– ¿Político? -preguntó el hombre.
– Sí. ¿Y usted?
– No. Bajo el imperio, yo era mandarín…
Kyo empezaba a acostumbrarse a la oscuridad. En efecto: era un hombre de edad; un viejo blanco, chato, casi sin nariz, con bigote ralo y orejas puntiagudas.
– … vendo mujeres. Cuando la cosa marcha bien, doy dinero a la policía y me deja en paz. Cuando marcha mal, creen que me guardo el dinero y me encierran en la cárcel. Pero, desde el momento en que la cosa no va bien, prefiero estar alimentado en la cárcel a morirme de hambre en libertad…
– ¡Aquí!
– Se acostumbra uno, ¿sabe usted?… Fuera, no se está tampoco muy bien, cuando se está viejo, como yo, y débil…
– ¿Cómo no está usted con los demás?
– Algunas veces, doy dinero al escribiente de la entrada. Así, cada vez que vengo aquí, me tiene bajo el régimen de los «provisionales».
El guardián llevaba el alimento. Pasó por entre los barrotes dos tazas llenas de un magma color de barro, con un olor tan fétido como el de la atmósfera. Lo sacaba de una marmita con un cucharón, arrojaba la compacta papilla en la taza, donde caía con un «ploc», y se la pasaba después a los presos de la otra jaula, uno a uno.
– No merece la pena -dijo una voz-: eso es para mañana.
(-Su ejecución -dijo el mandarín a Kyo.)
– Para mí también -dijo otra voz-. Podrías darme doble ración: a mí eso me produce hambre.
– ¿Quieres un puñetazo en la cara? -preguntó el guardián.
Entró un soldado y le formuló una pregunta. Pasó después a la jaula de la derecha y golpeó blandamente un cuerpo.
– Se mueve -dijo-. Sin duda, todavía vive…
El soldado salió.
Kyo miraba con toda atención, y procuraba ver a cuáles de aquellas sombras pertenecían aquellas voces, tan próximas a la muerte -como él, quizá-. Era imposible distinguirlos: aquellos hombres morirían antes de haber sido para él otra cosa que voces.
– ¿No come usted? -le preguntó su compañero.
– No.
– Al principio, siempre se hace eso…
Cogió la taza de Kyo. Entró el guardián, con paso mecánico; abofeteó al hombre con todas sus fuerzas, y volvió a salir, llevándose la taza sin pronunciar una palabra.
– ¿Por qué no me habrá tocado a mí? -preguntó Kyo en voz baja.
– Yo era el único culpable; pero no es por eso: usted es político, provisional, y va bien vestido. Tratará de sacarle dinero, a usted y a los suyos. Pero no importa… Espere…
«El dinero me persigue hasta en esta mazmorra», pensó Kyo. Conforme a las leyendas, la abyección del guardián no le parecía plenamente real; y, al mismo tiempo, le parecía una inmunda fatalidad, como si el poder hubiese bastado para cambiar a todo hombre en una bestia. Aquellos seres oscuros, que bullían detrás de los barrotes, inquietantes, como los crustáceos y los insectos colosales de los sueños de su infancia, no eran más hombres que los otros. Soledad y humillación totales. «Cuidado», pensó, porque ya se sentía más débil. Le pareció que, si no hubiese sido dueño de su muerte, habría vuelto a encontrar allí el espanto. Abrió la hebilla de su cinturón y trasladó el cianuro a su bolsillo.
– ¿Cómo, cómo, cómo le va?
– ¡Basta! -gritaron, a un tiempo, los presos de la otra jaula. Kyo estaba ya acostumbrado a la oscuridad, y el conjunto de voces no le extrañó: había más de diez cuerpos echados en el compartimiento, detrás de los barrotes.
– ¿Vas a callarte? -gritó el guardián.
– ¿Cómo, cómo, cómo le va? El guardián se levantó.
– ¿Bromista o testarudo? -preguntó Kyo, en voz baja.
– Ni lo uno ni lo otro -respondió el mandarín-: loco.
– ¿Y por qué?
Kyo dejó de preguntar: su vecino acababa de taparse los oídos. Un grito agudo y ronco, de sufrimiento y espanto a la vez, llenó toda la sombra: mientras Kyo miraba al mandarín, el guardián había entrado en la otra jaula con su látigo. La correa crujió, y el mismo grito se elevó de nuevo. Kyo no se atrevió a taparse los oídos, y esperaba, agarrado a los barrotes, el grito terrible que, una vez más, iba a recorrerle hasta las uñas.
– ¡Déjalo tendido de una vez -pronunció una voz-, que nos deje en paz!
– ¡Que termine ya -dijeron cuatro o cinco voces- y se pueda dormir tranquilo!
El mandarín, que continuaba tapándose los oídos con las manos, se inclinó hacia Kyo.
– Me parece que es la undécima vez que le pega, desde hace siete días. Yo estoy aquí desde hace dos días, y ésta es la cuarta vez. Y, a pesar de todo, se comprende un poco… No puedo cerrar los ojos, ya ve usted: me parece que, mirándole, acudo en su ayuda; que no le abandono…
Kyo miraba también, casi sin ver nada… «¿Compasión o crueldad?», se preguntaba, con espanto. Cuanto hay de bajo, y también de fascinable, en cada ser, era invocado allí, con la más salvaje vehemencia, y Kyo se debatía con todo su pensamiento contra la ignominia humana: se acordó del esfuerzo que siempre le había sido necesario para eludir los cuerpos de los supliciados, vistos al azar: necesitaba, literalmente, arrancarse a ellos. Que unos hombres pudiesen ver golpear a un loco, ni siquiera malo, viejo, sin duda, a juzgar por la voz, y aprobar su suplicio, producía en él el mismo terror que las confidencias de Chen la noche de Han-Kow: «Los pulpos…» Katow le había referido el esfuerzo que tiene que realizar el estudiante de medicina la primera vez que un vientre abierto en su presencia deja aparecer los órganos vivos. Era aquél el mismo horror paralizador, muy diferente al miedo; un horror todopoderoso, aun antes de que el espíritu lo hubiese juzgado, y tanto más perturbador, cuanto que Kyo experimentaba hasta el colmo su propia dependencia. Y sin embargo, sus ojos, menos habituados a la oscuridad que los de sus compañeros, no distinguían más que el destello del cuero, que arrancaba los aullidos como un garfio. Desde el primer golpe, no había hecho un gesto: permanecía agarrado a los barrotes, con las manos a la altura del rostro.
– ¡Guardián! -gritó.
– ¿Quieres un golpe?
– Tengo que hablarte.
– ¿Sí?
Mientras el guardián volvía a correr con rabia el enorme cerrojo, los condenados a quienes abandonaba se retorcían. Odiaban a los «políticos», que no estaban mezclados con ellos.
– ¡Ve! ¡Ve, guardián, pronto, que allí están de broma!
El hombre estaba enfrente de Kyo, con el cuerpo cortado verticalmente por un barrote. Su rostro expresaba la más abyecta ira: la del imbécil que cree discutido su poder; sus facciones, no obstante, no eran bajas: regulares, anónimas.
– Escucha -dijo Kyo.
Se miraron a los ojos, el guardián más alto que Kyo, cuyas manos veía crispadas sobre los barrotes, a cada lado de la cabeza. Antes de que Kyo se hubiera dado cuenta de lo que ocurría, creyó que su mano izquierda estallaba: el látigo, levantado tras de la espalda del guardián, había vuelto a caer. Kyo no había podido por menos de gritar.
– ¡Muy bien! -aullaban los presos de enfrente-. Siempre no va a ser a los mismos.
Las dos manos de Kyo habían vuelto a caer a lo largo de su cuerpo, presas de un miedo autónomo, sin que siquiera se hubiera dado cuenta de ello.
– ¿Todavía tienes alguna cosa que decir? -preguntó el guardián.
El látigo estaba ahora entre ellos.
Kyo apretó los dientes con toda su fuerza, y, con el mismo esfuerzo que hubiera hecho para levantar un peso enorme, sin quitar los ojos del guardián, dirigió de nuevo las manos hacia los barrotes. Mientras las levantaba con lentitud, el hombre retrocedía lentamente, para ganar terreno. El látigo crujió, sobre los barrotes esta vez. El reflejo había sido más fuerte que Kyo: había retirado las manos. Pero ya las conducía de nuevo, con una tensión extenuante de los hombros, y el guardián comprendía, por su mirada, que esta vez no las retiraría. Le escupió a la cara, y levantó con lentitud el látigo.
– Si… dejas de golpear a ese loco -dijo Kyo-, cuando salga, te… daré cincuenta dólares.
El guardián vaciló.