Mientras hablaba, contemplaba la solapa de la americana de Ferral; éste, intrigado, dirigió a ella la mirada y acabó de comprender: sólo él no estaba condecorado. A propósito. Su interlocutor era comendador y contemplaba con hostilidad aquel ojal desdeñoso; Ferral no había esperado nunca otra consideración que la de su fuerza.
– Sabe usted que será emitido -dijo-; emitido y cubierto. Eso incumbe a los bancos americanos, y no a sus clientes, que tomarán lo que se les haga tomar.
– Supongámoslo. Cubierto el empréstito, ¿quién nos asegura que los ferrocarriles serán construidos?
– Pero -dijo Ferral, con cierto asombro (su interlocutor no podía ignorar lo que iba a responder)- no se trata de que la mayor parte de los fondos sea entregada al gobierno chino. Irán, directamente, de los bancos americanos a las empresas encargadas de la fabricación del material, con toda evidencia. Si no, ¿cree usted que los americanos admitirían el empréstito?
– Desde luego. Pero Chiang Kaishek puede ser muerto o destituido; si el bolchevismo reina, el empréstito no será emitido. Por mi parte, no creo que Chiang Kaishek se mantenga en el poder. Nuestras informaciones consideran su caída como inminente.
– Los comunistas están exterminados en todas partes -respondió Ferral-. Borodin acaba de abandonar Han-Kow y de volver a Moscú.
– Los comunistas, sin duda; pero no el comunismo. La China no volverá ya nunca a ser lo que era, y, después del triunfo de Chiang Kaishek, son de temer nuevas oleadas comunistas…
– Mi opinión es la de que todavía continuará en el poder durante diez años; pero no es éste asunto que nos reporte ningún riesgo.
(«No escucháis -pensaba- más que a vuestro valor, que nunca os dice nada. ¿Y cuando Turquía no os devolvía un céntimo y compraba con vuestro dinero los cañones para la guerra? Solos, no habríais hecho nunca un gran negocio. Cuando habéis acabado vuestra cópula con el Estado, tomáis por prudencia vuestra cobardía y creéis que basta ser manco para convertirse en la Venus de Milo, lo cual es excesivo.»)
– Si Chiang Kaishek se mantiene en el gobierno -dijo con voz suave un representante joven, de cabellos rizados-, la China recobrará su autonomía aduanera. ¿Quién nos dice que, aun concediéndole al señor Ferral todo cuanto supone, su actividad en China no perderá todo valor, el día en que soporte las leyes chinas para reducirla a la nada? Ya sé que a esto pueden oponerse varias respuestas…
– Varias -corroboró Ferral.
– No es menos cierto -respondió el representante de rostro de oficial- que este negocio es inseguro, o, aun admitiendo que no implique ningún riesgo, implica un crédito a largo plazo, y, en realidad, una participación en la vida de un negocio… Todos sabemos que el señor Germain ha podido conducir a la ruina al Crédit Lyonnais por estar interesado en los Colores de Anilina, uno de los mejores negocios franceses, no obstante. Nuestra función no consiste en participar en los negocios, sino en prestar dinero con garantías y a plazos breves. Fuera de esto, ya no nos corresponde a nosotros la palabra, sino a los bancos de negocios.
Silencio, de nuevo. Prolongado silencio.
Ferral reflexionaba acerca de las razones por las cuales el ministro no intervenía. Todos, y él mismo, hablaban en lenguaje convencional y adornado, como los lenguajes rituales de Asia: por otra parte, no había motivo para que todo aquello no fuese pasablemente chino. Que las garantías del Consorcio fuesen insuficientes, era muy evidente; si no, ¿se habría encontrado él allí? Desde la guerra, las pérdidas experimentadas por el ahorro francés («como dicen los periódicos chantajistas» -pensaba-: la indignación le proporcionaba inspiración), que había suscrito las acciones u obligaciones de los negocios comerciales recomendados por los establecimientos y por los grandes bancos de negocios, ascendían a unos 40 000 millones -sensiblemente más que el tratado de Francfort-. Un mal negocio pagaba una comisión mayor que otro bueno, y eso era todo. Pero todavía era preciso que este mal negocio fuese presentado a los establecimientos por uno de los suyos. No pagarían, salvo en el caso en que el ministro interviniera formalmente, porque Ferral no era de los suyos. No estaba casado: historias de mujeres conocidas. Sospechoso de fumar opio. Había desdeñado la Legión de Honor. Demasiado orgulloso para ser, ya un conformista, ya un hipócrita. Acaso el gran individualismo no pudiese desenvolverse plenamente sino en un pudridero de hipocresía: Borgia no fue papa por casualidad… No era a fines del siglo xviii, entre los revolucionarios franceses, ebrios de virtud, cuando se paseaban los grandes individualistas, sino en el Renacimiento, en una estructura social que correspondía evidentemente al cristianismo…
– Señor ministro -dijo el delegado de más edad, comiéndose, a la vez, algunas sílabas y su recortado bigote, blanco como sus cabellos ondulados-, que estamos dispuestos a acudir en ayuda del Estado, por supuesto. De acuerdo. Usted lo sabe.
Se quitó los lentes, y los movimientos de sus manos, de dedos ligeramente separados, se convirtieron en tanteo de ciego.
– Pero, en definitiva, no obstante, habría que saber en qué medida. No digo que cada uno de nosotros no pueda intervenir con cinco millones. Bueno.
El ministro se encogió levemente de hombros.
– Pero no es de eso de lo que se trata, puesto que el Consorcio debe reembolsar, como mínimo, 250 millones de depósitos. ¿Entonces, qué? Si el Estado piensa que un crac de esa importancia es enojoso, puede encontrar él mismo los fondos; para salvar a los depositarios franceses y a los depositarios annamitas, el Banco de Francia y el Gobierno general de la Indochina están más indicados, sin embargo, que nosotros, que tenemos también nuestros depositarios y nuestros accionistas. Cada uno de nosotros está aquí en nombre de su Establecimiento…
(«Bien entendido -pensaba Ferral- que si el ministro diese claramente a entender que exige que el Consorcio sea puesto a flote, ya no habría ni depositarios ni accionistas.»)
– … ¿Quién de nosotros puede afirmar que sus accionistas aprobarían un empréstito que sólo está destinado a mantener un establecimiento vacilante? Lo que piensan esos accionistas, señor ministro (y no ellos, solamente) lo sabemos muy bien: que el mercado debe ser saneado; que los negocios que no son viables deben cesar; que mantenerlos artificialmente es el peor servicio que se puede hacer a todos. ¿En qué se convierte la eficacia de la competencia, que es la vida del comercio francés, si los negocios condenados son automáticamente mantenidos?
(«Amigo mío -pensó Ferral-, tu Establecimiento exigió del Estado, el mes pasado, una rebaja de tarifas aduaneras del 32 %, para facilitar, sin duda, la libre competencia.»)
– … ¿Entonces? Nuestro oficio consiste en prestar dinero con garantías, como se ha dicho muy certeramente. Las garantías que nos propone el señor Ferral… Ya ha oído usted al mismo señor Ferral. ¿El Estado quiere sustituir aquí al señor Ferral y damos garantías, a cambio de las cuales concederemos al Consorcio los fondos que le sean necesarios? En una palabra: ¿el Estado hace, sin compensación, un llamamiento a nuestra abnegación, o nos pide (él y no el señor Ferral) que facilitemos una operación de tesorería, aunque sea a largo plazo? En el primer caso, ¿verdad?, nuestra abnegación la tiene concedida, aunque, en definitiva, hay que tener en cuenta a nuestros accionistas. En el segundo caso, ¿qué garantías nos ofrece?
«Lenguaje cifrado completo -pensaba Ferral-. Si sólo estuviésemos dispuestos a representar una comedia, el ministro respondería: Saboreo lo cómico de la palabra abnegación. Lo esencial de vuestros sacrificios procede de vuestras relaciones con el Estado. Vivís de comisiones, función de la importancia de vuestro Establecimiento, y no de un trabajo ni de una eficacia. El Estado os ha dado este año cien millones, bajo una forma o bajo otra; os retira veinte, bendecid su nombre y romped con él. Pero ello no encierra ningún peligro.» El ministro sacó del cajón de su mesa una caja de caramelos y los fue ofreciendo a todos. Cada uno tomó uno, salvo Ferral. Ahora sabía lo que querían los delegados de los Establecimientos: pagar, puesto que era imposible abandonar aquel despacho sin conceder algo al ministro; pero pagar lo menos posible. En cuanto a éste… Ferral esperaba, seguro de que se hallaba propicio a pensar: «¿Qué hubiera aparentado hacer Choiseul, en mi puesto?» Aparentado: el ministro no pedía a los grandes del reino lecciones de voluntad, sino de aplomo o de ironía.