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Green la esperaba en su despacho.

Había estado al servicio del presidente durante todo el primer mandato y había sido uno de los pocos miembros del gabinete que había accedido a continuar en el segundo. Era un popular defensor de las causas cristianas y conservadoras, un soltero de Nueva Inglaterra al que no había salpicado un solo escándalo, que incluso a esa hora irradiaba vitalidad. Su cabello y su perilla estaban meticulosamente arreglados y bien peinados, su enjuto cuerpo enfundado en un traje de raya diplomática de marca. Llevaba seis mandatos en el Congreso, y era gobernador de Vermont cuando el presidente lo llamó para entrar a formar parte del departamento de Justicia. Su franqueza y su estilo directo le habían granjeado simpatías en ambos bandos políticos, pero su personalidad distante parecía impedir que pasara de fiscal general.

Ella nunca había estado en casa de Green, y se esperaba algo sombrío y poco imaginativo, algo similar a él. Sin embargo las estancias eran cálidas y acogedoras -mucho siena, pardos, verde pastel y distintos tonos de granate y naranja-; estilo Hemingway, tal como denominaba una cadena de muebles en Atlanta esa clase de mobiliario.

– Este asunto es poco común incluso para ti, Stephanie -dijo Green cuando la saludó-. ¿Se sabe algo más de Malone?

– Estaba descansando antes de ir a Kronborg. Con la diferencia horaria ahora mismo debe de estar en camino.

Él la invitó a sentarse.

– Por lo visto este problema va a más.

– Brent, ya hemos hablado de esto antes. Alguien de muy arriba accedió a una base de datos segura. Sabemos que se copiaron archivos de la Conexión Alejandría.

– El FBI está investigando.

– Es broma, ¿no? El director está tan lejos del culo del presidente que no hay riesgo de que se implique a nadie de la Casa Blanca.

– Muy gráfico, como siempre, pero preciso. Por desgracia es el único procedimiento del que podemos hacer uso.

– Podríamos investigar.

– Eso sólo nos causaría problemas.

– Estoy acostumbrada.

Green sonrió.

– Muy cierto. -Hizo una pausa-. Me preguntaba cuánto sabes en realidad de esa conexión.

– Cuando metí en el ajo a Cotton hace cinco años convinimos que yo no sabría nada. Es algo habitual, de manera que no me preocupé. Pero ahora necesito saber.

El rostro de Green reflejó inquietud.

– Probablemente esté a punto de infringir un montón de leyes federales, pero estoy de acuerdo. Es hora de que lo sepas.

Malone contempló el castillo de Kronborg en lo alto de la rocosa elevación. En su día los cañones apuntaban a los barcos extranjeros que atravesaban los angostos estrechos hacia y desde el Báltico. El peaje que se recaudaba engrosaba el erario danés. Ahora los muros color ocre se erguían sombríos contra un despejado cielo azul celeste. Ya no era una fortaleza, sino tan sólo un edificio del Renacimiento nórdico plagado de torres octogonales, puntiagudas agujas y tejados de cobre verdes que recordaban más a Holanda que a Dinamarca. Lo cual era comprensible, como sabía Malone, ya que un holandés del siglo xvi contribuyó decisivamente al diseño del castillo. Le gustaba el lugar. Los lugares públicos podían ser los mejores sitios para volverse invisible. Él había hecho uso de muchos durante los años que pasó en el Billet.

El trayecto en coche, al norte de Christiangade, sólo le había llevado quince minutos. La propiedad de Thorvaldsen se hallaba a medio camino entre Copenhague y Elsinor, la bulliciosa ciudad portuaria próxima a la fortaleza. Malone había visitado tanto Kronborg como Elsinor, vagando por las playas cercanas en busca de ámbar, una relajante forma de pasar una tarde de domingo. La visita de ese día era distinta. Tenía los nervios de punta, estaba listo para pelear.

– ¿A qué esperamos? -preguntó Pam, el rostro similar a una máscara.

Se había visto obligado a llevarla. Ella había insistido con ganas, amenazando con causar más problemas si la dejaba atrás. Cotton entendía que no quisiera quedarse a esperar con Thorvaldsen. La tensión y la monotonía componían una mezcla volátil.

– Nuestro hombre dijo a las once -le recordó.

– Ya hemos perdido bastante tiempo.

– Nada de lo que hemos hecho ha sido una pérdida de tiempo.

Después de colgarle a Stephanie consiguió dormir unas horas. Estar medio dormido no le haría ningún bien a Gary. También se puso la ropa que tenía en la mochila; la de Pam se encargó de limpiarla Jesper. Después desayunaron algo.

Así que estaba listo.

Consultó el reloj: las diez y veinte.

Los coches empezaban a llenar el aparcamiento. Pronto llegarían los autocares. Todo el mundo quería ver el castillo de Hamlet.

A él le traía sin cuidado.

– Vamos.

– La conexión es una persona -explicó Green-. Se llama George Haddad, un palestino estudioso de la Biblia.

Stephanie conocía el nombre. Haddad era amigo personal de Malone y, cinco años antes, había solicitado expresamente la ayuda de Malone.

– ¿Qué es lo que vale la vida de Gary Malone?

– La desaparecida Biblioteca de Alejandría.

– No lo dirás en serio.

Green asintió.

– Haddad creía haberla encontrado.

– ¿Qué relevancia podría tener eso hoy en día?

– A decir verdad, mucha. Esa biblioteca era la mayor concentración de conocimiento del planeta. Permaneció en pie seiscientos años, hasta mediados del siglo vii, cuando los musulmanes finalmente se hicieron con el control de Alejandría y purgaron todo aquello que fuera contrario al islam. Medio millón de rollos, códices, mapas: pidiera lo que uno pidiera la biblioteca tenía una copia. Y hasta la fecha nadie ha encontrado un solo pedazo de ella.

– ¿Y Haddad sí?

– Eso dio a entender. Estaba trabajando en una teoría bíblica. No sé cuál, pero la prueba de dicha teoría se hallaba, supuestamente, en la desaparecida biblioteca,

– ¿Cómo es que lo sabía?

– Eso tampoco lo sé, Stephanie. Pero hace cinco años, cuando nuestra gente de la Orilla Occidental, el Sinaí y Jerusalén presentó una inocente solicitud de visados, acceso a archivos, excavaciones arqueológicas, los israelíes se pusieron hechos una furia. Entonces fue cuando Haddad pidió la ayuda de Malone.

– Una misión ciega que no me gustó.

«Ciega» significaba que a Malone le habían ordenado proteger a Haddad, pero sin hacer preguntas. Recordó que a Malone tampoco le hizo ninguna gracia esa condición.

– Haddad -contó Green- sólo se fiaba de Malone, razón por la cual éste acabó escondiéndolo y en la actualidad es el único que conoce el paradero de Haddad. Al parecer a la Administración no le importó que se ocultara a Haddad, siempre y cuando controlara el camino hasta él.

– ¿Para qué?

Green meneó la cabeza.

– No tiene mucho sentido. Sin embargo existe un indicio de lo que podría haber en juego.

Stephanie era toda oídos.

– En uno de los informes que vi, anotado en el margen, ponía: Génesis 13, 14-17. ¿Lo conoces?

– No me conozco tan bien la Biblia.

– «Dijo Yavé a Abram después que Lot se hubo separado de éclass="underline" “Alza tus ojos, y desde el lugar donde estás mira al norte y al mediodía, al oriente y al occidente. Toda esa tierra que ves te la daré yo a ti y a tu descendencia para siempre.”»

Eso sí lo conocía: un pacto que, durante millones de años, había constituido la reivindicación bíblica de los judíos de la Tierra Santa.

– Abram levantó la tienda y se fue a vivir a la llanura de Mambré, donde construyó un altar al Señor -contó Green-. Mambré es Hebrón (la Orilla Occidental, en la actualidad), la tierra que el Señor les dio a los judíos. Abram pasó a ser Abraham. Y ese único pasaje bíblico es el meollo de todos los desacuerdos de Oriente Próximo.