– ¿Muertos?
¿Para qué responder?
– Aislar a los seis prisioneros más próximos.
– Es inútil -respondió Katow-: he sido yo quien les ha dado el cianuro.
El oficial vaciló.
– ¿Y usted? -preguntó, por fin.
– No había más que para dos -respondió Katow, con alegría profunda.
«Voy a recibir un culatazo en la cara», pensó.
El rumor de los prisioneros casi se había convertido en clamor.
– ¡Marchen! -pronunció el oficial.
Katow no olvidaba que ya había sido condenado a muerte; que había visto las ametralladoras asestadas contra él, y las había oído disparar… «En cuanto esté fuera, procuraré estrangular a uno y dejarle las manos apretadas durante mucho tiempo, para que se vean obligados a matarme. Me quemarán, pero después de muerto.» En el instante mismo, uno de los soldados le juntó los brazos al cuerpo, mientras otro le llevaba las manos por detrás de la espalda y se las ataba. «Estos chicos han tenido una ocurrencia -pensó-. ¡Vamos! Supongamos que he muerto en un incendio.» Echó a andar. El silencio volvió a caer, como una trampa, a pesar de los gemidos. Como antes sobre el muro blanco, el farol proyectaba la sombra, a la sazón muy negra, de Katow sobre las grandes ventanas nocturnas; caminaba pesadamente, con una pierna sobre la otra, entorpecido por sus heridas; cuando su balanceo se aproximaba al farol, la silueta de la cabeza se perdía en el techo. Toda la oscuridad del salón estaba viva, y le seguía con la mirada, paso a paso. El silencio era tan grande, que el suelo resonaba, cada vez que lo tocaba con el pie; todas las cabezas, moviéndose de arriba abajo, seguían el ritmo de su marcha con amor, con espanto, con resignación, como si, a pesar de los movimientos semejantes, todos se descubriesen a sí mismos, al seguir aquella marcha desigual. Todos se quedaron con la cabeza levantada: la puerta se volvía a cerrar.
Un ruido de respiraciones profundas, lo mismo que la del sueño, comenzó a ascender del suelo. Respirando por la nariz, con las mandíbulas apretadas por la angustia, inmóviles ahora, todos los que aún no habían muerto esperaban el silbido.
Al día siguiente
Desde hacía más de cinco minutos, Gisors contemplaba su pipa. Delante de él, la lámpara encendida («eso no compromete a nada»); la cajita del opio abierta, y las agujas limpias. Fuera, la noche; en la habitación, la luz de la lamparilla y un gran rectángulo claro, y abierta la puerta de la habitación contigua, adonde se había trasladado el cuerpo de Kyo. El patio había sido vaciado para nuevos condenados y nadie se había opuesto a que los cuerpos que se habían sacado afuera fuesen recogidos. El de Katow no se había recuperado. May había recogido el de Kyo, con las precauciones que hubiera adoptado para trasladar a un herido muy grave. Estaba allí, tendido, no sereno -como Kyo, antes de matarse, había pensado que quedaría-, sino convulsionado por la asfixia, convertido ya en otra cosa distinta de un hombre. May lo miraba, antes de amortajarlo, hablando con el pensamiento ante la última presencia de aquel semblante, con terribles palabras maternales que no se atrevía a pronunciar, por miedo a oírlas ella misma. «Amor mío», murmuraba, como si hubiese dicho: «carne mía», sabiendo bien que era algo de sí misma, no extraño, lo que se le había arrancado: «vida mía…» Se dio cuenta de que era a un muerto a quien decía aquello. Pero hacía mucho tiempo que ya no tenía lágrimas.
«Todo dolor que ya no ayuda a nadie es absurdo», pensaba Gisors, hipnotizado por su lámpara, refugiado en aquella fascinación. «La paz está ahí. La paz.» Pero no se atrevía a alargar la mano. No creía en ninguna supervivencia; no tenía ningún respeto a los muertos; pero de todos modos no se atrevía a alargar la mano.
May se acercó a él. Boca blanda, vacilante, en aquel rostro de mirada perdida… Le puso con suavidad los dedos en las muñecas.
– Venga -dijo, con voz inquieta, casi imperceptible-. Me parece que se ha calentado un poco…
Buscó los ojos de aquel semblante tan humano, tan doloroso, aunque nunca extraviado. Le miraba sin turbación, menos con esperanza que con súplica. Los efectos del veneno son siempre inseguros; ella era médica. Gisors se levantó y la siguió, defendiéndose contra una esperanza tan fuerte que le parecía que, si se abandonaba a ella, no podría resistir que le fuese retirada. Tocó la frente amoratada de Kyo, aquella frente que nunca ostentaría arrugas: estaba frío, con el frío particular de la muerte. No se atrevía a retirar los dedos, a encontrar de nuevo la mirada de May; dejaba la suya, fija en la mano abierta de Kyo, donde ya las líneas comenzaban a desvanecerse…
– No -dijo, volviendo a la angustia. No le había abandonado. Se dio cuenta de que no había creído a May.
– Tanto peor… -respondió ésta, solamente.
Le vio entrar en la habitación contigua, vacilante. ¿En qué pensaba? Mientras Kyo estuviese allí, todo pensamiento debía ser para él. Aquel muerto esperaba de ella algo, una respuesta que ignoraba, pero que no por eso dejaba de existir. ¡Oh suerte abyecta de los demás, con sus oraciones y sus flores fúnebres! Una respuesta más allá de la angustia que arrancaba de sus manos las caricias maternales que ningún hijo había recibido de ella, de la espantosa llamada que le hace a uno hablar a los muertos con las formas más afectuosas de la vida. Aquella boca que le había dicho ayer: «He creído que estabas muerta», ya no hablaría nunca; no era con lo que quedaba allí de vida irrisoria -un cuerpo-, con la muerte misma, con lo que había que entrar en comunión.
Ella continuaba allí, inmóvil, arrancando de sus recuerdos tantas agonías contempladas con resignación, llena de pasividad en la vana acogida que ofrecía salvajemente a la nada.
Gisors se había echado de nuevo en el diván. «Y, más tarde, tendré que despertarme…» ¿Cuánto tiempo le concedería de nuevo todas las mañanas aquella muerte? La pipa estaba allí: la paz. Adelantar la mano, y preparar la bolita: después de un cuarto de hora, pensar en la muerte misma con una indulgencia sin límites, como en cualquier paralítico que le hubiese querido maclass="underline" cesaría de poder esperarle; perdería toda presa y le deslizaría suavemente en la serenidad universal. La liberación estaba allí, muy cerca. Ninguna ayuda puede facilitarse a los muertos. ¿Para qué sufrir más? ¿El dolor es una ofrenda al amor o al miedo?… No se atrevía a tocar el platillo, y la angustia le oprimía la garganta, al mismo tiempo que el deseo y los sollozos contenidos. Al azar, cogió el primer folleto que encontró. Nunca tocaba los libros de Kyo; pero sabía que no lo leería. Era un número de La. Política de Pekín, que se había caído allí cuando habían llevado el cuerpo, y donde estaba el discurso por el cual había sido expulsado Gisors de la Universidad. Al margen, con letra de Kyo: «Este discurso es el discurso de mi padre.»
Nunca le había dicho siquiera que lo aprobaba. Gisors volvió a cerrar el folleto, con suavidad, y contempló su esperanza muerta.
Abrió la puerta, arrojó el opio a la oscuridad y volvió a sentarse, con los hombros abatidos, esperando el alba, esperando a que se redujese en el silencio, a fuerza de desgastarse, en el diálogo con él mismo, su dolor… A pesar del sufrimiento que entreabría su boca, que cambiaba en semblante aturdido su máscara grave, no perdía todo control. Aquella noche, su vida iba a cambiar: la fuerza del pensamiento no es grande contra la metamorfosis a que la muerte puede obligar a un hombre. Para lo sucesivo, estaba reducido a sí mismo. El mundo no tenía ya sentido; no existía ya: la inmovilidad sin retomo, allí, al lado de aquel cuerpo que le había unido al universo, era como un suicidio de Dios. No había esperado ni conseguido nada de Kyo, ni siquiera la felicidad; pero que el mundo existiese sin Kyo… «He sido arrojado fuera del tiempo»; el hijo era la sumisión al tiempo, a la sucesión de las cosas; sin duda, en lo más profundo, Gisors era esperanza, como era angustia, esperanza de nada, espera, y era preciso que su amor fuese aniquilado para que descubriese aquello. ¡Y, sin embargo! Todo cuanto lo destruía encontraba en él una acogida árida. «Hay algo de hermoso en estar muerto», pensó. Sentía temblar en sí el sufrimiento fundamental; no el que procede de los seres o de las cosas, sino el que surge del hombre mismo y se esfuerza en arrancarnos a la vida; podía pasarle inadvertido, pero, sólo cesando de pensar en él; y se sumergía en él cada vez más, como si aquella contemplación espantosa hubiese constituido la única voz que pudiera oír la muerte; como si aquel sufrimiento de ser hombre, de que se impregnaba hasta el fondo del corazón, hubiese sido la única oración que pudiese oír el cuerpo de su hijo muerto.