gris, sobre los hilos telegráficos que se sumergían en la paz ilimitada de la mañana lluviosa de primavera. Desde una ventana, se elevó un grito de llamada, al cual respondió el hombre; su respuesta llenó el corredor y rodeó a Hemmelrich. La línea de luz de la pistola desapareció dentro de la funda y fue sustituida por una barra plana, casi blanca en aquella oscuridad: el hombre sacaba su bayoneta. Ya no era un hombre, era todo aquello por lo cual había sufrido Hemmelrich hasta entonces. En el corredor oscuro, con aquellas ametralladoras emboscadas más allá de la puerta y aquel enemigo que se aproximaba, el belga se volvía loco de odio. «Ellos nos habrán estado reventando durante toda nuestra vida; pero éste lo pagará, lo pagará…» El hombre se acercaba, paso a paso, con la bayoneta hacia adelante. Hemmelrich se acurrucó, y vio en seguida agrandarse la silueta y disminuir el torso por encima de las piernas, fuertes como estacas. En el instante en que la bayoneta llegaba por encima de su cabeza, se levantó, se agarró con la mano derecha al cuello del hombre, y apretó. A causa del encuentro, la bayoneta había caído. El cuello era demasiado grueso para una sola mano; el pulgar y las yemas de los otros dedos se hundían convulsivamente en la carne, más bien que detener la respiración; pero la otra mano, impulsada por la locura, frotaba con furor en el rostro anhelante. «¡Tú la borrarás! ¡Tú la borrarás!» El hombre se tambaleaba. Por instinto, se agarró al muro. Hemmelrich le golpeó la cabeza contra aquel muro, con toda su fuerza, y se agachó un segundo; el chino sintió que un cuerpo enorme entraba en él y le desgarraba los intestinos; la bayoneta. Abrió las dos manos, se las llevó al vientre, con un gemido agudo, y cayó, con los brazos hacia adelante, entre las piernas de Hemmelrich; luego, se aflojó de pronto. Sobre su mano abierta, cayó una gota de sangre de la bayoneta y luego otra. Como si aquella mano, manchada de segundo en segundo, le hubiese vengado, Hemmelrich se atrevió, por fin, a mirar la suya, y comprendió que la mancha de sangre se había borrado desde hacía dos horas.
Descubrió que quizá no fuese a morir. Desnudó precipitadamente al oficial, lleno, a la vez, de afecto hacia aquel hombre, que había llegado hasta él para llevarle su libertad, y de rabia, porque las ropas no se desprendían con bastante rapidez del cuerpo, como si éste las hubiese retenido. Sacudía aquel cuerpo salvador, como si lo mantease. Por fin, vestido con su uniforme, se asomó a la ventana de la calle, con el rostro inclinado, oculto por la visera de la gorra. Los enemigos, enfrente, abrieron sus ventanas, gritando. «Es preciso que huya, antes de que estén aquí.» Salió por el lado de la calle, torció hacia la izquierda, como lo hubiera hecho el que había matado para ir a reunirse con su grupo.
– ¿Prisioneros? -gritaron los hombres, desde las ventanas.
Hizo un gesto al azar hacia aquellos con quienes aparentaba que se iba a reunir. Que no se disparase sobre él, era a la vez estúpido y natural. Ya no quedaba en él asombro. Volvió otra vez hacia la izquierda, y salió en dirección a las concesiones: estaban guardadas; pero él conocía todas las casas con doble entrada en la calle de las Dos Repúblicas.
Uno tras otro, los Kuomintang salieron.
Parte Sexta
Las diez
– Provisional -dijo el guardia.
Kyo comprendió que se le encarcelaría en la prisión de derecho común.
Desde que entró en la cárcel, aun antes de poder ver, quedó aturdido por el espantoso olor: matadero, exposición canina, excrementos. La puerta que acababa de franquear, se abría hacia un corredor, semejante al que abandonaba; a derecha e izquierda, hasta todo lo alto, enormes barrotes de madera. En las jaulas de madera, hombres. En el centro, el guardián, sentado ante una mesita, sobre la cual había un látigo: mango corto y correa de la anchura de la mano, de un dedo de gruesa -un arma.
– Quédate ahí, hijo de chancho -dijo.
El hombre, habituado a la sombra, escribía su filiación. A Kyo le dolía aún la cabeza, y la inmovilidad le produjo la sensación de que iba a desmayarse. Se adosó a los barrotes.
– ¿Cómo, cómo, cómo le va? -gritaron, detrás de él.
Voz inquietadora, como la de un papagayo, pero voz de hombre. El lugar estaba demasiado sombrío para que Kyo distinguiese un rostro; no veía más que unos dedos enormes crispados alrededor de los barrotes -no muy lejos de su cuello-. Detrás, acostados en unos compartimientos o de pie, se agitaban unas sombras, demasiado largas: unos hombres, como gusanos.
– Podría irme mejor -respondió, apartándose.
– Cierra el pico, hijo de tortuga, si no quieres que te dé con la mano en la jeta -dijo el guardián.
Kyo había oído varias veces la palabra «provisional»; sabía, pues, que no permanecería allí durante mucho tiempo. Estaba decidido a no oír los insultos, a soportar todo lo que pudiera ser soportado; lo importante era salir de allí y reanudar la lucha. Sin embargo, experimentaba, hasta producirle náuseas, la humillación que siente todo hombre ante un hombre del cual depende: era impotente contra aquella inmunda sombra de látigo -despojado de sí mismo.
– ¿Cómo, cómo, cómo le va? -volvió a gritar la voz.
El guardián abrió una puerta, afortunadamente en los barrotes de la izquierda: Kyo entró en el establo. En el fondo, había un prolongado compartimiento, donde estaba acostado un solo hombre. La puerta se volvió a cerrar.