– Chico, de eso ya puedes hacerte una idea. Al francés le gusta viajar; es un hecho: nada de hablar. Los oficiales son unos mierdas, aunque no más que los patrones, y se duerme mal (a mí me gustan las hamacas: cuestión de gustos); pero se come bien. Cuando yo estaba en la América del Sur, los misioneros habían hecho aprenderse de memoria a los salvajes, durante días y días, unos cánticos breves en latín. Llega el obispo; el misionero marca el compás. Silencio: los salvajes quedan paralizados, de respeto. ¡Pero, ni una palabra! El cántico se produce solo: los papagayos del bosque, amigo mío, que no habían oído más que aquello, lo cantan con recogimiento… Y ten en cuenta que, a lo largo de las Célebes, encontré, hace diez años, carabelas árabes a la deriva, esculpidas como nueces de coco y llenas de apestados muertos, colgándoles los brazos así, a lo largo del empalletado, bajo una tromba de gaviotas… Perfectamente…
– Cuestión de suerte. Yo viajo desde hace siete años, y no he visto nada de eso.
– Hay que introducir los medios del arte en la vida, amigo mío; no para hacer arte, ¡ah, no, por Dios!, sino para hacer más vida. ¡Ni una palabra!
Le golpeó en el vientre y se volvió con prudencia: un auto que conocía se detenía al pie de la pasarela: Ferral volvía a Francia.
Un muchacho comenzó a recorrer el puente de primera clase, agitando la campana de salida. Cada golpe resonaba en el pecho de Clappique.
«Europa -pensó-; la fiesta ha terminado. Ahora. Europa.» Parecía que llegaba hasta él, con la campana que se aproximaba, no ya como la de una liberación, sino como la de una cárcel. Sin la amenaza de la muerte, hubiera vuelto a bajar.
– ¿El bar de tercera está abierto? -preguntó el ruso.
– Desde hace una hora. Todo el mundo puede ir allá, hasta que nos hayamos hecho a la mar.
Clappique le cogió del brazo.
– Vamos a emborracharnos…
Las seis
En el gran salón -antiguo patio de escuela-, doscientos heridos comunistas esperaban que fuesen a rematarlos. Apoyado en un codo, Katow, entre los últimos conducidos, miraba. Todos estaban alineados en el suelo. Muchos gemían de una manera extraordinariamente regular; algunos fumaban, como lo habían hecho los de la Permanencia, y las espirales del humo se perdían en el techo, ya oscuro, a pesar de las grandes ventanas europeas ensombrecidas por el anochecer y la niebla de fuera. Parecía estar muy elevada, por encima de todos aquellos hombres acostados. Aunque el día no había desaparecido aún, la atmósfera era una atmósfera nocturna. «¿Es a causa de las heridas -se preguntaba Katow-, o porque estamos todos acostados, como en una estación? Esto es una estación. Saldremos hacia ninguna parte, y nada más…»
Cuatro funcionarios chinos se paseaban por entre los heridos, con la bayoneta calada, y sus bayonetas reflejaban de un modo extraño la luz del día sin fuerza, claras y rectas por encima de todos aquellos cuerpos informes. Fuera, en el fondo de la bruma, unas luces amarillentas -los mecheros de gas, sin duda- parecían velar también sobre ellos; como si hubiera llegado de ellas (porque llegaba también él, del fondo de la bruma), ascendió un silbido y dominó los gemidos y los murmullos: el de una locomotora; estaban próximos a la estación de Chapei. En aquel vasto salón había algo atrozmente tenso, que no era sino la espera de la muerte. Katow fue informado de ello por su propia garganta: era la sed -y el hambre-. Adosado al muro, miraba a la izquierda y a la derecha: había muchas cabezas conocidas, pues un gran número de los heridos era de los combatientes de los tchons. A todo lo largo de uno de los angostos lados de la sala, estaba reservado un espacio libre de tres metros de ancho. «¿Por qué los heridos permanecen unos sobre otros -preguntó, en voz alta-, en lugar de ir hacia abajo?» Estaba entre los últimos que habían llevado. Apoyado en la pared, se levantó: aunque sus heridas le hacían sufrir, le pareció que se podría tener en pie; pero se detuvo, todavía encorvado: sin que hubiese sido pronunciada una sola palabra, sintió a su alrededor un espanto tan sobrecogedor, que quedó inmovilizado. ¿En las miradas? Apenas las distinguía. ¿En las actitudes? Todos tenían, desde luego, las actitudes de heridos que sufrían por su propia cuenta. Sin embargo, de cualquier manera que fuese transmitido, el espanto estaba allí -no el miedo, el terror, el de las bestias-: sólo el de los hombres, ante lo inhumano. Katow, sin dejar de apoyarse en la pared, saltó por encima del cuerpo de su vecino.
– ¿Estás loco? -preguntó una voz, a ras del suelo.
– ¿Por qué?
Pregunta y orden a la vez. Pero nadie respondía. Y uno de los guardianes, a cinco metros, en lugar de volverle a echar al suelo, le miraba con estupefacción.
– ¿Por qué? -preguntó de nuevo, más rudamente.
«No sé», dijo otra voz, también a ras del suelo: y, al mismo tiempo, otra, más baja: «Ya llegará…»
Había formulado en voz muy alta su segunda pregunta. La vacilación de toda aquella multitud tenía algo de terrible, en sí, y también porque casi todos aquellos hombres le conocían: la amenaza suspendida de aquel muro pesaba a la vez sobre todos, y, particularmente, sobre él.
– Vuélvete a acostar -dijo uno de los heridos.
¿Por qué ninguno de ellos le llamaba por su nombre? ¿Y por qué el guardián no intervenía? Había visto derribar de un culatazo, hacía poco, a un herido que había querido cambiar de puesto… Se acercó a su interlocutor y se tendió junto a él.
– Ahí ponen a los que van a ser torturados -dijo el hombre, en voz baja.
Katow comprendió. Todos lo sabían pero no se habían atrevido a decirlo, bien porque tuviesen miedo de hablar, bien porque ninguno se atreviese a hablarle a él. Una voz había dicho: «Ya llegará…»
La puerta se abrió. Entraban soldados con faroles, rodeando a camilleros, que echaron a rodar a unos heridos, como si fueran paquetes, muy cerca de Katow. Llegaba la noche: ascendía del suelo, por donde los gemidos se entrecruzaban como ratas, unidos a un olor espantoso: la mayor parte de los hombres no podían moverse. La puerta se volvió a cerrar.
Pasó el tiempo. Nada más que los pasos de los centinelas y la última claridad de las bayonetas por encima de los mil rumores del dolor. De pronto, como si la oscuridad hubiese hecho la niebla más espesa, desde muy lejos, volvió a sonar el silbido de la locomotora, más apagado. Uno de los recién llegados, acostado sobre el vientre, crispó las manos sobre los oídos y aulló. Los otros no gritaban: pero de nuevo el terror estaba allí, a ras del suelo.
El hombre volvió a levantar la cabeza y se irguió sobre los codos.
– ¡Crápulas! -aulló-. ¡Asesinos!
Uno de los centinelas se adelantó y, de un puntapié en las costillas, le hizo dar vuelta. Se calló. El centinela se alejó. El herido comenzó a refunfuñar. Había ahora demasiada oscuridad para que Katow pudiese distinguir su mirada; pero oía su voz, y comprendía que iba a articular. En efecto: «… no fusilan: los echan vivos en la caldera de la locomotora -decía-. Y ahora silban…» Volvía el centinela. Silencio, salvo el dolor.
La puerta se abrió de nuevo. Otra vez las bayonetas, iluminadas ahora de abajo arriba por el farol, pero sin heridos. Un oficial Kuomintang entró solo. Aunque no veía más que la masa de los cuerpos, Katow sintió que todos los hombres se erguían. El oficial, a lo lejos, sin volumen, sombra que el farol iluminaba mal contra la última luz del día daba órdenes a un centinela. Éste se acercó, buscó a Katow y lo encontró. Sin tocarlo, sin decir nada, con respeto, sólo le hizo seña de que se levantase. Llegó con trabajo frente a la puerta, allá donde el oficial continuaba dando órdenes. El soldado, con el fusil en un brazo, el farol en el otro, se colocó a la izquierda. A su derecha, no había más que el espacio libre y la pared blanca. El soldado señaló el espacio con el fusil. Katow sonrió amargamente, con un orgullo desesperado. Pero nadie veía su rostro: el centinela, a propósito, no le miraba, y todos los heridos que se hallaban en trance de muerte, empinados sobre una pierna, sobre un brazo o sobre el mentón, seguían con la mirada su sombra, todavía no muy negra, que se agrandaba sobre el muro de los torturados.