– Me ha ocurrido encontrarme de improviso ante un espejo y no reconocerme.
Su pulgar frotaba suavemente los otros dedos de su mano derecha, como si deshiciese un polvo de recuerdos. Hablaba para sí; proseguía un pensamiento que suprimía su hijo.
– Es sin duda una cuestión de medios: oímos la voz de los demás con los oídos.
– ¿Y la nuestra?
– Con la garganta; porque, con los oídos tapados, tú oyes tu voz. El opio también encierra un mundo que no oímos con nuestros oídos…
Kyo se levantó. Apenas le vio su padre.
– Tengo que volver a salir en seguida.
– ¿Puedo serte útil cerca de Clappique?
– No. Gracias. Buenas noches.
– Buenas noches.
Acostado, para tratar de debilitar su cansancio, Kyo esperaba. No había encendido la luz, no se movía. No era él quien pensaba en la insurrección; era la insurrección viva en tantos cerebros como el sueño en tantos otros, la que pensaba sobre él, hasta el punto de que ya no era más que inquietud y espera. Menos de cuatrocientos fusiles, en total. Victoria; o tiroteo, con algunos perfeccionamientos. Al día siguiente. No: en seguida. Cuestión de rapidez: desarmar en todas partes a la policía, y, con los quinientos Máusers, armar los grupos de combate, antes de que los soldados del tren blindado gubernamental entrasen en acción. La insurrección debía comenzar a la una -la huelga general, por tanto, a las doce-, y era preciso que la mayor parte de los grupos de combate estuviesen armados antes de las cinco. Las masas se hallaban dispuestas. La mitad de la policía, abrumada por la miseria, se pasaría, sin duda, a los insurrectos. Quedaba lo otro. «La China soviética», pensaba. Conquistar aquí la dignidad de los suyos. Y la URSS aumentaba a seiscientos millones de hombres. Victoria o derrota, el destino del mundo, aquella noche, vacilaba allí. A menos que el Kuomintang, después de tomada Shanghai, no tratase de aplastar a sus aliados, los comunistas… Se sobresaltó: la puerta del jardín se abrió. El recuerdo recubrió la inquietud. ¿Su mujer? Escuchaba: la puerta de la casa se volvió a cerrar. May entró. Su capuchón de cuero azul, de un corte casi militar, acentuaba lo que había de viril en su andar y hasta en su semblante -boca grande, nariz corta, pómulos abultados, propios de las alemanas del Norte.
– ¿Es eso para ahora mismo, Kyo?
– Sí.
May era médica de uno de los hospitales chinos, pero venía de la sección de mujeres revolucionarias, cuyo hospital clandestino dirigía.
– Siempre la misma cosa, ¿sabes? Acabo de ver a una muchacha de dieciocho años que ha intentado suicidarse con una hoja de afeitar en el palanquín del matrimonio. La obligaban a casarse con un bruto respetable… La han llevado con su vestido rojo de novia, todo él manchado de sangre. La madre iba detrás: una sombra minúscula, desmirriada, que sollozaba como es natural… Cuando le hice saber que la muchacha no se moriría me dijo: «¡Pobrecilla! Sin embargo, casi sería una suerte para ella que se muriera…» Una suerte… Eso dice más que nuestros discursos acerca del estado de las mujeres aquí…
Alemana, aunque nacida en Shanghai; doctora en Heidelberg y de París, hablaba el francés sin acento extranjero. Arrojó su boina sobre la cama. Sus cabellos ondulados estaban echados hacia atrás, para que fuese más fácil peinarlos. Él sintió deseos de acariciarlos. La frente, muy despejada, tenía también algo de masculino; pero, desde que había cesado de hablar, se feminizaba -Kyo no apartaba de ella los ojos-, a la vez porque el abandono de la voluntad dulcificaba sus facciones, porque el cansancio las distendía, y porque estaba sin boina. Aquel rostro vivía por su boca sensual y por sus ojos muy grandes, transparentes y lo bastante claros para que la intensidad de la mirada no pareciese producida por la pupila, sino por la sombra de la frente en las órbitas alargadas.
Llamado por la luz, entró un pequinés blanco, corriendo. Ella lo llamó, con voz fatigada.
– ¡Perro velloso, perro musgoso, perro peludo!
Lo cogió con la mano izquierda y lo levantó hasta su rostro, acariciándolo.
– Conejo -dijo, sonriendo-; conejo, conejovich…
– Se parece a ti -pronunció Kyo.
– ¿No es verdad?
Contemplaba en el espejo la cabeza blanca, arrimada a la suya, por encima de las patitas unidas. La encantadora semejanza nacía de sus altos pómulos germánicos. Aunque ella no era muy bonita, él pensó, modificándola, en la frase de Otelo; «¡Oh querida guerrera mía!…»
Soltó el perro y se levantó. El capuchón, a medio abrir, ponía de manifiesto, a la sazón, los senos, muy altos, que hacían pensar en los pómulos. Kyo le contó lo que había hecho aquella noche.
– En el hospital -dijo ella- han entrado esta noche unas treinta mujeres jóvenes de la propaganda, escapadas de las tropas blancas… Heridas. Cada vez ocurre esto con más frecuencia. Dicen que el ejército está muy cerca. Y que hay muchos muertos…
– Y la mitad de las heridas morirán… El sufrimiento no puede tener sentido más que cuando no conduce a la muerte, y conduce a ella casi siempre.
May reflexionó.
– Sí -dijo, al fin-. Y, sin embargo, quizá sea ésa una idea masculina. En mi opinión, para la mujer, el sufrimiento (resulta extraño) más hace pensar en la vida que en la muerte… A causa de los partos, quizá…
Reflexionó de nuevo.
– Cuanto más heridos hay, cuanto más se aproxima la insurrección, más se copula.
– Se comprende.
– Es preciso que te diga una cosa que acaso te moleste un poco…
Apoyado en el codo, él la interrogó con la mirada. May era inteligente y valiente; pero, con frecuencia, torpe.
– Acabé por acostarme con Langlen, esta tarde.
Kyo se encogió de hombros, como para decir: «¡Allá tú!» Pero su gesto y la expresión violenta de su rostro se compaginaban mal con aquella indiferencia. Ella le contemplaba, extenuada, con los pómulos acentuados por la luz vertical. También él contemplaba sus ojos sin mirada, sumidos en la sombra, y no decía nada. Se preguntaba si la expresión de sensualidad de su semblante vendría de lo que aquellos ojos ahogados y la ligera hinchazón de sus labios acentuaban con violencia por, contraste con sus facciones, con su feminidad… Ella se sentó en la cama y luego le tomó una mano. A él le faltó poco para retirarla, pero la dejó. May notó, sin embargo, su movimiento.
– ¿Te disgusto?
– Ya te he dicho que eres libre… No pido demasiado -añadió, con amargura.
El perrito saltó sobre el lecho. Él retiró su mano para acariciarlo quizá.
– Eres libre -repitió-. Lo demás, poco importa.
– En fin, yo debía decírtelo. Hasta por mí.
– Sí.
Que ella debiera decírselo, no hacía al caso, ni para el uno ni para el otro. Kyo quiso, de pronto, levantarse: así acostado, y ella sentada sobre el lecho, como un enfermo cuidado por ella… Pero, ¿para qué? Todo era igualmente inútil. Continuaba, sin embargo, contemplándola, para darle a entender que ella podía hacerle sufrir, pero que, desde hacía unos meses, la contemplase o no, ya no la veía; algunas expresiones, a veces… Aquel amor, frecuentemente crispado, que los unía como un niño enfermo; aquel sentido común de su vida y de su muerte; aquella correspondencia camal entre ambos, nada de todo aquello existía frente a la fatalidad que decolora las formas de que están saturadas nuestras miradas. «¿La amaré menos de lo que creo?», pensó. No. Hasta en aquel momento estaba seguro de que, si ella muriese, él no serviría ya a su causa con esperanza, sino con desesperación, como un muerto. Nada, no obstante, prevalecía contra la decoloración de aquel rostro sepultado en el fondo de su vida común como en la bruma, como en la tierra. Se acordó de un amigo que había visto morir la inteligencia de la mujer que amaba, paralizada durante unos meses; le parecía ver morir a May así; ver desaparecer absurdamente, como una nube que se reabsorbe en el cielo gris, la forma de su felicidad. Como si hubiese muerto dos veces: por efecto del tiempo y de lo que le decía.