Las cuatro
Clappique se unió al movimiento que impulsaba a la multitud de las concesiones hacia las alambradas: por la avenida de las Dos Repúblicas, pasaba el verdugo, con su sable curvo al hombro, seguido de su escolta de mauseristas. Clappique se volvió inmediatamente y se introdujo en la concesión. Kyo, detenido; la defensiva comunista, aniquilada; numerosos simpatizantes, asesinados, en la ciudad europea misma… König le había concedido de plazo hasta la noche: ya no sería protegido por mucho tiempo. Unos cuantos disparos por todas partes. Transportados por el viento, le parecía que se aproximaban a él y la muerte con ellos. «Yo no quiero morir -decía entre dientes-; yo no quiero morir…» Se dio cuenta de que corría. Llegó a los muelles.
No tenía pasaporte ni bastante dinero para tomar un billete.
Tres paquebotes, uno de ellos francés. Clappique dejó de correr. ¿Ocultarse en las canoas de salvamento, recubiertas con unas lonas? Hubiera tenido que subir a bordo, y el hombre del saltillo no le dejaría pasar. Aquello era idiota, además. ¿Los pañoles? Idiota, idiota, idiota. ¿Ir en busca del capitán, de la autoridad? Él ya había salido bien de otros casos semejantes; pero, esta vez, el capitán le creería comunista y se negaría a embarcarlo. El barco salía dentro de dos horas: mal momento para importunar al capitán. Descubierto a bordo, cuando el barco se hubiera hecho a la mar, todo se arreglaría; pero había que subir a él.
Se veía oculto en cualquier rincón, agazapado dentro de un tonel; pero la fantasía, esta vez, no le salvaba. Le parecía ofrecerse, como a los intercesores de un dios desconocido, a aquellos paquebotes enormes, erizados, cargados de destino, indiferentes ante él hasta el odio. Se había detenido delante del barco francés. No pensaba en nada; contemplaba, fascinado por la pasarela, a los hombres que subían y bajaban (ninguno de los cuales pensaba en él ni adivinaba su angustia, y a todos los cuales hubiera querido matar por eso), que enseñarían su billete al pasar el saltillo. ¿Hacer un billete falso? Absurdo.
Un mosquito le picó. Lo espantó y se tocó la mejilla: su barba comenzaba a brotarle. Como si todo atavío hubiese sido propicio a los viajes, decidió ir a afeitarse, aunque sin alejarse del barco. Más allá de unos cobertizos, entre los cafetines y los comerciantes de curiosidades, vio una peluquería china. El propietario de ésta poseía también un café miserable, y sus dos comercios no estaban separados más que por una estera extendida. Mientras esperaba su tumo, Clappique se sentó al lado de la estera, y continuó vigilando el saltillo del paquebote. Al otro lado, unas cuantas personas hablaban.
– Es el tercero -dijo una voz de hombre.
– Con el pequeño, nadie nos admitirá. ¿Y si probáramos en uno de los hoteles ricos?
Era una mujer la que respondía.
– ¿Vestidos como estamos? El tipo de los galones nos dará con la puerta en las narices antes de que la toquemos.
– Allí, los niños tienen derecho a gritar… Probaremos, dondequiera que sea.
– En cuanto los propietarios vean al chico, se negarán. Sólo los hoteles chinos pueden aceptarnos; pero el chico no tardará en caer enfermo, a causa del mal alimento.
– En un hotel europeo pobre, si llegásemos a introducir al pequeño, cuando estuviéramos dentro, quizá no se atrevieran a echarnos… En todo caso, siempre se ganaría una noche. Convendría empaquetar al pequeño, para que lo tomaran por un envoltorio de ropa.
– La ropa no grita.
– Con el biberón en la boca, no gritará.
– Quizá. Yo me las arreglaría con este tipo, y tú vendrías después. Al pasar, no tendrías que estar más que un segundo delante de él.
Silencio. Clappique miraba al saltillo. Ruido de papel.
– No puedes imaginarte el trabajo que me cuesta llevarlo así… Tengo la impresión de que va a ser de mal agüero para toda su vida… Y tengo miedo de que le siente mal…
Silencio, de nuevo. ¿Se habían ido? El cliente abandonó su sillón. El peluquero hizo señas a Clappique, que ocupó el asiento, sin quitar la mirada del paquebote. La escala estaba vacía; pero, apenas el rostro de Clappique estuvo cubierto de jabón, cuando subió un marinero, con dos cubos nuevos (que acaso acabase de comprar) en la mano y unas escobas al hombro. Clappique le seguía con la mirada, peldaño por peldaño: se hubiera identificado con un perro, con tal de que el perro subiese aquella escala y partiese. El marinero pasó por delante del hombre del saltillo, sin decir nada.
Clappique pagó, arrojando las monedas en el lavabo, se quitó el paño y salió, con la cara llena de jabón. Sabía dónde encontraría a los ropavejeros. Todo el mundo le miraba. Después de haber dado diez pasos, volvió, se lavó la cara y tornó a salir.
Encontró sin trabajo unos trajes azules de marinero en la primera trapería que halló. Volvió lo más pronto que pudo a su hotel y se cambió de ropa, «Necesitaré, también, escobas, o algo así… ¿comprarle a los boys unas escobas viejas, para tener mejor aspecto? Completamente idiota. Si pasaba el saltillo con unas escobas, sería porque acabase de comprarlas en tierra. Entonces, tenían que ser nuevas… Vamos a comprarlas…»
Entró en el almacén, con su habitual actitud de Clappique. Ante la mirada de desdén del vendedor inglés, exclamó: «¡En mis brazos!» Se echó las escobas al hombro, se volvió, dejando caer una lámpara de cobre, y salió.
«En mis brazos», a pesar de su extravagancia voluntaria, expresaba lo que experimentaba. Hasta entonces, había representado una comedia inquietante, por tranquilidad de conciencia y por miedo, pero sin escapar a la idea desvanecida de que fracasaría; el desdén del vendedor -aunque Clappique, en el abandono de sus ropas no hubiese adquirido el aspecto de un marino-, le demostraba que podría triunfar. Con las escobas al hombro caminaba hacia el paquebote, mirando, al pasar, a todos los ojos, para encontrar en ellos la confirmación de su nuevo estado. Como cuando se había detenido delante del saltillo, se hallaba estupefacto al comprobar cuan indiferente era su destino a los demás seres, hasta qué punto no existía más que para él; los viajeros, entonces, subían, sin mirar a aquel hombre, que permanecía en el muelle, quizá para morir allí; los transeúntes, ahora, miraban con indiferencia a aquel marinero; nadie se destacaba de la multitud para asombrarse o reconocerle; ni siquiera un semblante intrigado… No era que se hubiese hecho una falsa vida para sorprenderla, sino que aquella vez le era impuesta, y su verdadera vida dependía de ella, quizá. Tenía sed. Se detuvo en un bar chino y dejó sus escobas. En cuanto hubo bebido, comprendió que no tenía sed ninguna; que había querido intentar una prueba más. La manera cómo el patrón le devolvía su moneda le bastó para informarle. Desde que había cambiado de traje, la gente a su alrededor, se había transformado. Indagó en qué: eran las miradas las que ya no eran las mismas. El habitual interlocutor de su mitomanía se había convertido en multitud.
Al mismo tiempo, por instinto de defensa o por placer, la aceptación general de su nuevo estado civil le invadía a él mismo. Encontraba, de pronto, por accidente, el éxito más espléndido de su vida. No; los hombres no existían, puesto que bastaba un traje para que escapase uno a sí mismo, para encontrar otra vida en los ojos de los demás. En el fondo, encontraba la misma desorientación y la misma felicidad que le habían invadido la primera vez que había entrado entre la multitud china. «¡Decir que hacer una historia, en francés, quiere decir escribirla, y no vivirla!» Con sus escobas, transportadas como fusiles, subió por la pasarela; pasó, con las piernas vacilantes, por delante del hombre del saltillo, y se encontró sobre la crujía. Se escabulló hacia adelante, por entre los pasajeros del puente, y dejó sus escobas sobre un rollo de cuerdas. Se hallaba, no obstante, lejos de la tranquilidad. Un pasajero del puente, ruso, con la cabeza en forma de haba, se acercó a él.
– ¿Es usted de a bordo? -Y, sin esperar la respuesta-: ¿Es agradable la vida a bordo?