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El oficial salió. La puerta quedó abierta.

Los centinelas presentaron las armas: entró un civil. «Sección A», gritó, desde fuera, una voz, tras de la cual se cerró la puerta. Uno de los centinelas acompañó al paisano hasta el muro, sin cesar de gruñir: muy cerca, Katow, estupefacto, reconoció a Kyo. Como no estaba herido, los centinelas, al verle llegar entre dos oficiales, le habían tomado por uno de los consejeros extranjeros de Chiang Kaishek: reconociendo ahora su error, le hacían gestos desde lejos. Se acostó en la sombra, al lado de Katow.

– ¿Sabes lo que nos espera? -preguntó éste.

– Se ha tenido cuidado en advertírmelo: pero no me importa: llevo conmigo mi cianuro. ¿Tienes tú el tuyo?

– Sí.

– ¿Estás herido?

– En las piernas. Pero puedo andar.

– ¿Estás ahí desde hace mucho tiempo?

– No. ¿Cuándo te prendieron?

– Anoche. ¿No hay medio de escaparse, aquí?

– Nada que hacer. Casi todos están gravemente heridos. Fuera, hay soldados por todas partes. ¿Has visto las ametralladoras delante de la puerta?

– Sí. ¿Dónde te han prendido?

Ambos tenían necesidad de escapar a aquella velada fúnebre; de hablar, de hablar: Katow, de la toma de la Permanencia; Kyo, de la cárcel, de la entrevista con König, de lo que había sabido después; aun antes de la prisión provisional, había sabido que May no estaba detenida.

Katow estaba echado de lado, muy cerca de él, separado por toda la extensión del sufrimiento: con la boca entreabierta, los labios hinchados bajo su nariz jovial, los ojos casi cerrados, pero unido a él por esa amistad absoluta, sin reticencias y sin examen, que sólo facilita la muerte: vida condenada, encallada contra la suya, en la sombra plena de amenazas y de heridas, entre todos aquellos hermanos en la orden mendicante de la Revolución: cada uno de aquellos hombres había asido rabiosamente la única grandeza que pudiera ser la suya.

Los guardias condujeron a tres chinos. Separados de la multitud de los heridos, pero también de los hombres del muro. Habían sido detenidos antes del combate, vagamente juzgados, y esperaban ser fusilados.

– ¡Katow! -llamó uno de ellos.

Era Lu-Yu-Shuen, el asociado de Hemmelrich.

– ¿Qué?

– ¿Sabes si se fusila lejos de aquí o cerca?

– No sé. En todo caso, no se oye.

Una voz dijo, un poco más lejos:

– Parece que el ejecutor, después, os arranca vuestros dientes de oro.

Y otra:

– A mí qué me importa: no los tengo.

Los tres chinos fumaban cigarrillos, bocanada tras bocanada, obstinadamente.

– ¿Tenéis varias cajas de cerillas? -preguntó un herido, un poco más lejos.

– Sí.

– Mándame una.

Lu le mandó la suya.

– Quisiera que alguien le pudiera decir a mi hijo que he muerto con valor -dijo, a media voz. Y, poco más bajo, aún-: No es fácil morir así.

Katow descubrió en sí un sordo júbilo: ni mujer ni hijos.

La puerta se abrió.

– ¡Manda uno! -gritó el centinela.

Los tres se oprimían, el uno contra el otro.

– Vamos, qué -dijo el guardia-. Decidíos…

No se atrevía a elegir. De pronto, uno de los dos chinos desconocidos dio un paso hacia adelante, tiró su cigarrillo, apenas encendido, encendió otro, después de haber quebrado dos cerillas, y se decidió con paso apresurado, hacia la puerta, abrochándose, uno a uno, todos los botones de la americana. La puerta se volvió a cerrar.

Un herido recogía los trozos de las cerillas que habían caído. Sus vecinos y él habían partido en menudos fragmentos las de la caja facilitada por Lu-Yu-Shuen y jugaban a la paja más corta. No habían transcurrido más de cinco minutos, cuando la puerta se volvió a abrir.

– ¡Otro!

Lu y su compañero avanzaban juntos, cogidos del brazo. Lu recitaba en voz baja y sin entonación la muerte del héroe, de una obra famosa; pero la vieja comunidad china estaba bien destruida: nadie le escuchaba.

– ¿Cuál? -preguntó el soldado.

Ellos no respondían.

– ¿Quién va a venir?

De un culatazo los separó. Lu quedó más cerca de él que el otro. Le cogió de un hombro.

Lu se desasió y avanzó. Su compañero volvió a su puesto y se acostó.

Kyo sintió cuánto más fácil le sería morir a aquel que a los que le habían precedido: se quedaba solo. Era tan valeroso como Lu, puesto que había avanzado con él. Pero ahora, en su manera de estar echado en el suelo, como el gatillo de un fusil, con los brazos apretados alrededor del cuerpo, gritaba el miedo. En efecto: cuando el guardia le tocó, fue presa de un ataque de nervios. Dos soldados lo cogieron, uno de los pies y otro de la cabeza, y se lo llevaron.

Extendido sobre la espalda, con los brazos recogidos sobre el pecho, Kyo cerró los ojos: aquélla era, precisamente, la posición de los muertos. Se imaginó tendido, inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro apaciguado por la serenidad que dispensa la muerte durante un día a casi todos los cadáveres, como si así debiera ser expresada la dignidad, aun la de los más miserables. Había visto morir a muchos, y, ayudado por su educación japonesa, siempre había pensado que es bueno para uno morir de su muerte, de una muerte que se asemeje a su vida. Y morir es pasividad, pero matarse es acción. En cuanto llegasen a buscar a uno de los suyos, se mataría con plena conciencia. Se acordó -con el corazón detenido- de los discos de fonógrafo. ¡Tiempo en que la esperanza conservaba un sentido! No volvería a ver a May, y el único dolor al cual era vulnerable era el dolor de ella, como si su propia muerte fuese una falta. «El remordimiento de morir», pensó con una ironía crispada. Nada semejante sentía respecto de su padre, quien siempre le había dado la impresión, no de debilidad, sino de fuerza. Desde hacía más de un año, May lo había sustraído a toda soledad, si no a toda amargura. El lancinante efugio en la ternura de los cuerpos anudados por primera vez, renacía -¡ay!- en cuanto pensaba en ella, ya separado de los vivos… «Ahora, es preciso que ella me olvide…» Escribirle no hubiera hecho más que mortificarla y unirla más a él. «¡Y decir que ame a otro!» (Oh prisión, lugar donde se detiene el tiempo -que continúa en otra parte-… ¡No! Era en ese patio, separado de todos por las ametralladoras de la Revolución, cualquiera que fuese su suerte, cualquiera que fuese el lugar de su resurrección, donde recibiría el golpe de gracia. Por todas partes donde los hombres trabajan en la aflicción, en la absurdidad, en la humillación, se pensaba en unos condenados semejantes a ellos, como los creyentes rezan; y, en la ciudad, se comenzaba a amar a aquellos moribundos, como si ya estuviesen muertos… Entre todo lo que aquella última noche cubría la tierra, aquel lugar de estertores era, sin duda, el más grávido de amor viril. Gemir con aquella multitud acostada; llevar hasta su murmullo de quejas aquel sufrimiento sacrificado… Y un rumor inesperado prolongaba hasta el fondo de la noche aquel cuchicheo de dolor: como Hemmelrich, casi todos aquellos hombres tenían hijos. Sin embargo, la fatalidad aceptada por ellos ascendía con el zumbido de los heridos, como la paz de la noche recubría a Kyo, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su cuerpo abandonado, con una majestad de canto fúnebre. Hubiera combatido para quien, a su tiempo, estuviera cargado del sentido más fuerte y de la mayor esperanza; moría entre aquellos con quienes hubiera querido vivir; moría, como cada uno de aquellos hombres que estaban acostados, por haber dado un sentido a su vida. ¿Qué hubiera valido una vida por la cual no se hubiera aceptado morir? Es fácil morir, cuando no se muere solo. ¡Muerte saturada de temblor fraternal; conjunto de vencidos en los que las multitudes reconocerían a sus mártires; leyenda sangrienta, con la que se hacen las leyendas doradas! ¿Cómo, contemplado ya por la muerte, no oír aquel murmullo de sacrificio humano que le gritaba que el corazón viril de los hombres es un refugio para los muertos, preferible al espíritu?