– Bien -dijo, por fin.
Su mirada se apartó y Kyo se sintió presa de tal tensión que creyó desvanecerse. La mano izquierda de Kyo estaba tan dolorida, que no podía cerrarla. La había levantado al mismo tiempo que la otra hasta la altura de los hombros y continuaba así, con ella extendida. Nuevas carcajadas.
– ¿Me tiendes la mano? -preguntó el guardián, bromeando también.
Se la estrechó. Kyo comprendió que en su vida olvidaría aquella opresión, no a causa del dolor, sino porque la vida no le había impuesto nada más odioso. Retiró la mano, y cayó, sentado, en el compartimiento. El guardián vaciló y sacudió la cabeza, que se rascó con el mango del látigo. Volvió a su mesa. El loco sollozaba.
Dos horas de uniforme abyección. Por fin, unos soldados fueron a buscar a Kyo para conducirlo a la policía especial. Sin duda, caminaba hacia la muerte; y, sin embargo, salió con un júbilo cuya violencia le sorprendió: le parecía que dejaba allí una parte inmunda de sí mismo.
– ¡Adelante!
Uno de los guardias chinos empujó a Kyo en un hombro, aunque apenas; desde el momento en que se trataba de un extranjero -y, para un chino, Kyo era un japonés o europeo, pero, desde luego, extranjero-, los guardias tenían miedo a la brutalidad a que se creían obligados. A una seña de König, se quedaron fuera. Kyo avanzó hacia la mesa, ocultando en el bolsillo su mano izquierda tumefacta, y mirando a aquel hombre que, a su vez, buscaba sus ojos: rostro anguloso, afeitado, nariz atravesada y cabellos hirsutos. «Un hombre que, sin duda, nos va a hacer matar, decididamente, se parece a otro cualquiera.» König tendió la mano hacia su revólver, colocado sobre la mesa: no; cogía una caja de cigarrillos. Se la tendió a Kyo.
– Gracias. No fumo.
– Lo ordinario de la cárcel es detestable, como conviene. ¿Quiere usted desayunar conmigo?
Encima de la mesa: café, leche, dos tazas y unas rebanadas de pan.
– Pan solamente. Gracias. König sonrió.
– Es la misma cafetera para usted y para mí, ¿sabe?…
Kyo estaba decidido a la prudencia; por otra parte, König no insistía. Kyo permaneció de pie (no había silla), delante de la mesa, mordiendo su pan como un niño. Después de la abyección de la cárcel, todo era para él de una ligereza irreal. Sabía que su vida estaba en peligro; pero hasta morir era sencillo para quien volvía de donde él volvía. La humanidad de un jefe de policía le inspiraba poca confianza, y König continuaba alejado de él, como si hubiese sido separado de su cordialidad: está, un poco hacia adelante; él, un poco hacia atrás. Sin embargo, no era imposible que aquel hombre fuese cortés por indiferencia: de raza blanca, acaso hubiera sido conducido a aquel oficio por accidente o por codicia. Lo que deseaba Kyo, que no experimentaba hacia él ninguna simpatía, aunque hubiera querido contenerse, era librarse de la tensión con que le había extenuado la cárcel; acababa de descubrir que estar obligado a refugiarse por completo en sí mismo es casi atroz.
Sonó el teléfono.
– ¡Hola! -pronunció König-. Sí, Gisors, Kyoshi. [6] Perfectamente. Está conmigo. -Dijo a Kyo-: Preguntan si está usted todavía vivo.
– ¿Para qué me ha hecho usted venir?
– Creo que vamos a entendernos.
El teléfono, de nuevo.
– ¡Hola! No. Precisamente me dispongo a decirle que, de seguro, nos entenderemos. ¿Fusilado? Recuérdemelo. Vamos a ver.
Desde que Kyo había entrado, la mirada de König no se había apartado de la suya.
– ¿Qué piensa usted acerca de esto? -preguntó, volviendo a colgar el receptor.
– Nada.
König bajó los ojos y los volvió a levantar.
– ¿Quiere usted seguir viviendo?
– Según cómo.
– Se puede morir también de distintas maneras.
– Por lo menos, no le queda a uno la elección…
– ¿Usted cree que se elige siempre la manera de vivir?
König pensaba en sí mismo. Kyo estaba decidido a no ceder en nada que fuese esencial; pero, de ningún modo deseaba exasperarle.
– No sé. ¿Y usted?
– Me han dicho que es usted comunista por dignidad. ¿Es cierto?
Kyo no comprendió, al principio. Intrigado por la espera del teléfono, se preguntaba qué significaba aquel singular interrogatorio. Al fin:
– ¿Le interesa a usted eso, realmente? -preguntó.
– Más de lo que usted pudiera creer.
No había amenaza en la entonación, sino en la frase. Kyo respondió:
– Creo que el comunismo proporcionará la dignidad posible a aquellos con quienes combato. Los que están contra él, en todo caso, los obligan a no tenerla, a menos que posean una sabiduría, tan rara en ellos como en los otros; más quizá, precisamente porque son pobres y porque su trabajo los separa de la vida. ¿Por qué haberme formulado esa pregunta, puesto que no escucha mi respuesta?
– ¿A qué llama usted dignidad? Eso no quiere decir nada.
Sonó el teléfono. «Mi vida», pensó Kyo. König no lo descolgó.
– A lo contrario de la humillación -dijo Kyo-. Cuando se viene de donde yo vengo eso quiere decir algo.
La llamada del teléfono sonaba en el silencio. König puso la mano en el aparato.
– ¿Dónde están ocultas las armas? -preguntó.
– Puede usted dejar el teléfono tranquilo. Al fin he comprendido: esa comunicación es una pura comedia representada para mí.
Kyo se agachó con rapidez: König hizo un ademán de arrojarle a la cabeza uno de los dos revólveres, vacíos sin duda; pero volvió a dejarlo encima de la mesa.
– Tengo otra cosa mejor -dijo-. En cuanto al teléfono, bien pronto verá usted si es un truco, amigo mío. ¿Ha visto usted ya torturar?
En su bolsillo, Kyo trataba de oprimir sus dedos tumefactos. El cianuro estaba en aquel bolsillo izquierdo, y temía dejarlo caer, si debía llevárselo a la boca.
– Al menos, he visto a algunas personas torturadas: he hecho la guerra civil. Lo que me intriga es por qué me ha preguntado usted dónde están las armas. Usted lo sabe o lo sabrá. ¿Entonces?
– Los comunistas están aplastados en todas partes.
– Es posible.
– Lo están. Reflexione bien: si trabaja usted para nosotros, está salvado y nadie lo sabrá. Le facilito la evasión…
«Debería haber comenzado por ahí», pensó Kyo. La nerviosidad le prestaba ingenio, aunque no lo deseaba. Pero sabía que la policía no se contenta con promesas inseguras. Sin embargo, la proposición le sorprendió, como si, por ser convencional, hubiera dejado de ser verdadera.
– Yo solo -prosiguió König- lo sabré. Eso basta…
«¿Por qué -se preguntaba Kyo- esa complacencia en éclass="underline" “Eso basta”?»
– No entraré a su servicio -dijo, casi distraídamente.
– Atención: puedo agregarlo en secreto a una docena de inocentes, diciéndole que su suerte depende de usted; que se quedarán en la cárcel, si usted no habla, y que son libres para elegir sus medios…
– Los verdugos; es más sencillo.
– La alternativa de las súplicas y de las crueldades es peor. No hable usted de lo que no conoce (todavía al menos).
– Acabo de ver, desde muy cerca, torturar a un loco. Un loco. ¿Comprende?
– ¿Se da usted cuenta bien a lo que se expone?
– He hecho la guerra civil, le digo. Lo sé. Los nuestros también han torturado: les harán falta muchos goces a los hombres para compensar eso. Dejemos esa cuestión. No le serviré.
König creía que, a pesar de lo que le decía Kyo, su amenaza se le escapaba. «Su juventud le ayuda», pensaba. Dos horas antes, había interrogado a un chekista prisionero; al cabo de diez minutos, lo había encontrado fraternaclass="underline" el mundo de ambos no era el de los hombres; en lo sucesivo, estarían en otra parte. Si Kyo escapaba al miedo por falta de imaginación, paciencia…
– ¿No se pregunta usted por qué no le he atravesado ya el rostro con este revólver?
– Creo que estoy muy próximo a la muerte: eso extingue la curiosidad. Y usted ha dicho: «Tengo otra cosa mejor…»
König llamó.
– Quizá vaya esta noche a preguntarle qué piensa usted acerca de la dignidad humana. Al patio, serie A -dijo a los guardianes, que entraban.